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Felicity estaba sola junto a la barandilla de la cubierta de popa. El capitán se había retirado a la cubierta de camarotes. Como siempre, se colocaría junto a la gran mesa que había y estudiaría esos mapas marinos suyos, llenos de líneas y signos de apariencia confusa. Como también hacía de forma habitual, luego iría a hablar con el timonel. Felicity no había entendido al principio cómo un barco tan inmenso podía ser gobernado con un timón tan ridículamente pequeño, pero el capitán, desde el balcón exterior situado detrás de su camarote, le había enseñado el auténtico y gigantesco timón, el cual iba unido al de la cubierta por medio de una especie de sistema de varillas.

A Felicity le habría gustado pasar horas ahí fuera con él, contemplando sin más la puesta de sol. Bajo aquella luz rojiza, el espejo del barco, repleto de magníficas tallas doradas, parecía arder en llamas, igual que ella en esos instantes en que el capitán la había tomado suavemente de la mano. Por desgracia, no había pasado mucho tiempo antes de que él partiera a toda prisa a su próxima tarea. Constantemente tenía que estudiar mapas, dar órdenes, verificar el rumbo, mirar por el catalejo, hablar con sus oficiales e inspeccionar el barco. Bien a pesar de Felicity, las oportunidades de estar a solas con el capitán eran escasas, como también lo eran las conversaciones que podían mantener, siempre demasiado cortas. Él se tomaba muy en serio su trabajo, algo que nunca podría valorarse lo suficiente, puesto que de eso dependía la vida de todos. Aun así, lo que de verdad molestaba en gran medida a Felicity era que el poco tiempo libre de que él disponía encima lo perdiera departiendo con esos comerciantes holandeses, hablando del tiempo y de los negocios, máxime porque ella no comprendía ni una palabra de lo que decían mientras aguardaba educadamente en segundo plano a que concluyera aquella cháchara superficial. No soportaba a esos dos ricachones, con sus vestiduras tan negras y formales, en especial al más gordo de los dos, quien ya el primer día le había acariciado la rodilla sin ningún disimulo. Ella le había dirigido una mirada tan airada, que él se abstuvo de hacer más avances; sin embargo, Felicity notaba que los ojos se le iban hacia ella a la menor ocasión. Lo mismo podía decirse de los oficiales, e incluso del pastor. Según sabía Felicity, todos, sin excepción, creían que las mujeres a bordo no traían más que desgracias, que eran peor incluso que Jonás, el de la Biblia. No obstante, siempre que la veían se la comían con los ojos y en ellos no brillaba precisamente la intención de querer arrojarla por la borda para librarse de ella, sino todo lo contrario. El único hombre que no la miraba allí con un interés inequívoco era Harold. Llamarle así aún le resultaba difícil, lo mismo que a Lizzie. Esta, sin embargo, se alegraba mucho de no tener que dirigirse a él como «padre», puesto que él había rechazado ese tratamiento de forma tajante y brusca, y había insistido en que lo llamaran por su nombre de pila.

«Para vosotras yo soy Harold a secas», les había dicho a las dos; la expresión de su rostro dejaba muy claro que no estaba dispuesto a tolerar ninguna oposición. Algo que, por otra parte, habría resultado absurdo.

Cuando miraba a Felicity, en los ojos de él no había admiración masculina, sino más bien una inquietud expectante, cautelosa. Sobre todo cuando Robert estaba cerca de ella. ¡Robert! ¡Así se lo llevara el diablo! Harold no podía pensar en serio que ella sería capaz… Felicity apartó rápidamente de sí ese pensamiento. Era demasiado absurdo. Cualquiera con dos ojos en la cara tenía que darse cuenta de que ella no era la que coqueteaba. Y, si lo hacía, no era con Robert. Él era para Felicity una especie de cuñado, algo que, ya de por sí, era bastante malo. ¡Pobre Lizzie, si ella supiera! Felicity había sopesado repetidamente la posibilidad de decírselo, pero hasta ese momento las pruebas que tenía era demasiado vagas. Si Robert se hubiera ido con una de las francesas al camarote de ellas… Sin embargo, aquellas mujeres se lo habían quitado de encima pues, como todo el mundo a bordo sabía, estaba recién casado y su joven esposa, afectada por el mal del mar, no hacía otra cosa que vomitar.

En cambio, aquellas francesas llevaban a esa especie de empalizada, mal llamada cabina, a todos demás hombres que tenían acceso habitual a la cubierta de popa: el navegante, el cañonero, el doctor, incluso uno de los dos ricachones, y a Felicity no se le había escapado que la pelirroja lo había intentado con el capitán. Durante la comida ella le había hecho ojitos, y él le había respondido con guiños bienintencionados. En cualquier caso, Felicity estaba alerta para que aquello no fuera más allá. Llegaba incluso a mantenerse despierta de noche cuando sabía que él estaba en cubierta con los oficiales de guardia.

Así había descubierto que en una ocasión Harold se había marchado con esa Vivienne. Seguramente él creía que nadie se había dado cuenta porque había sido en plena noche pero, a la mañana siguiente, Felicity había oído a Vivienne hablar sobre aquello con las otras tres mujeres. El francés de Felicity era excelente ya que su ama de cría procedía de Languedoc.

A la postre, eso venía a mostrar que todos los hombres (excepto, por supuesto, el capitán Vandemeer) estaban a merced de sus instintos más bajos, incluso un caballero viejo y casado como Harold. Bien mirado, en realidad no era tan viejo: tenía cuarenta y siete años. Era alto y corpulento, y su rostro moreno poseía cierto atractivo masculino. Sí, Felicity se atrevería a decir incluso que, de algún modo, él resultaba más apuesto que su hijo. En muchos sentidos, Robert parecía demasiado directo e inmaduro. Tenía un rostro agraciado que captaba de inmediato la atención de todo el mundo, pero a Felicity siempre le habían gustado más los hombres de cara angulosa y masculina.

En ese sentido, Harold y Robert Dunmore no solo eran distintos en su modo de ser, sino también en su aspecto físico. Robert era un palmo más alto que su padre, si bien su aspecto era más desgarbado; además, era rubio, mientras que Harold tenía el pelo oscuro. Comparados, eran tan distintos como la noche y el día. En una cena Robert había comentado que por su cabello claro y su porte delgado se parecía más a su madre, la cual, según se decía, había sido en su juventud una belleza muy celebrada. Al oír aquello, Felicity no había podido reprimir una sonrisa burlona. Pensó que Robert le recordaba a alguien, pero no sabía quién. Más tarde, tras acostarse para dormir en su hamaca junto a Lizzie, le vino a la cabeza: Robert era como el joven Narciso de la leyenda griega, tan hermoso que, atraído por el reflejo de su propia imagen, fue condenado a contemplarse a sí mismo por toda la eternidad.

¡Ah, ojalá así fuera! Una propensión como esa sería mucho más llevadera que aquella otra que tanto parecía costarle dominar. Bueno, eso si realmente él se esforzaba por dominarla. Felicity se quedó ensimismada, mirando las aguas de color azul grisáceo que se abatían agitadas entre murmullos contra los costados de madera del barco mientras el Eindhoven, infatigable, se abría paso entre las olas del océano. Robert ya la había rondado en dos ocasiones. La primera vez, cuatro días atrás, él le había dedicado unos cumplidos alabándole su piel delicada y sus bellos ojos y, como sin querer, le había acariciado el brazo mientras permanecía junto a ella. En el primer momento Felicity no quiso creerlo, pero cuando las intenciones de Robert fueron evidentes ella se alejó, horrorizada. En la segunda ocasión, que había sido el día anterior, él se había lamentado de su soledad y de la prolongada indisposición de Lizzie. Acto seguido le había rozado ligeramente la cadera con la suya y luego le había acariciado la mano. Felicity, paralizada, se quedó mirándole los dedos y luego apartó la mano como si acabara de quemarle.

—¿Qué haces? —lo reprendió—. ¿Por qué me coges?

Robert adoptó una mirada inocente.

—¿A qué viene esto? ¡Si solo estamos hablando! ¡Por Dios! ¿Por qué me acusas? ¡Únicamente te he tocado la mano de modo fraternal!

Desde entonces ella procuraba no acercarse a él, por lo menos si estaba sola.

Recorrió la cubierta con la mirada. Instantes atrás Robert estaba de pie junto a Claire, la pelirroja, pero ahora, de pronto, había desaparecido. Harold subió la escalera que llevaba a la cubierta principal con expresión sombría. Felicity pensó que aquello no auguraba nada bueno.