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Aproximadamente a esa misma hora, otro hombre joven participaba también en una conversación importante. Sin embargo, a diferencia del capitán de fragata Haynes, a él no se le había dispensado una recepción especialmente cordial. No había jerez ni pastas, tan solo un saludo formal por parte de un funcionario del Parlamento rabadilla[1], el cual le ofreció un taburete para sentarse mientras que él, en cambio, se mantuvo de pie detrás de su pupitre para atrincherarse y, a la vez, adoptar una postura de superioridad con respecto a su interlocutor.

William Noringham se esforzaba en no demostrar la rabia que ardía en su interior al ver a aquel impertinente arrogante erigiéndose por encima de él; sin embargo, si no quería echar por tierra su solicitud, tenía que mantener la calma. Al cabo de unos minutos, se dio cuenta de que aquel tipo, aunque pertrechado con varias insignias y condecoraciones que informaban de su rango, no tenía voz ni voto. En la medida en que tuviera alguna potestad para actuar, esta se limitaba, con una probabilidad muy elevada, a transmitir las solicitudes de importancia y a desechar las que no lo eran.

William, por lo tanto, había hecho bien en formular también por escrito su petición contra el comercio de esclavos; al menos así se incrementaban las posibilidades de que llegase a las autoridades adecuadas. Estiró una pierna, pues estar sentado en aquel taburete le resultaba incómodo.

—El comercio de esclavos —explicó al funcionario, que lo miraba con aburrimiento— está adquiriendo proporciones espantosas puesto que los holandeses y los portugueses llevan cada vez más cantidad a las colonias. En Barbados pronto habrá más hombres negros que blancos. Y parece ser tan solo el principio.

—Sí, pero ¿no acabáis de decir que también sois propietario de una plantación de caña de azúcar en la que trabajan negros? ¿Cómo, entonces, podéis estar en contra de la esclavitud?

—Yo trato bien a mis esclavos —repuso William con frialdad—. Ninguno de ellos padece. Aunque personalmente la esclavitud me parece una atrocidad, también soy consciente de que sin el trabajo de los esclavos no se podría cultivar azúcar, ni algodón, ni tabaco en el volumen necesario para que el cultivo de las plantaciones sea lucrativo.

—Dicho de otro modo, ¿aprobáis en principio la esclavitud?

—En absoluto —repuso William con franqueza—. Sin embargo, ya que existe, al menos es preciso combatir los excesos más atroces. —Prosiguió en tono serio—. ¿Habéis presenciado alguna vez la descarga de un barco negrero?

—No. Como sabéis, en Inglaterra no hay esclavos.

—Bien, entonces permitidme que os diga que es la cosa más abominable que un cristiano puede imaginar. Cuando llega el barco, por lo menos una cuarta parte de ellos están muertos.

—¡Ah, ya entiendo! —dijo el funcionario—. Lo que a vos os interesa es la pérdida de valor de la mercancía. ¿Acaso habéis invertido en participaciones en barcos que luego os han perjudicado? —Sacudió la cabeza, pensativo—. En tal caso, deberíais tratarlo con el transportista correspondiente porque el gobierno no puede ser considerado responsable de estas mermas.

William, incapaz de permanecer por más tiempo sentado en aquel mísero taburete, se levantó airado.

—¡Es evidente que no queréis comprenderlo! —exclamó—. ¡Este tipo de comercio con personas no solo es una vergüenza! ¡Además es pecado! ¡Es un asesinato de inocentes con fines puramente lucrativos!

—Milord, no estoy sordo. No hace falta subir la voz de este modo. Por cierto, ya que mencionáis los beneficios, considerad también que vuestras ganancias dependen del comercio con los negros. Dado que vos, según decís, sois el propietario de una de las mayores plantaciones de Barbados, sin duda necesitáis muchos esclavos para cultivarla. ¿De dónde pretendéis obtenerlos si no es a través de tratantes de esclavos? ¿Cómo podéis reclamar por una parte el derecho a enriqueceros por medio del trabajo de los esclavos y, por otra, privar a los tratantes de esclavos que os los proporcionan del derecho a ganarse la vida con ello?

—Vuestro reproche está justificado. —William no era un hombre que cerrara los ojos a los hechos, y menos aún a aquellos de una evidencia tan meridiana—. Pero, sin duda, no es lo mismo intentar obtener ganancias y comportarse con los esclavos como personas que enriquecerse tratándolos peor que a alimañas. A los negros se los azota, se los maltrata, son marcados a hierro y son encerrados como si fueran ganado. Es más, si a sus propietarios se les antoja, los ahorcan en cualquier árbol sin que medie ningún tipo de juicio, o bien son conducidos hasta la muerte de algún otro modo igualmente atroz. Y no hay nadie que se oponga porque no hay ninguna ley al respecto.

—Por la información de que dispongo, la opinión general es que los negros no son personas sino que, en realidad, están más cerca de los animales. Basta tan solo con contemplar su aspecto físico para secundar este punto de vista.

William gimió por dentro. Si aquello era la nueva República de Inglaterra, mal iban las cosas.

Le pareció que había llegado el momento de sacar del bolsillo de la chaqueta la solicitud que había preparado y puso en la mano del funcionario el rollo escrito. Este lo tomó, vacilante, y lo contempló como si mordiera.

—¿Qué es eso?

—Si me lo permitís… Aquí está todo por escrito. En la primera parte he descrito la situación desde el punto de vista de los terratenientes de Barbados; en la segunda, he esbozado una tesis sobre el modo de abordar el problema de forma adecuada. Si lo hicierais llegar a quien corresponde, serviríais muy bien al interés común.

—Milord, ¿esta tesis vuestra coincide también con la opinión de los demás terratenientes de Barbados? —preguntó el funcionario.

—Por supuesto —mintió William—. Soy el presidente del Consejo de la House of Burgesses.

Esto, en cambio, era la pura verdad, si bien como tal él nunca había podido decidir nada, ya que hasta el momento en Barbados todos los terratenientes llevaban su negocio más o menos a discreción. A ello había que añadir el hecho de que la Cámara Baja, como nuevo poder del gobierno, jamás había reconocido al Consejo como gremio oficial. Para el gobierno inglés, Barbados solo era una de tantas colonias. Sin embargo, como productora de azúcar, la isla iba muy por delante de las demás y, si ahora él no desviaba la atención a otros problemas, tal vez no volvería a tener la oportunidad de hacerlo.

—Sir, lo que necesitamos y queremos de forma imperiosa son leyes obligatorias. Leyes que regulen el modo de transportar y tratar a los esclavos así como las premisas para obtener su libertad. —Al hablar enfatizó las palabras más importantes para destacar así la urgencia del asunto.

El funcionario asintió, pero William, muy a su pesar, no podía adivinar si lo había impresionado lo bastante. Había hecho todo lo posible, pero ¿era eso suficiente? Mientras abandonaba la estancia, empezaron a asaltarlo las dudas ya que el funcionario, después de dejar su escrito a un lado con negligencia, se había enfrascado en la lectura de otros documentos, antes incluso de que William hubiera cerrado la puerta tras de sí.

Aun cuando su solicitud fuera tramitada, suponer que los responsables del gobierno regularían por ley los derechos de los esclavos sería de una gran ingenuidad. Quien hacía negocios también quería ganar dinero. Más esclavos significaban más dinero. Por lo tanto, continuarían metiéndolos en un único barco, cuantos más mejor, pues el espacio en la bodega era caro. Las mermas ya entraban en los cálculos puesto que en cualquier momento se podía obtener mercancía de repuesto y de forma ilimitada. De ello se encargaban los portugueses, los cuales, con la colaboración de jefes de tribu corruptos, secuestraban a riadas de personas que llevaban desde el interior del país hasta la costa de los esclavos, donde los holandeses no tenían más que meterlos en sus buques. ¿Por qué razón los comerciantes ingleses harían otra cosa si así era rentable? ¿Por qué atarse las manos con leyes? Las grandes compañías comerciales disfrutaban de enormes privilegios y de un poder ilimitado, llevaban las riendas de la política; a fin de cuentas, solo regía un poder: el del dinero.

Una vez en el exterior, al aire libre, el tiempo era húmedo y frío. La constante llovizna y el viento gélido de febrero acentuaban de forma persistente el deseo de William de volver la espalda a Inglaterra cuanto antes. Su afán por conseguir una legislación obligatoria sobre el tema de la esclavitud no había sido, de hecho, el motivo de su viaje, pues este lo había satisfecho hacía tiempo: tras la muerte de su abuela se había tenido que ocupar de la liquidación de su legado. En menos de tres semanas había encontrado un comprador para la residencia familiar y había vendido los objetos de valor. Exceptuando unas cuantas transacciones comerciales de poca importancia, no había tenido mucho más que hacer.

Se levantó el cuello del abrigo y se esforzó heroicamente en no mostrar el frío que sentía castañeando los dientes, a la vez que se dirigía a grandes zancadas hacia el carruaje alquilado que lo aguardaba al otro lado de la calle. Para él, el frío era terrible. ¿Cómo podía la gente soportarlo durante mucho tiempo?

Estaba harto de Inglaterra. Nunca había sentido añoranza de su patria, pero no era de extrañar, pues apenas recordaba haber vivido en ella alguna vez. No recordaba ni siquiera si él tenía tres o cuatro años cuando sus padres habían decidido embarcarse hacia el Caribe.

Solo tenía un hogar: Barbados, la isla de Barlovento.