22

Elizabeth se agitaba de un lado a otro de su cama, incapaz de conciliar el sueño. Seguramente era medianoche, o quizá incluso más tarde. Había abierto los postigos para respirar mejor, a pesar del peligro de atraer con ello a los mosquitos. La luna llena asomaba redonda frente a la ventana.

Tal vez no podía dormir a causa de los tambores. Los compases vibrantes parecían dar vida propia a la noche. Su eco débil ejercía una atracción mágica en Elizabeth, era casi como si la llamaran.

Había preguntado a William qué significaba aquel tamborileo de los negros. Él le había explicado que los esclavos hacían los tambores con calabazas vacías y que en ocasiones bailaban a su son. Formaba parte de su religión y de las costumbres de su tribu, y le dijo que prohibírselo era como pretender arrebatarles su fe.

Aquella tolerancia encajaba muy bien con el modo de ser de William, así que no sorprendió a Elizabeth. Sabía que en otras plantaciones no se actuaba con tanta generosidad con los esclavos. Por regla general, no se les reconocía el derecho a practicar su religión. En algunas parroquias había habido iniciativas para que se bautizara a los negros y se les enseñara el padrenuestro, pero la mayoría de los terratenientes estaban en contra de eso porque no consideraban que los negros fueran lo bastante humanos para participar de las bendiciones de la Iglesia. Por consiguiente, era preferible aceptar el son de sus tambores y sus extraños ritos, siempre y cuando antes hubieran realizado su trabajo.

Elizabeth no soportó permanecer por más tiempo tumbada en la cama, así que se levantó y se acercó a la ventana abierta. Al sonido lejano de los tambores lo acompañaban el murmullo constante del oleaje y el susurro del viento en los árboles. Los ruidos y sones de la selva cercana impregnaban la noche. El chirrido constante de las cigarras. El chillido estridente de un mono, ese grito prolongado que parecía de otro mundo. Luego volvieron a oírse solo los tambores. Elizabeth inspiró profundamente y reconoció la extraña inquietud que había sentido ese día, estando en las cabañas de los esclavos. Rápidamente volvió la mirada a la cama de Anne, pero solo se oía su respiración regular. De forma impulsiva, salió a hurtadillas de la habitación y bajó por la escalera. El silencio reinaba en la casa. Los criados estaban en sus cuartos, y también los otros moradores de Summer Hill dormían profundamente. A excepción, claro, de Felicity, que todavía no había regresado, y de los esclavos que tocaban el tambor allí fuera, junto a los campos de azúcar. Elizabeth se preguntó si esa noche bailarían a su son.

Sintió el suelo de piedra frío bajo los pies descalzos. Por un instante pensó en volver a subir para calzarse, pero descartó la idea. Empujó la pesada puerta de madera y se apresuró a salir a la noche. Aunque estaba oscuro, no lo estaba tanto para no poder ver. La luna lo bañaba todo con una luz plateada y mate. Unos murciélagos pasaron siseando y batiendo las alas junto a ella; Elizabeth se sobresaltó, pero desaparecieron enseguida. La noche estaba cargada de misterios, y sintió como si el murmullo y los susurros de las hojas la atrajeran cada vez más profundamente hacia la oscuridad.

Elizabeth tomó el camino que llevaba a los campos de las cañas de azúcar y al alojamiento de los esclavos. Le pareció mucho más ancho que de día. Aunque el recorrido se le antojó infinito, avanzó sin vacilar, pasando junto a los cobertizos oscuros de la refinadora y el molino, y las cabañas de los irlandeses, que estaban agrupadas en torno a una plaza redonda. No se veía ni un alma. Un viento ligero se le coló por debajo de la camisa, y entonces cayó en la cuenta de que iba en camisón, pero eso no la inquietó lo más mínimo. Una extraña indiferencia se había apoderado de ella aunque, al mismo tiempo, sus sentidos se habían agudizado de un modo que no había experimentado nunca hasta entonces.

La brisa nocturna parecía haberse aliado con los susurros de las plantas para indicarle el camino. Allí, a la sombra de los árboles que crecían frondosos, estaba más oscuro que en la casa, pero era como si una parte de ella supiera adónde tenía que ir. El sonido de los tambores ahora era más fuerte, era una llamada que se repetía. Entonces vio a los esclavos. Estaban agrupados a la luz de una antorcha de una de las cabañas que se habían construido, allí donde antes, de día, había visto al babalawo. Este se encontraba también entre ellos. Elizabeth lo observó mientras tocaba el tambor, esa vez un instrumento enorme, mayor que el que había usado hacía unas horas.

Los negros bailaban y cantaban al ritmo del tambor; sus cuerpos oscuros y brillantes por el sudor se mecían de un lado a otro siguiendo el compás. Sus voces parecían repetir una y otra vez las mismas palabras incomprensibles, una secuencia incesante de sonidos guturales. Igual que el son de los tambores, su canto también era contenido, como si supieran que no podían hacer demasiado ruido porque, si no, su amo generoso se lo podría prohibir por estorbarle el descanso.

Entre todos ellos, Elizabeth distinguió también a Akin. Debería haberle sorprendido verlo allí pues, a fin de cuentas, él pertenecía a Rainbow Falls, que estaba a media hora a pie de Summer Hill. Sin embargo, incomprensiblemente, a ella le pareció normal que estuviera allí cantando y bailando. Su altura era la de un gigante. Agitando sus piernas vigorosas con fuerza arriba y abajo, y sacudiendo la cabeza adelante y atrás, Akin era ajeno al mundo a su alrededor. Fue entonces cuando Elizabeth reparó en la mulata. La joven estaba de pie, algo apartada del resto, con los brazos colgando flácidamente y el pelo suelto. Tenía la cabeza ladeada sobre los hombros, como si estuviera dormida.

Uno de los hombres dio un salto adelante. En la mano izquierda sostenía un objeto que se retorcía; en cuanto Elizabeth fijó la vista en ello vio que se trataba de un animal pequeño, tal vez una especie de conejo. En la derecha el hombre llevaba un machete, que clavó al punto en el animal y lo mató. Mientras el babalawo musitaba una cantinela exorcizante, el hombre hizo brotar la sangre del animal sacrificado delante de Celia; luego restregó el cadáver en los brazos desnudos de la chica y la manchó con la sangre. El sonido de los tambores se aceleró y, de pronto, la mulata comenzó a moverse. Empezó a agitarse, elevó los brazos a lo alto y sacudió violentamente la cabeza a un lado y al otro hasta que los mechones de su pelo apuntaron en todas las direcciones, mientras profería unos gritos que no parecían salir de una garganta humana.

Elizabeth quedó sobrecogida. Sentía las convulsiones de Celia en su propio cuerpo; sin embargo, no tenía miedo, solo estaba expectante. Luego todo cesó. La mulata se quedó quieta, inmóvil, y su cuerpo se tensó como la cuerda de un arco. Sus ojos de color del ámbar destellaban bajo la luz de la luna como si estuvieran iluminados por una lámpara. Dijo algo en tono autoritario; todos los negros callaron de inmediato y se quedaron quietos. Elizabeth estaba extasiada; el cuerpo ya no la obedecía, y los labios se le movían sin quererlo; musitó una serie de palabras, las mismas que Celia pronunció también. No le parecieron extrañas, porque procedían de su interior y, a la vez, de la profunda infinidad de la noche.

—El día está cerca —dijeron—. Los blancos son muchos, pero nosotros somos más. Los bosques se empaparán de su sangre. El cielo oirá sus gritos. El fuego devorará sus huesos. Y todo esto ocurrirá antes de la próxima luna llena. El día está cerca.

Celia dejó escapar a continuación un grito lastimero, y Elizabeth también gritó; le pareció que dentro de ella y a su alrededor todo se diluía para luego, un instante después, volver a dar cuerpo al mundo normal, casi como si acabara de despertarse de una pesadilla. Y quizá, en efecto, solo había sido un sueño, porque los negros habían desaparecido. Únicamente Celia estaba allí y se frotaba los brazos con un paño hecho jirones mientras se le aproximaba.

—Milady, ¿qué hacéis aquí?

Elizabeth, atónita, se quedó mirando a la mulata.

—Yo… no lo sé. ¿Dónde están los demás?

—¿Qué otros?

—Los esclavos. ¡Estaban todos aquí!

—Os equivocáis. Hace rato que duermen. ¿Por qué habéis venido aquí?

—Los tambores… He oído lo que decías.

—¿De qué habláis, milady?

—De eso que has dicho: «El día está cerca…».

Puestas en su boca, esas palabras carecían de sentido, parecían salidas de un sueño. Al pronunciarlas, se deshilacharon como la niebla en el viento y no supo cómo continuaban. Tal vez lo había soñado de verdad. Quizá esa era la sensación de los sonámbulos. Había oído decir que a muchas personas les pasaban cosas así. Resultaba imposible discernir entre lo que era cierto y lo que había sido un sueño. Todo parecía entremezclarse.

—¿Qué tienes en los brazos? —preguntó Elizabeth.

—¡Oh! Es grasa animal mezclada con unas hierbas que ayuda a ahuyentar los mosquitos. Por desgracia, si no me la pongo, se me comen.

—Esos tambores… —Elizabeth intentó dominar su confusión—. Los he oído todo el rato. ¿Por qué lo hacéis? ¿Por qué invocáis a vuestros dioses? ¿Qué os dicen?

La mulata cruzó los brazos en el pecho, como queriendo protegerse.

—No son mis dioses. Estoy bautizada y he sido educada en la fe cristiana. Los ritos paganos de los negros me traen sin cuidado.

Elizabeth quiso hacer más preguntas, pero su interior, de pronto, se había quedado vacío. Se sintió abandonada y sola.

—Lo siento —musitó. No sabía de qué se disculpaba, pero realmente sentía lo que decía—. Lo siento —repitió mientras se alejaba.

El barro del camino era duro, y los restos vegetales de las cañas de azúcar que había por doquier se le clavaban en las plantas de los pies. En algún lugar entre la maleza croó una rana. Elizabeth se sobresaltó al oírla.

Dio la espalda a la mulata y se alejó de ella rápidamente, tropezando en la noche; solo quería marcharse de allí, porque si se quedaba algo extraño podría apoderarse de ella y engullirla. Empezó a correr, cayó, volvió a incorporarse y siguió corriendo. Corrió y corrió hasta que chocó contra alguien que la agarró y la sostuvo con fuerza. Su grito fue ahogado por una mano que le tapó la boca.

—¡Por Dios, Lizzie!

Era Duncan. La había agarrado con los dos brazos. Ella había topado contra él a toda carrera y le costaba mantener el equilibrio. Suspiró de alivio.

—Duncan.

—¡Pssst! Tranquila. ¿Qué ha pasado? ¿Acaso los negros…?

—No —lo interrumpió Elizabeth—. ¡No, no, no!

Luego se echó a llorar, desconsolada. Duncan la sostuvo mientras ella mantenía la cabeza apoyada contra su pecho hasta que, al fin, logró sorberse la nariz y dejó de llorar. Agotada, permitió que Duncan la llevara hasta el borde del camino, donde hizo que se sentara en el suelo y apoyara la espalda en un árbol. Él se sentó a su lado y le pasó el brazo en torno a los hombros.

—¡Diablos, Lizzie! ¿Qué se te ha perdido por aquí?

Ella se secó las lágrimas de la cara y levantó la nariz.

—Eso mismo podría preguntarte yo.

—Te he oído gritar.

—¿Y cómo has sabido que era yo?

—No lo he sabido —admitió él—. Me he dado cuenta hace un momento, en cuanto te he visto.

—¿Por qué estás aquí? La reunión es mañana.

—Puede que antes quisiera verte.

—Mientes.

—Eso tú no lo puedes saber.

Elizabeth no replicó. Delante de ellos, en la oscuridad, asomaron unos puntos centelleantes y oscilantes, como estrellas que hubieran descendido a la tierra. Eran las luciérnagas en pleno ritual del apareamiento. Sobre ellos, en la copa del árbol, se oyó un siseo, tal vez de una serpiente. Elizabeth bajó la cabeza y se apretó contra Duncan, quien la atrajo hacia él en actitud protectora.

—No te preocupes. Yo te cuidaré. Y ahora, cuéntame lo que ha ocurrido.

—No lo sé —admitió Elizabeth. Se debatía contra el embrujo que ejercía la cercanía de él. Sentir su cuerpo cálido y fuerte tan próximo tenía un efecto fatídico en ella, pero no estaba dispuesta a sucumbir de nuevo a su atractivo—. Yo no podía dormir porque los tambores no paraban de sonar. Así que me he levantado y he ido hasta las cabañas de los esclavos. Y he visto a los negros. Celia estaba con ellos y… Ella estaba rara. Parecía haberse transformado en alguien… distinto. Entonces, de pronto, el encantamiento ha desaparecido y todos se habían ido. Es posible que simplemente lo haya soñado todo.

—¿Quieres decir que has deambulado como una noctámbula?

—Sí —dijo ella, aliviada—. ¡Habrá sido por la luna llena!

De forma inconsciente se apretó contra él, pero, al momento, volvió a apartarse. ¡No podía volver a cometer una y otra vez el mismo error!

—¿Estás enfadada conmigo, Lizzie?

Ella reflexionó un momento.

—No —dijo al fin.

—Bien. De todos modos quería decirte que lo lamento. Me he comportado como un sinvergüenza estúpido. Al parecer, estoy condenado a mostrarte continuamente mi lado más mezquino.

Elizabeth cayó en la cuenta de que Duncan bromeaba solo en parte.

—¿Así que tienes también otro lado? —repuso con un tono igualmente distendido.

Sin embargo, también esa pregunta iba más allá de la simple burla, y Duncan sin duda lo intuyó porque el tono de su respuesta fue serio.

—Se dicen muchas cosas sobre mí —explicó—: que soy un pirata y un asesino, un aventurero sin escrúpulos y un negociante que solo mira por su propio interés. Y también se comenta que soy un hombre sin moral ni remordimientos.

—¿Y eso no es cierto?

—En parte sí, está claro. Hay personas que han muerto por mi mano, pero siempre ha sido en batalla. No hay duda de que soy un pirata: robo barcos y pertenencias a otras personas y las abandono en alta mar. En la medida en que ellas mueren por eso, yo soy, ciertamente, su asesino. En ese sentido, la patente de corso no cambia mucho las cosas. El reproche más acertado es decir que soy un negociante, ya que, con el tiempo, el comercio se ha convertido en mi fuente principal de ingresos. El último barco que abordé fue hace un año y medio, y eso solo porque su capitán fue el primero en abrir fuego. Desde entonces únicamente me dedico a los negocios, sobre todo en Barbados, y con unos márgenes de beneficio que seguramente más de uno tacha de deshonestos. Pero no soy un hombre sin remordimientos. En mi vida he lamentado muchas cosas en cuanto las he cometido.

—Lo nuestro… ¿también lo lamentas? —preguntó ella.

—¿Tú sí?

—He preguntado primero.

—Es cierto. —Él siguió hablando sin vacilar—. No. No lo lamento. Aunque debería.

—¿Por qué? ¿Porque estoy casada?

Duncan se echó a reír.

—Eso, en las mujeres, nunca me ha inquietado —repuso él negando con la cabeza—. No. Por otros motivos.

Elizabeth sintió un escalofrío.

—¿Tiene que ver con esa historia? ¿Esa del… pasado?

—Aquella vez, cuando viniste a la casa de campo, debería haberte ahuyentado —dijo él—. Pensé que solo querías utilizarme, pero yo también quería hacer lo mismo contigo.

—No quería… Yo no había estado con ningún hombre antes que contigo.

—Sí, pero eso entonces yo no lo sabía. —Duncan vaciló y buscó las palabras adecuadas—. Tomarte allí fuera, rápido y sin consideración alguna, como a una mujerzuela… Erróneamente lo consideré como la oportunidad de hacer pagar a tu padre la injusticia que él había cometido con mi familia.

Ella quiso rebelarse y proteger a su padre. ¡Él no había hecho nada malo! ¡Le dijo que había sido un accidente! Sin embargo, aguardó en silencio para acabar de oír lo que Duncan tenía que decir.

—En cierto modo yo le había avisado, ¿sabes? El año en que tu madre y tus hermanos murieron, lo abordé y me di a conocer como aquel niño de antes a cuyos padres él había echado de sus tierras. Le pregunté cómo se sentía sufriendo de ese modo. Él se tocó el pecho y respiró con dificultad; pero luego se recuperó y me propuso una compensación. —Duncan rio sin alegría—. Yo le di la espalda y me marché, pero antes le dije que eso era demasiado fácil para él. Lo que él había hecho a mi familia no podía compensarse con la muerte rápida de un anciano. En cambio, le dije, él tenía una hija joven y guapa. Dicho esto, me alejé de él para siempre.

Elisabeth resolló.

—¿Cómo pudiste ser tan cruel?

—Escúchame hasta que termine, Lizzie —le rogó—. Eso es solo una parte de la historia. Lo importante de verdad ocurrió mucho antes, hace veintisiete años. Entonces yo tenía cuatro años. Ya te conté cómo empezó todo. El capataz de tu padre, ayudado por un par de lacayos, arrojó de nuestra casa de campo a mis padres y a mi abuela a golpes de vara por no haber pagado el arriendo. Mi abuela sufrió unos golpes tales que murió al poco tiempo a resultas de ellos.

—¡Fue un accidente! —exclamó Elizabeth con vehemencia—. ¡Mi padre lo dijo!

—No. No fue un accidente. Yo estaba allí y vi cómo ocurría todo ante mis ojos. La molieron a palos porque no salía con rapidez de casa. Le dieron un golpe en la cabeza que la dejó inconsciente, y ya no se despertó. —Duncan prosiguió el relato en voz más baja—. Nos escondimos en casa de unos parientes de mi padre, en el pueblo de al lado. Pero ellos eran tan pobres como nosotros y no podían ayudarnos. Pasamos mucha hambre. Todavía recuerdo la sensación dolorosa y corrosiva en las entrañas. El hambre duele, Lizzie. De haber podido quedarnos en la casa de campo, al menos habríamos tenido la opción de utilizar el bote y pescar, o recoger manzanas en el huerto. Pero de ese modo… Llegamos a comer paja, Lizzie. Mi madre estaba en avanzado estado de gestación.

Elizabeth, horrorizada, lo miró de lado. A la luz de la luna, el rostro de Duncan era duro e impertérrito.

—¡Mi padre jamás habría tolerado que sus arrendatarios pasaran esa miseria!

—Bueno, según él, no podía hacer otra cosa, porque la justicia así lo exigía.

Elizabeth se acordó de que su padre, en efecto, había dicho algo parecido. De pronto se quedó helada.

—Eso no fue todo —prosiguió Duncan—. Mi madre temía que muriésemos de hambre y urdió un plan audaz para pedir clemencia al vizconde. Así que, de espaldas a mi padre, porque no se lo habría permitido, fue a Raleigh Manor para arrojarse a sus pies y suplicarle. Lo hizo justo cuando tu padre regresaba de una cacería. La atropelló con el caballo, y este la pisoteó. Mi madre murió en el acto.

Elizabeth estaba inmóvil. Era incapaz de decir nada. Aquel era el accidente que su padre le había contado. Iba a decírselo a Duncan, pero él se le adelantó con las siguientes palabras:

—Mi padre se debatía de dolor y de rabia. Se armó con una lanza e intentó matar al vizconde. Tu padre, sin embargo, fue más rápido que él. De hecho, en esa época era muy ágil con la espada. Mi padre, en cambio, era un pescador hambriento y endeble al que cualquier brisa habría podido tumbar. El vizconde lo atravesó con su arma como si fuera un pedazo de carne. Mi padre murió desangrado a sus pies.

A Elizabeth le habría gustado poder taparse las orejas. ¿Cómo podía soportar oír esas cosas sobre su propio padre?

—Entiendo que lo odiases tanto —dijo trabajosamente—. Pero yo a ti nunca te había hecho nada.

—¿Piensas acaso que no lo sé? Sin embargo, cuando apareciste en la vieja casa de campo tan bien dispuesta no pensé más que en aprovecharme de la situación. Me pareció que era buena ocasión de mortificar, de algún modo, a tu padre a conciencia.

—¡Yo no estaba bien dispuesta! —repuso ella, enojada.

—Lizzie, tenías tantas ganas de hacerlo conmigo como pocas veces he visto antes en una mujer. De verdad que creí que querías pasar un buen rato antes de tu boda.

—¡Oh! —Irritada, ella intentó apartarlo de sí con un empujón—. ¡Suéltame! ¡Eres un miserable, engreído, repulsivo, asqueroso…! —No se le ocurrieron más palabras para describirlo adecuadamente.

—Todo eso ya ha pasado, Lizzie —repuso Duncan ajeno a los forcejeos de ella. Seguía sosteniéndola por el hombro con el brazo—. Para mí todo resultó mucho más llevadero cuando tu madre y tus hermanos murieron. Y también cuando, tras el cambio de gobierno, tu padre temió por su vida. Siempre supe cuál era su situación. En cuanto tuve noticia de su muerte puse fin para siempre al pasado.

Elizabeth le oyó decir esas palabras con irritación. ¿Cómo podía él sentir alivio por algo que a ella le había roto el corazón? De todos modos, ¿cómo no sentir tal cosa después de todo lo que le había ocurrido a su familia? En medio de esa aflicción, optó por refugiarse en el sentimiento que le resultaba más tangible: la ira.

—Así pues, puedo estar contenta de que aquella noche en la playa no estuvieras conmigo por rabia sino por deseo —dijo ella con todo mordaz.

—En mí el deseo siempre ha estado presente —repuso él.

—¿Y esa vez en el barco? ¿También fue para alimentar tu ira?

Él gimió de forma contenida.

—Lizzie, ¿es preciso continuar hablando de esas historias pasadas?

—¡Sí! ¡Si quieres ser sincero, sí! A ver, ¿por qué volviste a acercarte a mí en el barco?

—Si te lo digo, podrías disgustarte.

Ella se echó a reír en desacuerdo.

—Para eso yo debería albergar sentimientos profundos por ti. Algo de lo que, no me cabe duda, carezco. Me resultas absolutamente indiferente, y espero de corazón que no te hagas ilusiones al respecto. —Y, con dureza, añadió—: Lo único que me ha atraído de ti es tu nabo. —Esas palabras suyas le parecieron obscenas, pero le confortó poder ponerlo en su sitio y ver cómo se sobresaltaba.

—De acuerdo —repuso él en tono belicoso—. Al menos ahora lo admites por fin. Pues ya que lo quieres saber… organicé ese encuentro en el Elise para demostrarme a mí mismo y también a ti que puedo tenerte siempre, cuando y donde quiero. Igual que a cualquier otra mujer.

Elizabeth estaba horrorizada.

—¿Eres capaz de decirme eso a la cara?

—Tú lo has querido.

Ella fue a levantarse, pero él la retuvo.

—Espera. En realidad, no fue de ese modo. Al menos, en gran parte no fue así. Lo que acabo de decirte no es más que una excusa.

—¿Una excusa?

—Sí. Necesito una justificación, cualquiera, que no me haga verme a mí mismo tan rematadamente débil. —Duncan permaneció un instante callado. A continuación concluyó diciendo con ironía—: Me temo que estoy perdidamente rendido ante ti.

Elizabeth alzó la cabeza.

—Viene alguien.

Al instante él se levantó y la ayudó a incorporarse.

—¿Quién anda ahí?

Era la voz de William Noringham. Llevaba un fanal consigo pues su luz débil oscilaba en el camino por detrás del recodo más cercano.

—No puede vernos juntos —susurró Elizabeth.

—No te preocupes —respondió Duncan también en voz baja. Se inclinó hacia ella y le posó apasionadamente los labios en la boca antes de que pudiera rechazarlo—. Me voy. Ya hablaremos en otra ocasión.

Elizabeth se quedó en silencio en medio del camino mientras Duncan se ocultaba entre la maleza.

—Soy yo, William —exclamó Elizabeth—. Me temo que me he perdido.

William apareció ante ella; vestido con su camisa blanca, su figura delgada tenía un aspecto pálido y fantasmagórico; su cara, iluminada por el fanal, reflejaba con su expresión tanto preocupación como alivio.

—¡Elizabeth! ¡Por todos los cielos! ¿Qué hacéis aquí fuera, en mitad de la noche? Llevo mucho rato buscándoos. Felicity me ha alertado. Al parecer, ella se ha despertado y ha reparado en vuestra ausencia.

—Oh, ¿de veras? He salido solo a estirar un poco las piernas, pero me he desviado del camino. ¡Qué bien que me hayáis encontrado!

—¡Desde luego! ¡Nunca se sabe quién puede andar a estas horas de la noche cerca de la jungla!

Solícito le ofreció el brazo para que ella pudiera apoyarse en él y juntos regresaron a la casa.