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Harold se quedó al final del callejón, a una distancia prudente de Chez Claire. El rojo edificio de madera estaba fuertemente custodiado por todas partes por cinco tipejos, dos de los cuales, al menos, eran parte de la tripulación de Duncan Haynes. Harold los reconoció, pues aún recordaba muy bien sus caras de los días que había pasado en el Elise. Mientras los contemplaba, se le ocurrió de pronto que eso mismo era aplicable a los dos tipos, que pocos días atrás lo habían apresado y lo habían escoltado a punta de pistola. Aquellos también eran hombres de Haynes.
Previamente, cuando Harold había encontrado Dunmore Hall vacío, había temido que las bandas que deambulaban por las calles se hubieran llevado a las mujeres y al niño, y se maldijo por haberlos dejado sin custodia alguna. Sin embargo, después cayó en la cuenta de que aquella había sido una partida planificada. Se lo habían llevado todo, incluso la yegua y el oro. Lo único que habían dejado era el maldito virginal. Supo al instante dónde debía encontrar a Elizabeth; a fin de cuentas en una ocasión ella ya se había escondido en el local de Claire. Lo que no se había planteado entonces era por qué ella había buscado auxilio precisamente allí. En ese momento lo comprendió: la francesa era una buena amiga de aquel maldito Duncan Haynes.
El viento elevaba en el muelle remolinos de inmundicia, madera podrida y restos marinos, y los agitaba por el barrio del puerto, pero Harold permanecía ajeno a aquello. El auténtico peligro no provenía de William Noringham, sino de Duncan Haynes. Siempre había sido así. Desde el principio. Antes incluso de que Elizabeth posara un pie en el Eindhoven. Incluso antes de que fuera la esposa de Robert. Duncan Haynes. Ella lo había conocido en Londres el día de la ejecución. Duncan Haynes, quien había encontrado el modo de volver a verla antes de la boda. Harold recordó entonces la irritación que había sentido al llevar al pequeño a casa de Miranda y fue consciente de qué la había provocado: era el parecido del niño con aquel corsario.
Harold echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar un grito de odio y furia. Dos de los tipos apostados delante del edificio se volvieron. Sus sables desenvainados refulgieron bajo la luz del fanal de tormenta que colgaba sobre la entrada.
—¿Has oído eso? —gritó uno al otro, y Harold lo oyó—. ¿No hay por ahí alguien con ganas de brega?
Harold no acertó a entender qué respondió el otro hombre, pero ambos se le acercaron. Se volvió rápidamente y huyó.