18

La semana siguiente la vida prosiguió como si nada hubiera ocurrido. Elizabeth sabía que Duncan seguía en Barbados, pero no volvió a verlo. En cambio, Felicity se citaba casi a diario con Niklas Vandemeer. O ella lo visitaba en su barco o él acudía a Dunmore Hall, o bien ambos se encontraban en Bridgetown para dar un paseo por la playa. Los acompañaban como carabinas Martha o la anciana Rose, porque las buenas costumbres prohibían a una muchacha soltera de familia acomodada encontrarse a solas con un hombre.

A Felicity las citas en presencia de Martha no le resultaban especialmente provechosas porque la señora de Dunmore Hall no sabía mantener una actitud de elegante discreción. La mujer tendía a la palabrería sin fin, martirizaba al capitán holandés con todo tipo de preguntas inocentes y no le avergonzaba dirigirle miradas de admiración mientras Felicity, rabiosa, permanecía sentada junto a ella sin apenas abrir la boca. Al final su exasperación contra Martha pesó más que sus ganas de ver a Niklas de modo que, al cabo de unos días, dispuso esos encuentros de manera que Martha no pudiera estar presente, bien, por ejemplo, porque tenía una partida de piquet con otras damas amigas, o porque tenía una cita con la costurera para probarse un vestido, o porque hacía la siesta. Resultaba más fácil deshacerse de Rose, quien a partir de entonces pasó a acompañarlos. Por lo general ocurría que la anciana irlandesa, de repente, tenía que comprar algo para Felicity y, al hacerlo, se tomaba más tiempo del necesario. En resumen, Felicity estaba en las nubes: no había nada que pudiera amargarle su alegría desbordada, ni siquiera la noticia de la muerte del vizconde, que oficialmente se conoció en la casa de los Dunmore el día después de la fiesta: Duncan Haynes mandó un mensaje a Dunmore Hall por medio de su contramaestre, John Evers, en el que en pocas palabras informaba del fallecimiento de lord Raleigh y hacía llegar a su hija su más profundo pésame.

Durante unos días Elizabeth se aisló por completo; se hizo llevar la comida a su habitación y evitó a toda la familia, excepto a Jonathan y a Felicity. No solo tenía que superar la muerte de su padre sino también lo ocurrido aquella noche funesta, la cual, vista en perspectiva, parecía una concatenación sin igual de enredos culposos. Una vez más ella había cometido adulterio; poco después, Robert había intentado violar a Deirdre y, finalmente, el ansia de Harold de eliminar lo inefable a latigazos había cavado una nueva zanja en aquel entramado de infamias y vergüenzas.

Pasaba los días dormitando en su butaca o tumbada en una hamaca. Ensimismada en sus pensamientos, observaba los rayos de luz del sol que se colaban por las rendijas de los postigos o escuchaba el borboteo de la lluvia que caía a diario a primera hora de la mañana y que llenaba el aire de una humedad sofocante. A veces sacaba su butaca a la galería y miraba abajo, al patio, a la fuente que gorgoteaba, y se imaginaba que aquel león era Duncan, hasta que llegó a imaginárselo a él devorándola por completo. En ocasiones esas fauces arcaicas adoptaban las facciones desesperadas de Robert, para superponerse de inmediato con las de su suegro; un semblante iracundo que presagiaba desgracias y muerte.

Elizabeth dejaba pasar los intentos tímidos de Felicity por consolarla como si fueran las gotas de lluvia que a diario caía con fuerza sobre Dunmore Hall y que convertía el mundo en una niebla hecha de diminutas gotas, tan húmeda y densa que humedecía la piel y le ahogaba el corazón como un coágulo henchido.

En una ocasión, también de noche, sacó de su baúl sus utensilios de escritura y empezó a redactar una carta a Duncan; sin embargo, al cabo de unas pocas líneas abandonó de nuevo, porque no sabía qué contarle. Era como si lo que los unía fuera lo mismo que lo que los separaba, y tanto eso como aquello parecían estar caracterizados por una extraña ausencia de palabras. En su lugar, escribió una carta a su padre en la que se lo contó todo, empezando a partir del día en que ella y Duncan se habían conocido. No omitió nada, las palabras surgieron fácilmente de la pluma al papel, acompañadas por tantas lágrimas que la tinta se corrió en volutas ilegibles. Al terminar, rasgó todos los pliegos y quemó los trozos con una llama de vela hasta que no quedó nada más que un recipiente con ceniza.

Cuando, al cabo de cuatro días, salió de su dormitorio y empezó a relacionarse con la gente, lo hizo como si ya lo hubiera superado todo. Se sentaba a la mesa con la familia, era amable con Robert y se comportó de forma cortés con Harold cuando este regresó de Rainbow Falls para pasar el domingo en Dunmore Hall. Se dedicó a coser una labor y a tocar el virginal, como si fuera importante para ella conceder espacio suficiente a las pequeñas alegrías del día a día. De todos modos, lo único que para ella era una auténtica necesidad era estar junto a Jonathan. Se dedicaba a él tanto como le era posible, hasta que la sonrisa del pequeño hizo menos dolorosa la herida abierta que sentía en su interior. Poco a poco, Elizabeth tuvo la sensación de que la vida seguía su curso.

Al cabo de una semana volvió a salir a caballo, aunque cabalgó sola porque Deirdre estaba desaparecida. No podía recriminárselo a la chica. Elizabeth había vuelto a preguntar a Rose si sabía dónde se ocultaba Deirdre —asegurándole que no se lo diría a nadie—, pero la anciana criada se había echado a llorar y había ocultado la cara en el delantal. «¡A saber si esa desdichada estará aún con vida! ¡Su nombre se vio mancillado! ¡Ya no tenía futuro!».

La idea de que la chica podía haberse quitado la vida abrumaba a Elizabeth. Preguntó a los irlandeses de Bridgetown, pero nadie había visto a Deirdre ni sabía dónde se ocultaban los papistas. Elizabeth también tenía la impresión de que algunos poseían información al respecto pero que no estaban dispuestos a dársela.

Cuando iba a caballo hasta la pequeña cala recóndita donde se bañaba, pensaba a menudo en Deirdre, en los brazos malheridos, en la piel reventada del cuello y la nuca de la muchacha, y sentía aumentar el odio hacia su suegro. Y también hacia Robert, que era el culpable de todo. Harold había vuelto a disculparse por haberla asustado con aquel latigazo, pero insistía en que Deirdre se tenía bien merecidos los azotes. Elizabeth difícilmente podía cuestionar su autoridad como amo de todo el servicio, pero nunca podría aprobar ese tipo de castigos.

Se le ocurrió entonces que posiblemente Harold algún día querría que Jonathan lo acompañara a Rainbow Falls para aprender el oficio de terrateniente y que entonces le daría su opinión sobre el trato a las personas, sobre todo hacia aquellas que estaban completamente sometidas a su voluntad. A Elizabeth se le revolvieron las entrañas al pensar que, en algún momento, Jonathan podría llegar a azotar a esclavos. Se juró que, a su debido tiempo, ella lo impediría.

Dos semanas después de la fiesta, Elizabeth presenció por primera vez la llegada de un buque de esclavos. En los dos años y medio que llevaba viviendo en Barbados, habían arribado al puerto tal vez dos o tres barcos de esos, pero hasta entonces solo había oído hablar de ello sin ser testigo directo. No sabía cuántos esclavos había en Barbados, si bien se rumoreaba que la cantidad superaba claramente la de blancos. En cualquier caso, se afirmaba que no eran, ni de largo, todos los necesarios.

Los esclavos eran llevados por los holandeses y los portugueses, los cuales capturaban a los negros en la costa occidental africana y los transportaban a las colonias; hasta entonces los habían trasladado sobre todo a Brasil pero, de forma creciente, los llevaban a las plantaciones norteamericanas de Virginia, a las Bermudas y a las Indias Occidentales. Barbados, según había aseverado Harold recientemente, se encontraba en camino de convertirse en una auténtica colonia de esclavos, lo cual permitiría a los terratenientes intercambiar los trabajadores sometidos a contrato por los negros, mucho más eficientes y resistentes. En pocos años, había profetizado, en las Antillas se invertiría la proporción inicial y habría al menos diez veces más negros que blancos; en su opinión, justo entonces en Barbados tenía lugar un período de transición que proporcionaría las bases para ello. Si hasta ese momento los barcos de esclavos habían llegado a Barbados solo de forma ocasional y más por accidente que por cálculo —la mayoría de los transportes seguían dirigiéndose a Brasil y a las Antillas españolas—, en el futuro arribarían con una regularidad organizada.

—Es por el azúcar —había afirmado en tono magistral—. El mundo quiere más. Lo necesita a toneladas, y nunca tiene suficiente. En Europa se toma cada vez más té y café, y además en muchos sitios existe también un nuevo brebaje hecho con granos de cacao. Y para eso utilizan azúcar, azúcar y azúcar. El que nosotros proporcionamos y que, a su vez, solo es posible si disponemos de suficientes esclavos. Cuantos más esclavos, más azúcar y, por lo tanto, más dinero. Es fácil echar cuentas. Todo el mundo se enriquece y no se puede más que ganar. Con el azúcar, el té, el café y los esclavos. Todos ganamos.

Todos… excepto los esclavos, había pensado Elizabeth al oírlo. Sin embargo, no había dicho nada porque Harold reaccionaba siempre de forma colérica a las réplicas.

La tarde de octubre en que Elizabeth contempló la llegada del filibote holandés era día de mercado en Bridgetown. El ambiente era muy sofocante: el sol intenso consumía lentamente los vapores densos que el último chubasco había dejado tras su paso; los caminos estaban aún en parte embarrados. El calor se cernía sobre la plaza, y la amalgama de ruidos y aromas hacía más espesa todavía la humedad del aire. Los cocheros se abrían paso por el interior de la ciudad entre improperios y con los carros atestados. Los comerciantes tiraban de sus carretas mientras cruzaban el puente que se extendía sobre el río Constitution que atravesaba el centro del lugar. Cuerpos sudados circulaban en ese revoltijo de objetos de madera de cualquier uso, canastos de paja ladeados, loza y pieles de cuero de olor nauseabundo expuestas al sol. Al lado había puestos de comestibles, sobre todo pescado, por lo general fresco aunque, por el hedor que desprendían, alguno era del día anterior. Además había a la venta mangos, cocos, melones y tubérculos de todo tipo. Las gallinas cacareaban dentro de sus jaulas y sacudían las alas con agitación en cuanto pasaban a manos de su nuevo propietario.

Un batiburrillo colorido de gentes acudían al mercado: las esposas de terratenientes arraigadas al lugar desde hacía años, como Martha Dunmore e Isobel Sutton, coincidían con marineros andrajosos con permiso para ir a tierra a divertirse. También había algunas muchachas de Claire Dubois callejeando alegremente entre la multitud, con vestidos elegantes de escote pronunciado, parasoles abiertos sobre sus peinados ondulados con esmero y con varias doncellas negras, que acarreaban sus compras. Dos lacayos arrastraban una litera adornada con borlas; en su interior, Elizabeth vislumbró allí sentada a una anciana muy mayor, vestida totalmente de negro, que dormía con la boca abierta.

También habían acudido al mercado varios bucaneros, una horda de personajes andrajosos y armados hasta los dientes procedentes de Tortuga, donde se dedicaban a la caza de reses salvajes, cuyas pieles y carnes vendían luego en las Antillas. En un rincón aparte se celebraba una pelea de gallos: algunos visitantes del mercado se habían congregado alrededor de aquel espectáculo ruidoso para apostar. Cada uno espoleaba con gritos de ánimo a su animal favorito, lo cual provocaba también algún que otro altercado.

Felicity y Niklas Vandemeer se habían detenido en un puesto y examinaban una alfombra cuyos motivos orientales brillaban en todos los colores. Formaban una bonita pareja: Felicity con su vestido vaporoso de algodón claro y un sombrero de paja del que ondeaban cintas de seda de colores; y el capitán holandés, con un chaleco que le resaltaba la figura, calzón estrecho y gallardo, y una reluciente vaina de sable.

El aire olía a pescado, a basura, a excrementos y a sudor, pero también al delicioso stew del puesto de comida que el propietario de una cantina había improvisado debajo de un parasol de paja; al aroma de las frutas que una mulata había extendido delante de ella sobre una tela, y al aceite de bergamota que un comerciante de mirada adormecida tenía a la venta en la bandeja que llevaba colgada al cuello para exhibir su mercancía.

Aquella imagen idílica y apacible se desvaneció de inmediato en cuanto se avisó de la arribada del barco de esclavos. Desde el puerto alguien anunció a gritos la llegada de los nuevos negros; otro transmitió el mensaje y al poco se levantó por todas partes un murmullo expectante: todos querían ir al muelle y ver la descarga. Elizabeth, acompañada de Martha, se dejó llevar por la multitud hacia la playa.

El barco tenía un aspecto deteriorado: el aparejo estaba podrido y el casco sucio. No podía compararse con el Elise, siempre reluciente, ni con el cuidado Eindhoven, el cual, después de los desperfectos sufridos dos años atrás, había sido reparado por completo y equipado con nuevos mástiles y velas. La multitud aguardaba expectante el barco desde la playa. Observaron cómo se abría la escotilla de carga y cómo los negros, la mayoría de ellos hombres aunque también había algunas mujeres, eran sacados en fila a la cubierta. Iban desnudos, tal como Dios los había traído al mundo.

El tremendo hedor a excrementos se percibía incluso desde la lejanía. Un capataz blandía un garrote y dirigía así el cargamento humano hacia la barandilla, desde donde los esclavos eran obligados a pasar, uno tras otro, por medio de una escalerilla de cuerda a un bote que los conduciría a tierra. Allí permanecieron quietos, acurrucados, con la cabeza, que tenían cubierta de un cabello muy corto y extrañamente lanoso, agachada. Al aproximarse el bote pudo verse que muchos presentaban laceraciones infectadas provocadas por el látigo. Tenían un aspecto demacrado, y podría decirse de algunos que estaban muy flacos.

—Antes vamos a tener que cebarlos a base de bien —comentó enfadado a su mujer un terrateniente que se encontraba algunos pasos detrás de Elizabeth.

Entretanto por la escotilla de carga y luego por encima del barco se habían izado unos bultos oscuros. Solo después de fijar la vista en ellos, Elizabeth cayó en la cuenta de que se trataba de negros que habían fallecido, aproximadamente media docena.

—¡Pero si hay muertos! —dijo con espanto la esposa del terrateniente.

—Son solo los últimos —le explicó su marido—. A los demás los han ido echando a alta mar y han sido pasto de los tiburones. Por lo general una cuarta parte del cargamento muere durante el trayecto. Es la media. A veces pueden ser más. En el último transporte solo llegó la mitad. Hoy, en cambio, el cupo tiene buena pinta. La verdad es que han sobrevivido muchos.

—¿Y por qué mueren tantos?

El terrateniente suspiró, como si su esposa no pudiera haber planteado una pregunta más estúpida.

—Se pasan el trayecto encadenados bajo cubierta. Ocho semanas, si no más. Así las cosas, se producen mermas. ¡Calla! ¡Ya llegan!

El bote alcanzó el muelle y los esclavos fueron arrastrados a tierra a golpes por parte del capataz. Ante ese séquito miserable se abrió un pasadizo entre la gente, la cual, con la nariz fruncida y ávida de sensaciones, procuraba no perderse ningún detalle. Entretanto, la barcaza había vuelto a dirigirse al barco, donde al menos dos cargamentos más de esclavos aguardaban para ser llevados a tierra. Elizabeth presenciaba ese espectáculo profundamente horrorizada, igual que Felicity, quien, acompañada por Niklas Vandemeer, se había reunido con ella y con Martha.

—¡Pobre gente! —comentó Felicity.

—Son tremendamente fuertes —aseveró Martha—. Aguantan mucho más que los blancos.

De todos modos, si se miraban con detenimiento, era posible ver lo extenuados que estaban en realidad aquellos hombres. Tenían los huesos marcados y las costillas se les podían contar. Iban sucios, tenían la piel agrietada, estaban cubiertos de abscesos sangrantes y tenían los ojos profundamente hundidos en las órbitas.

Elizabeth observó que una de las mujeres que pasaba a su lado estaba en avanzado estado de gestación. Cuando tropezó y cayó de rodillas, el capataz alzó el palo contra ella. La mujer sollozó y se protegió el abultado vientre con los brazos. Fue conducida junto con los demás a una especie de aprisco que Elizabeth ya había visto antes y que se utilizaba solo para el ganado. En un rincón había un entarimado, cuya importancia resultó evidente al momento: uno de los tratantes anunció que la subasta de esclavos empezaría en una hora. Hasta ese momento los terratenientes podían mirar la mercancía y hacer una selección previa.

—¡Oh! ¡Seguro que a Harold le gustaría pujar! —dijo Martha, nerviosa—. Sin duda se enfadará mucho si no puede asistir.

De todos modos aquella preocupación era infundada. Elizabeth vio a su suegro delante del aprisco. Montado sobre su caballo escrutaba con la mirada los negros apostados de cuclillas detrás del vallado. Finalmente, descabalgó y se acercó al tratante para hablar con él. Tanto a Harold como a otros terratenientes se les permitió acceder al interior del aprisco, donde el tratante les mostró por separado varios esclavos, tirándoles de los pies uno tras otro, abriéndoles la boca, levantándolos de golpe, volteándolos, descubriendo sus genitales y enseñándoles, a voluntad, todo cuanto resultaba de interés para los compradores potenciales.

—Eso es inhumano —comentó Elizabeth presa del horror.

Niklas Vandemeer se volvió hacia ella. En su rostro también se reflejaba la repugnancia.

—Por eso precisamente no participo en este negocio —admitió—. En mi barco no sube ningún esclavo.

Elizabeth prefirió no hacerle notar que en su buque había hombres secuestrados y condenados a trabajos forzados ya que, ciertamente, el tráfico de esclavos era mucho peor. Vender las personas como si fueran ganado, desnudas y sin dignidad alguna, degradadas a ser mera propiedad de otros que podían decidir sobre su vida libremente hasta su muerte, eso sin duda atentaba contra los Mandamientos de Dios. Pero Martha se había apresurado de inmediato a responder a la observación de Niklas Vandemeer repitiendo algo que había oído en algún sitio y que ella había hecho suyo:

—En realidad los negros no son personas de verdad. Bueno, en todo caso, no como nosotros. Se dice que, de hecho, son como animales. A fin de cuentas, basta ver su aspecto. Y, además, no entienden lo que se les dice.

Durante un rato el discurso siguió por esos derroteros. Elizabeth estaba tan indignada que estuvo a punto de hacer callar a su suegra, pero entonces reparó en un esclavo que no estaba sentado junto con los demás en el aprisco, sino que se encontraba de pie, fuera y aguardaba. Le echó algo más de veinte años. Era muy alto; medía casi dos metros. A diferencia de los personajes míseros del aprisco, era muy musculoso. En las mejillas tenía una serie de cicatrices dispuestas de forma ordenada, y curadas hacía mucho tiempo; daban la impresión de haber sido hechas de forma expresa. Observaba lo que ocurría con una actitud estoica pero, tras mirarlo bien, casi podía apreciarse cómo sus ojos ardían.

—¿Quién es aquel? —preguntó Elizabeth a su suegra al fijarse en que el hombre agarraba las riendas del caballo castrado de Harold.

Martha lo siguió la mirada.

—¡Oh! Creo que ya te hablé de él. Ese es Akin.

Akin tenía la mirada clavada en los esclavos de aspecto miserable que había en el aprisco. Estaban sentados bajo el sol, mudos y con las cabezas gachas, y se tapaban la desnudez del mejor modo posible. Ninguno de ellos se atrevía a decir nada, y la mayoría ni siquiera osaba alzar la mirada por temor a los latigazos. Para los blancos no eran más que animales y como tales eran vendidos uno tras otro.

Una parte del público se había retirado ya. Hacía demasiado calor para permanecer mucho tiempo al sol, que poco a poco había alcanzado el cénit. El ama blanca se había marchado y también las señoras jóvenes y el capitán holandés. Solo se había quedado el amo, que permanecía en actitud autoritaria dentro del vallado y hacía su oferta.

En eso el amo era un maestro. Cuando quería un esclavo su oferta era siempre la última. Todos eran jóvenes, corpulentos y de una estatura prometedora. Como no podía ser de otro modo, estaban muy flacos y debilitados a causa de la travesía, pero, tal como le había pasado a Akin, eso pronto cambiaría. Cuando llegó, cinco años atrás, apenas había tenido fuerzas para arrastrarse hasta el aprisco, pero el amo había intuido al instante que Akin las había tenido en otros tiempos y había pujado por él. Nunca se había gastando tanto dinero por un esclavo, casi tanto como el que había pagado el señor Noringham de Summer Hill por un negro manco cuya habilidad para elaborar azúcar no tenía parangón y de quien se decía que valía su peso en oro. Akin miró con indiferencia los esclavos agrupados en un rincón del aprisco. Eran una buena docena. La nueva propiedad del amo. No les había podido ir peor. Sufrirían una buena tunda de latigazos pues el capataz era cruel y brutal, y el amo no lo era menos. Blandía el látigo con una violencia sin par. De todos modos, a diferencia del capataz, que disfrutaba blandiendo el látigo, el amo lo hacía por la necesidad de castigar. El menor error se pagaba con latigazos. Bastaba con derramar una vasija. Y también estaban las infracciones habituales, que iban de la holgazanería y la rebeldía, pasando por los robos y las peleas, al intento de fuga. Hasta el momento solo uno había tratado de huir; había muerto a causa de los golpes porque el castigo por ello eran cien latigazos. Todos habían tenido que presenciar la flagelación. El amo se había encargado de fustigarlo, del principio al fin, sin aflojar la fuerza en ningún momento y a pesar de que, al terminar, la palma de la mano le sangraba de asir con fuerza el látigo, y el sudor le caía copioso por la frente. A pesar de que el negro llevaba rato tumbado en el barro como un fardo, hecho jirones e inconsciente, el amo había seguido azotándolo. Así era él.

En cambio, había otras cosas que él no hacía con los esclavos y que Akin sabía que otros amos sí hacían de forma habitual. No se acostaba con las mujeres negras y además se lo había prohibido al capataz y a su hijo. Antes del capataz actual, en la plantación había habido otro que no había respetado esa prohibición. El amo lo descubrió con una esclava negra y al momento los mató a ambos de un tiro, diciendo que no estaba dispuesto a tolerar bastardos mestizos con sangre negra y blanca en Rainbow Falls. Hizo aquello en presencia de su hijo Robert. Después de eso este nunca había intentado tocar a una negra en Rainbow Falls.

Y había también otra cosa que el amo no hacía: no dejaba que los esclavos murieran de hambre. Siempre había suficientes alimentos. La comida era monótona y básicamente consistía en mandioca, alubias, maíz y boniatos, pero al menos de eso había en abundancia. De vez en cuando tenían también mangos, papayas, dátiles y cocos, y recibían pescado, cangrejos y carne de tortuga y, aunque eso no ocurría con mucha asiduidad, era suficiente para mantener las fuerzas. En general, los esclavos de Rainbow Falls estaban bien alimentados. El amo no quería que nadie estuviera débil por falta de comida y que, por lo tanto, cortara poca caña al trabajar. Por ello procuraba que, tras los azotes, las heridas fueran atendidas.

El amo a menudo se jactaba de ser el que tenía menos mermas de negros de toda la isla. Con una excepción: William Noringham, el cual el año anterior había perdido menos esclavos aún. De todos modos, la cosecha de los Noringham había sido menor, porque sus esclavos no tenían tanto miedo al castigo y, por lo tanto, se esforzaban menos a la hora de trabajar. Muchos decían que, puestos a ser esclavos, mejor serlo para los Noringham porque allí no solo había suficiente comida sino que, además, apenas había latigazos.

Akin, sin embargo, no habría querido cambiarse por ningún esclavo de Summer Hill. Quería estar donde mejor podía alimentar la ira de su corazón y a la vez su cuerpo, para, en cuanto llegara el día de la libertad, hacer lo que el oráculo había predicho. Abass, como era el babalawo, lo había anunciado. Akin consagraría su espada a Ogoun, el señor del fuego, el hielo, la sangre y la guerra, y entonces, el día de la libertad, la bañaría en un mar de sangre.