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A la mañana siguiente, unos fuertes chubascos impidieron que los soldados y los hombres de la milicia pudieran ejercitarse. La mayoría aguardaba en las barracas a la espera de recibir órdenes, mientras se examinaban con la luz del día los desperfectos ocasionados por el cañonazo de la noche. Uno de los impactos había dado, sin proponérselo, contra el tejado de la casa de la Asamblea y había convertido en astillas la gran mesa de la sala de reuniones. Para espanto de todos, en el cementerio una bala de cañón había impactado contra la sepultura de un tratante de tejidos fallecido tres días atrás y había esparcido los restos hasta dejarlos ante la puerta de la iglesia. Algunas huertas habían sido barridas por los impactos y un establo con media docena de cabras había quedado destrozado. Por lo demás, había algunos cráteres en los campos y un par de palmeras rotas. Nadie había resultado herido.
Para asombro general, tampoco el adversario había salido indemne. La única bala de cañón disparada —accidentalmente— desde la isla había dado en el palo de trinquete del segundo barco de la flota inglesa, lo cual provocó un júbilo considerable entre los hombres de la guarnición. Ya desde antes de la salida del sol en la fragata se trabajaba con intensidad para reparar los daños. El ruido de los martillazos y las sierras llegaba incluso al puerto. Solo cabía esperar a ver qué ocurriría a continuación. Todo indicaba una buena predisposición al entendimiento. Con todo, por si acaso, las defensas estaban dispuestas para abrir fuego en caso de que las conversaciones de paz fracasaran y el comandante de la flota parlamentaria diera la orden de atacar. De todos modos, en lo posible no se llegaría a ese extremo: los miembros del Consejo querían enviar cuanto antes a unos negociadores. William Noringham y Duncan Haynes aguardaban en el vestíbulo de la residencia del gobernador a Jeremy Winston. También se encontraba allí su sobrino, Eugene, que iba todo el rato de un lado a otro, nervioso, maquinando, según sabía Duncan, planes siniestros, aunque no parecía haber tomado aún una decisión sobre cómo llevarlos a cabo.
Por fin Jeremy Winston estuvo preparado para partir. Los hombres se encaminaron rápidamente hacia el muelle para trasladarse al buque insignia del almirantazgo. Las negociaciones iban a dar comienzo.