46
Duncan renegaba una y otra vez mientras se trasladaba a tierra desde el Elise. El cañonazo inesperado desde el puesto de artillería situado en lo alto de la bahía ponía en peligro todos sus planes. Más tarde sabría que, en realidad, el comandante del baluarte había tenido un contratiempo y, queriendo comprobar la carga, había disparado por accidente.
Fuera donde fuese el lugar del impacto, la oscuridad no le dejaba ver si había causado daños y el alcance de los mismos. Eso solo se sabría con la salida del sol. Posiblemente ese disparo repentino provocaría el estallido la guerra antes de que se iniciaran las negociaciones. Como no podía ser de otro modo, la respuesta de la flota del Parlamento no se hizo esperar: de lejos, en el mar, refulgió un fogonazo y, acto seguido, la tierra tembló por el impacto de varios proyectiles. Duncan aguzó el oído y comprobó, para su alivio, que la artillería de la flota había disparado sin apuntar a la ciudad, con la clara intención de demostrar fuerza más que de provocar destrozos. Con todo, en tierra la confusión era mayúscula; la gente corría despavorida de un lado a otro. En lugar de regresar remando al Elise, Duncan fue al local de Claire para distraerse tomando ron.
En la barra el trajín era indescriptible, los hombres se peleaban a gritos para hacerse con los mejores sitios. El local estaba cubierto por una nube de humo de tabaco, que se mezclaba con un intenso olor a sudor y a ron. A los parlamentarios de Cromwell se les auguraban las peores torturas si osaban poner un pie en tierra. Lejos de la barra, unos soldados muy borrachos habían formado un corrillo y debatían la posibilidad de salir de noche en bote de remos hasta el buque insignia e incendiarlo con unas antorchas. Uno de ellos explicaba con orgullo que su abuelo le había enseñado a hacer fuego griego y afirmaba que de ese modo incluso la madera mojada ardía como la paja.
Los hombres que se agrupaban en torno a las mesas de dados o de cartas no iban menos bebidos. El ambiente estaba caldeado e impregnado de una violencia latente. Un marinero escupió intencionadamente tabaco de mascar en la punta del zapato de Duncan y luego se irguió con actitud desafiante. Duncan apartó a un lado su chaleco y mostró al tipo su pistola. Vivienne, que estaba sentada junto a una de las dos mesas de cartas, le guiñó un ojo con alegría. Duncan respondió al saludo con menos entusiasmo y pidió a la muchacha de la barra que le sirviera un vaso de ron.
Un tipo enorme bajó por la escalera estrecha del establecimiento. Solo tenía un ojo y llevaba la cavidad vacía tapada con un parche negro. Una maraña espesa de cicatrices pálidas cubría su rostro desagradable y su cuerpo musculoso. Tenía los puños grandes como la cabeza de un niño, y su tronco, tapado solo por un chaleco mugriento, era grueso como un tonel. Se llamaba Jacques y era el guardaespaldas de Claire. Él siempre permanecía cerca de la joven, estuviera ella donde estuviese, sola o acompañada.
Claire Dubois bajó la escalera detrás de él, deslizándose como un hada, con un vestido de escote pronunciado y muy atrevido, y con un corpiño tan ajustado que los pechos le quedaban casi totalmente suspendidos; aquello atrajo por un instante muchas miradas hacia ella, y el vocerío aumentó de forma notable. Llevaba la cabellera rizada y pelirroja elegantemente peinada al estilo griego, y su rostro bello, de hermoso perfil, mostraba una sonrisa feliz, casi eufórica. Era evidente que el negocio le iba realmente bien. En ese momento los clientes más adinerados hacían cola para requerir los servicios íntimos de Claire.
—Eso es lo que hace la guerra antes de estallar de verdad —había explicado ella a Duncan al mediodía, cuando él la había visitado para un breve intercambio de información—. Todo el mundo quiere disfrutar como si no hubiera un mañana. Y además, están dispuestos a pagar bien.
Chez Claire era una verdadera mina de oro, no solo por lo pecuniario, sino también en lo referente a la información importante de la isla. Tanto si se trataba de hechos recientes como futuros, Claire siempre era una de las primeras en tener noticias. De ese modo Duncan había sabido que los cuatro buques portugueses que había anclados en el puerto pretendían en las próximas noches acometer un ataque al borde de la bahía. Además, algunos capitanes franceses sopesaban la posibilidad de hacer causa común con la flota parlamentaria y poner su artillería a disposición del almirante. Por otra parte, Eugene Winston, el sobrino del gobernador, abrigaba planes para derrocar a su tío en un golpe de mano y entregarlo a Ayscue, con la esperanza de obtener, como compensación por tanta astucia, su nombramiento como nuevo gobernador o, por lo menos, presidente del Consejo. Posiblemente Claire tuviera otras noticias para Duncan. En todo caso, su rostro así lo dejaba entrever.
Jacques abrió paso a su señora por la sala con un par de empujones bien dirigidos. El gigante francés golpeó en la cabeza a un marinero que se atrevió a tocar a Claire, a raíz del cual el galán impertinente levantó la vista hacia el techo lleno de humo y cayó al suelo, inconsciente. Jacques pasó por encima de él sin inmutarse y siguió apartando más borrachines. Cuando llegó frente a Duncan se hizo a un lado y cedió el sitio a Claire.
—¡Tengo algo que contarte! —gritó ella para hacerse oír por encima del ruido—. ¿Vamos arriba?
Duncan negó con la cabeza. Los tiempos en que él frecuentaba la proximidad de su lecho eran historia.
—Mejor vamos afuera.
Juntos salieron del local. A pocos pasos de ellos, en el callejón, había tumbados en el suelo dos hombres completamente borrachos que bloqueaban el paso. Claire hizo una señal a Jacques y este tomó a la vez los dos cuerpos bañados en alcohol y los arrastró del cuello hacia un lado. Cuando uno de aquellos molestos trasnochadores le cayó delante de los pies, lo golpeó casi con desgana y lo arrojó contra el otro. Al instante siguiente, el ensordecedor fuego de artillería rasgó la noche y un silbido estridente los sobresaltó: una bala de cañón pasó por encima sus cabezas, a unos tres metros y medio del tejado del local.
—Mon Dieu! —exclamó Claire.
—Es solo para desmoralizar —la tranquilizó Duncan—. Han disparado demasiado alto expresamente. El comandante de arriba, en el bastión, también se ha dado cuenta. Ya no dispararán más. Por otra parte, con esta oscuridad no pueden atisbar ni un solo barco de la flota. —La miró con expresión inquisitiva—. ¿Qué novedades me traes?
—Eh bien, querías que te informara de inmediato si sabía algo de interés sobre Harold Dunmore. Pues bien, hoy ha estado aquí, poco después de abrir. Iba desaseado, estaba muy cansado y llevaba la ropa manchada de sangre. Le he preguntado en broma si había matado a un cerdo y él me ha dicho: «No a uno, a varios». Lo he mirado con incredulidad, y él me ha explicado que dos o tres esclavos huidos lo habían atacado y que él les había dado su merecido.
—Es una lástima que les haya salido tan mal. ¿Y qué quería él de ti?
Claire arqueó una ceja con ironía.
—Pues lo mismo que todos. Pero no se le levantaba. Le he dicho que no importaba, que viniera otra vez, pero entonces él se ha derrumbado y ha empezado a lloriquear como un niño diciendo: «Yo no quería hacerlo. Nada de eso. Estoy condenado para toda la eternidad». Yo le he dicho: «Mon cher, todos iremos al infierno, ¿a quién le importa?». Luego le he preguntado por qué exactamente iba a ir él al infierno. Pero entonces solo ha dicho algo de «poner fin a ese juego» y se ha ido. He pensado que quería jugar a las cartas, pero se ha ido.
Duncan se sintió tremendamente inquieto y decidió asegurarse de inmediato de que Elizabeth estuviera bien. No se fiaba ni un ápice de aquel tipo, y menos aún después de lo que Claire le había contado sobre su extraño comportamiento.
—¿Adónde vas? —preguntó Claire un poco molesta al ver que pasaba por encima de uno de los borrachos y se alejaba—. ¿Cómo puedes marcharte de aquí sin decir ni una palabra?
—Lo siento, pero es que tengo que… —Se quedó quieto, como clavado en el suelo. Ante él un caballo dobló la esquina a toda prisa con Elizabeth a horcajadas.
Con la melena suelta sacudiéndose al viento y las faldas recogidas hasta la rodilla, su aspecto era el de una némesis a caballo. Tiró de las riendas de la yegua con fuerza y saltó de la silla antes incluso de que Pearl se hubiera detenido por completo. Los ojos le centelleaban de rabia mientras miraba alternativamente a Duncan y a Claire.
—¡Maldito canalla! ¡Debería haberlo figurado!
—Ahora mismo iba a ver cómo estabas —dijo él.
—Sí, claro, ¿y qué más? —Elizabeth se lo quedó mirando con enojo.
—Si no me crees, pregúntaselo a Claire. Ahora mismo me iba.
—Es cierto —corroboró la francesa.
Elizabeth se negaba con obstinación a dirigir su atención a aquella mujer, pero no pudo impedir que los ojos se le fueran hacia ella. Claire, cómo no, tenía que estar tan hermosa como siempre que uno se tropezaba con ella, como una joya distinguida y brillante, con su vestido blanco y esa cara que haría llorar de envidia a cualquier ángel… Excepto que su sonrisa resultaba más irónica que solícita. Casi parecía estar disfrutando con aquella situación. Sin embargo, Elizabeth recordó por qué estaba allí. No era momento para tener un ataque de celos. Tragó saliva pues el nudo que sentía en la garganta desde que había regresado de Oistins le impedía hablar.
—Johnny ha desaparecido.
—¡Cómo! —exclamó Duncan casi a gritos.
—Harold lo ha dejado al cargo de Miranda. Acabo de ir allí, pero Harold se me ha adelantado. Lo ha recogido de nuevo, y no lo encuentro por ninguna parte.
—¿Cómo has podido entregarle el pequeño a él?
—¡Me lo ha arrebatado! —gritó Elizabeth.
Entonces perdió el control de sí misma. Estalló en lágrimas y ocultó el rostro entre las manos, incapaz de construir una frase coherente. Duncan la abrazó y ella se lo consintió, aunque instantes atrás lo había odiado con toda el alma por ir con aquella mujerzuela. Intentó explicarle lo ocurrido, pero su balbuceo impedía que Duncan pudiera formarse una idea de lo ocurrido. Tuvo que preguntarle varias veces hasta que ella se lo hubo contado todo.
—¡Tienes que encontrar a Johnny! —exclamó Elizabeth entre sollozos al terminar.
—¡Y a fe que lo haré! ¡Aguarda aquí!
La soltó y desapareció dentro del local. Elizabeth hundió el rostro cubierto de lágrimas en el cuello de Pearl porque no quería que la francesa fuera testigo de su dolor. Duncan regresó al instante. Iba acompañado de dos hombres de su tripulación, el descomunal contramaestre John Evers y un tipo de aspecto no menos peligroso al que le faltaba media oreja y todos los dientes de delante.
—¡Traedme a Dunmore aquí, tanto si quiere como si no! —les ordenó Duncan—. ¡No volváis sin él!
Ambos partieron con una antorcha en la mano y desaparecieron tras doblar la esquina de un cuchitril inclinado. Duncan quitó a Elizabeth de las manos las riendas de la yegua y se montó en la silla con toda naturalidad.
—También yo voy a buscarlo. Si no encuentro a Dunmore en la ciudad, iré hasta la plantación. Tiene que estar en algún lugar.
Pearl volvió la cabeza, inquieta ante el peso desacostumbrado de aquel jinete desconocido, pero Duncan la sometió de inmediato presionándola con los muslos. Tras hace girar la yegua sobre sí misma, volvió la mirada hacia Claire por encima del hombro. Su rostro era impasible.
—¿Puedes cuidar de Lizzie hasta que yo regrese?
—Como siempre, tus deseos son órdenes para mí —respondió la francesa. Su tono era burlón pero, a la vez, en cierto modo, indulgente, cariñoso.
—¡Soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma! —objetó Elizabeth en tono glacial mientras Duncan se alejaba a toda velocidad.
—No me cabe la menor duda —repuso Claire—. Pero, de momento, es mejor que os pongáis bajo mi custodia. Esta zona no es la ideal para una dama noble.
Discretamente señaló a un borrachín que acababa de salir del local y que se desplazaba trazando grandes eses mientras se alejaba arrastrando los pies y cantando.
Horrorizada, Elizabeth vio que se trataba del reverendo Martin. Delante de él apareció entonces otro hombre que llevaba del brazo a una morena muy risueña y con un pecho al aire. Al pasar, intentó atrapar ese botín que se bamboleaba al alcance de su mano, algo que hizo estallar a los dos hombres en una carcajada sonora. Dos tipos cargados de cerveza, que avanzaban dando tumbos de un lado a otro agarrados del brazo, se detuvieron y quisieron participar también del juego, algo que no agradó al acompañante de la mujer. Al instante surgió una pelea salvaje. Elizabeth oyó el crujido carnoso de una nariz al romperse; por desgracia fue la de la mujer, que había tenido la mala fortuna de encontrarse entre los dos bandos. La sangre le caía por la barbilla, ensuciándole el pecho que había provocado todo aquello.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Elizabeth, consternada—. ¿No deberíamos ayudarla?
Claire negó con la cabeza, impasible.
—No es ninguna de mis chicas. Ellas cuidan más de su nariz y de sus tetas. —Con un gesto seco indicó al enorme francés que regresara al local. Volviéndose a Elizabeth le dijo—: Venid conmigo.
Elizabeth la siguió. Tras pasar junto a los camorristas, tomaron un callejón que conducía a la parte posterior del local. Allí subieron por una escalera estrecha que llevaba a la planta superior. Claire abrió una puerta que daba a una habitación que dejó sin aliento a Elizabeth. La estancia rebosaba de cachivaches de todo tipo y tenía las paredes forradas de terciopelo rojo; el suelo de madera estaba cubierto con unas pesadas alfombras orientales. Sobre un anaquel había una fila de candelabros muy decorados y joyeros ornamentados junto a unas tallas de madera que solo a primera vista parecían figuras sagradas arrodilladas. En las paredes colgaban pinturas con escenas igualmente obscenas. En una se veía a varias mujeres solazándose con un hombre, claramente complacido, de todos los modos imaginables. Sin embargo, todo aquello no era nada comparado con la cama más impresionante que Elizabeth había visto en su vida. Ocupaba casi todo el dormitorio. Se preguntó sin querer cómo podían haber subido eso por la escalera estrecha, pero entonces cayó en la cuenta de que seguramente lo habían montado dentro de la habitación. Contempló en silencio el baldaquín con ribetes y borlas doradas así como el montón de almohadas de seda sobre el colchón y se preguntó sin pensar si acaso Duncan allí había… Por supuesto, se dijo. ¿Dónde si no?
Desde la planta de abajo se oían las canciones y el vocerío de la clientela ebria del salón; el ruido era tal que el entarimado del suelo vibraba. En ese momento Elizabeth quiso huir de allí, marcharse lo más lejos posible, pero no sabía adónde. La francesa había abierto otra puerta.
—Pasad aquí dentro —le dijo.
Sorprendida, Elizabeth la siguió hasta la habitación contigua, la cual no tenía nada que ver con la otra. En ella, colocada contra la pared, había una cama estrecha de sábanas blancas, y junto a ella había un pupitre con papel, plumas y un tintero. Completaban la habitación una butaca sencilla y un baúl para la ropa. El único lujo de la estancia era un pequeño reloj de pie situado en un rincón y un tocador elegante con todo tipo de utensilios, como peines de carey, pasadores decorados con piedras de fantasía, frascos de perfume refinados y otros tarros pequeños. Un suave aroma impregnaba el aire, olía a jabón de lavanda y a ropa recién planchada. Elizabeth se sentó, vacilante, en el asiento mientras Claire se mantenía a la espera, de pie junto a la puerta.
—¿Queréis que os haga traer algún refresco? —preguntó la francesa con educación.
Elizabeth negó con la cabeza sin contestar nada, pero luego recapacitó y recuperó su buena educación.
—No, gracias —se apresuró a decir.
—¿Dónde está Felicity? —quiso saber Claire.
—Espera en Dunmore Hall.
Elizabeth no mencionó lo mucho que le había costado a Felicity quedarse allí. El cadáver de Martha en la planta superior, el temor a que su asesino fuera a regresar… A pesar de que Elizabeth le había prometido solicitar ayuda a los soldados de la guarnición, su prima se hallaba al borde de estallar de nuevo en un llanto compulsivo. Puso unas monedas de plata en la mano de los dos mejores vigilantes que hacían la ronda, y que le parecieron merecedores de su confianza y aceptablemente sobrios, y les encargó que protegieran a su prima en Dunmore Hall; después partió al galope, como alma que llevara el diablo, en dirección este… Para luego saber, de boca de la asombrada Miranda, que Harold ya había ido a recoger al pequeño. «El pequeñín dormía —le había dicho Miranda—. El amo Dunmore lo ha tapado con la capa y se ha ido con él a caballo».
Elizabeth había perdido un tiempo valioso enviando un mensajero al Elise; sin embargo, mientras todavía aguardaba con impaciencia en el muelle a que Duncan acudiera, una voz interior le insinuó que pasara un momento por Chez Claire para ver si estaba allí. Y allí, para su enojo infinito, lo había encontrado.
—Vos lo amáis mucho, n’est-ce pas?
Claire, apoyada en la puerta, observaba con atención a Elizabeth.
—Jonathan es mi luz y mi vida.
—No me refería a vuestro hijito.
Elizabeth notó que se sonrojaba.
—¿Por qué os interesa eso?
—El niño es de Duncan, ¿verdad?
Elizabeth levantó la barbilla.
—¿Cómo os atrevéis? ¡Soy una viuda honrada!
—Y una mentirosa muy mala.
Elizabeth calló, obstinada.
—Alors —dijo Claire lentamente—, durante un tiempo pensé que Duncan podía ser para mí. Ese hombre puede hacer que una mujer arroje por la borda toda la vida que ha llevado hasta el momento y que cometa todo tipo de tonterías solo para estar con él. En un par de ocasiones estuve a punto de suplicarle de rodillas que abandonara ese maldito barco y se quedara junto a mí. O que se marchara a cualquier sitio conmigo, a un lugar donde nadie nos conociera y pudiésemos establecernos como es debido. Dejé de acostarme con otros hombres, a veces incluso durante meses, porque quería esperarlo y estar solo para él. —Rio como si le hiciera gracia su propia tontería—. Ni siquiera se dio cuenta. Yo, para él, era… —Buscó la palabra adecuada y chasqueó los dedos—. N’importe laquelle. Una cualquiera. De todos modos, esa fue una época fabulosa.
—Entiendo —contestó Elizabeth secamente.
La incomodaba saber que durante un tiempo Duncan y aquella mujer hubieran estado tan unidos para que en Claire se despertara la esperanza de llevar una vida en común juntos. Mientras ella se consumía sin remedio por él, ahí al lado, en esa… cámara del amor, él seguramente hacía cosas con Claire demasiado sacrílegas para pensarlas siquiera.
—Lo que quiero decir con esto —dijo Claire, interrumpiendo el silencio— es que yo no soy competencia para obtener su favor. Os pertenece a vos; desde siempre, por completo y con todos los honores. Os habría pertenecido también si el niño no hubiera sido suyo. De hecho, no me extrañaría que llegara incluso a dejar su barco por vos.
Elizabeth estaba sentada con la espalda muy rígida en el asiento, debatiéndose entre su preocupación por Johnny y el malestar que le producía la presencia de la antigua amante de Duncan. Aunque, de hecho, ella no tenía la certeza de que el adjetivo «antigua» fuera el más adecuado. Se aclaró la garganta.
—Vos habéis… Habéis seguido… Quiero decir, él y vos…
Ella se interrumpió, y dirigió la mirada hacia el dormitorio de al lado.
Claire soltó una risita e hizo un gesto inequívoco con la mano.
—¿Eso?
Elizabeth, tremendamente violenta, apartó la vista a un lado, pero luego recobró la compostura y asintió sin decir nada.
—No desde que ha vuelto a la isla —dijo la francesa con tono neutro—. Ya os lo he dicho: os pertenece.
Alguien dio un golpecito en la puerta, y Claire abrió. El hombretón de la cara cubierta de cicatrices dijo algo en francés; acto seguido, Claire se volvió hacia Elizabeth.
—Los hombres de Duncan han regresado. Y, por lo que se ve, han encontrado lo que buscaban.
Elizabeth se puso de pie en cuanto oyó las primeras palabras. Pasó junto a Claire como una exhalación, corrió por el aposento suavemente iluminado con luz roja, abrió la puerta que llevaba a la escalera posterior y bajó a toda prisa los escalones. John Evers y el bucanero desdentado de la tripulación de Duncan estaban apostados delante del local con los brazos cruzados, pero Elizabeth los ignoró. Detrás de ellos estaba el caballo castrado de Harold, el cual, por su parte, acababa de descabalgar de su montura con el niño en brazos. Elizabeth se lo arrebató al instante.
—¡Johnny! —gritó.
El pequeño, que al parecer dormía plácidamente, se despertó sobresaltado y se echó a llorar. Ella lo apretó contra sí y le besó las mejillas calientes mientras le palpaba febrilmente el cuerpecito para cerciorarse de que estaba bien.
—Mami —dijo él con voz adormecida—. Abuelito a caballo.
—Está perfectamente —dijo Harold con impaciencia—. Yo iba de camino a casa cuando estos dos salvajes me han atrapado y me han obligado a punta de pistola a seguirlos hasta «la madre del niño». —Al decirlo imitó la voz de John Evers—. De este modo he sabido que tú estabas aquí. —Su voz había ido adoptando un tono desaprobatorio—. ¿Qué se te ha perdido a ti en este sitio infame?
Elizabeth iba a hablarle sobre Duncan y sus planes, pero entonces cayó en la cuenta de que había otro mensaje más importante aún.
—Harold. —Tragó saliva—. Hay algo que tengo que decirte.
Elizabeth se volvió hacia Claire, que la había seguido, en busca de ayuda. La francesa tendió los brazos.
—Dejad que yo sostenga al niño.
Elizabeth, vacilante, le entregó el pequeño, que miró de arriba a abajo con escepticismo a aquella extraña mujer para finalmente dirigirle una sonrisa confiada.
—Oh, là là. ¡Qué encanto! —musitó Claire.
—¿Por qué estás tan seria? —preguntó Harold a Elizabeth arrugando la frente—. Ahora está todo arreglado, ¿no? Ya te lo he devuelto. Y siento mucho haberos encerrado a ti y a Felicity. Ha sido una tontería por mi parte. A veces soy demasiado colérico. Y también ha sido un error haber disparado contra Noringham. No es mala persona, la verdad es que no. En cuanto lo vea le pediré disculpas. Lo cierto es que me he dejado llevar porque he pensado que pretendía cortejarte. Por cierto, está bien. Hace un rato lo he visto en la guarnición, en una reunión para hablar sobre la situación. —Miró preocupado hacia el mar—. Según parece, esos parlamentarios no se andan con chiquitas, ¿no crees?
Elizabeth apoyó una mano en su brazo.
—Harold, ha ocurrido algo terrible mientras tú no estabas. —Inspiró profundamente—. Se trata de Martha.
—¿Qué le pasa?
—Ha muerto. Estrangulada. Akin la ha matado.
Él se la quedó mirando, incrédulo, y luego empezó a sacudir la cabeza, como cerciorándose de que no estaba soñando.
—¿Qué dices? ¿Akin? ¡Pero si está fugado!
—Estaba ahí, en el dormitorio de Martha. Yo lo he visto cuando iba a marcharse. Pero no he llegado a tiempo. Lo lamento muchísimo, Harold.
Él se quedó mirando la mano de ella, que aún tenía en su brazo. Harold la agarró con la suya y la apretó, y entonces, de pronto, empezó a temblar. Elizabeth, conmovida, observó cómo las lágrimas le corrían por el rostro. Él dejó oír un sollozo bronco mientras permanecía de pie, con la cabeza inclinada y asiéndole con fuerza la mano. Elizabeth, movida por la compasión, lo abrazó con delicadeza y le acarició la cabeza. Apestaba a sudor rancio y a algo más que no supo identificar. Tenía el pelo grasiento, y la ropa tiesa de suciedad y cubierta de manchas oscuras. Le repugnaba estar tan cerca de su suegro, pero en ese momento él no era más que un pobre hombre que acababa de sufrir un tremendo revés y merecía su consuelo. Harold pasó el brazo en torno a Elizabeth, la atrajo hacia sí entre sollozos y se echó a llorar con el rostro hundido en su cabellera. Ella le dio unas palmaditas tranquilizadoras en la espalda y le musitó algunas palabras de consuelo, pero entonces, al darse cuenta de que en aquel abrazo había algo que estaba fuera de lugar, se puso muy rígida. Él estaba demasiado cerca de ella y le pasaba las manos por la espalda sin cesar, como si quisiera tocarla tanto como le fuera posible. Cuando él se le arrimó aún más y le notó la erección, descubrió, horrorizada, que Duncan había estado en lo cierto: Harold la deseaba. Antes de que Elizabeth pudiera apartarlo de sí, él la soltó y retrocedió dos pasos. Su mirada nerviosa iba de un lado a otro.
—Tengo que seguir buscando —musitó. De pronto se acercó a su caballo y se encaramó a la silla—. Yo me ocupo de todo, tranquila —dijo con la cara ya vuelta mientras ponía en marcha al caballo castrado—. Cuando rergrese todo se habrá solucionado.
Elizabeth miró desconcertada cómo se marchaba. Al poco, la noche lo había engullido.