15

Elizabeth guiaba a Pearl entre helechos espesos y densos bosquecillos, pasando junto a lianas que colgaban desde muy alto y las raíces, abiertas en forma de zancos, de un árbol gigantesco. Deirdre la seguía un poco más lentamente a lomos de un regordete caballo capón, uno de los animales de montar de Robert, del cual él decía que estaba demasiado viejo.

La joven irlandesa era una criada de los Dunmore sometida a contrato, esto es, una sirvienta con un contrato a largo plazo, de las cuales había muchas en Barbados. En los dos años y medio que hacía que vivía en la isla, Elizabeth había tomado mucho aprecio por la chica. De todas las criadas de su casa, Deirdre era su preferida. No hablaba mucho, hacía sus tareas rápidamente y con cautela, y nunca se quejaba, ni siquiera cuando Elizabeth a menudo decidía sin más salir a cabalgar o a nadar, y necesitaba una acompañante para ello.

La cabellera de color caoba colgaba en rizos desordenados frente a la cara de la muchacha. Tenía la nariz pecosa y enrojecida a causa del sol; el hombro derecho, que le sobresalía desnudo y moreno por la camisa, descuidadamente caída a un lado, mostraba rasguños causados por las ramas bajas. Deirdre tenía un aspecto sensual e inocente a la vez; al contemplarla, Elizabeth tuvo una impresión aproximada del efecto que ella misma podía causar a quien la mirara: sentada a horcajadas sobre el caballo, con los hombros y las pantorrillas al descubierto, el cabello suelto y el rostro cubierto de perlas de sudor.

El aire era húmedo. Acababa de llover. El bosque estaba impregnado del vapor provocado por la humedad, que se evaporaba rápidamente, y del olor de las plantas, intenso y denso como una niebla repleta de miríadas de gotas diminutas. En el claro que había delante de ellas se agitaban algunos enjambres de mosquitos, y Elizabeth mató a dos de esos ávidos libadores cuando pretendían posarse en su brazo.

Dejó que Pearl se detuviera un momento para admirar una enorme flor de un intenso color púrpura. Los colibríes revoloteaban en torno a las flores y bebían de su néctar con un aleteo zumbante que en el aire se confundía con un centelleo. En aquella espesura tan densa era posible admirar esas estampas tan maravillosas y regocijarse con ellas. Pensar que cada vez se sacrificaban más bosques tropicales como aquel bajo las hachas de los terratenientes hacía que Elizabeth se alarmase. Todos aquellos árboles fabulosos, con sus ramas sinuosas y su follaje espeso, habían tardado cientos de años en crecer, pero para las plantaciones de caña de azúcar que se extendían por doquier no eran más que unos obstáculos molestos.

Se apartó el pelo húmedo de la cara y tiró de su corpiño. Lo llevaba lo más flojo posible, no podía abrirlo más porque, si no, la camisa empezaría a salírsele, se le vería la piel desnuda y eso atraería a más mosquitos. Por no hablar de las miradas desagradables.

Las esposas pudorosas de los terratenientes más antiguos veían con disgusto el modo de montar a caballo de Elizabeth, en silla de hombre y con las faldas remangadas. Su esperanza de que en Barbados la gente tal vez fuera más libre en esas cuestiones se había desvanecido al poco de llegar. Aunque Bridgetown en muchos aspectos era una auténtica sentina, las autollamadas guardianas de la virtud hacían prevalecer los ideales puritanos y los defendían de cualquier influencia negativa, tanto si procedía de acciones realistas como de mujerzuelas carentes de respeto y modales de sus propias filas.

Elizabeth sabía que, gracias a su influyente suegro, gozaba de una posición privilegiada. Igual que en Inglaterra no se había preocupado mucho por la opinión pública, tampoco en Barbados necesitaba quedar bien con los apóstoles de la moral, ni con las cotillas engreídas. Su padre no le había dado órdenes en ese sentido, y tampoco Harold Dunmore lo hacía. De hecho, la mayor parte del tiempo él no se hallaba en la ciudad: pasaba prácticamente toda la semana en Rainbow Falls, donde controlaba de sol a sol la cosecha de azúcar y a sus trabajadores.

En una ocasión, durante una cena, Elizabeth había oído sin querer desde la habitación contigua a la esposa del terrateniente referirse a la conducta atrevida de su nuera. Harold había rechazado la crítica diciendo que a quien le pareciera que en su casa no se vivía de forma suficientemente decente podía marcharse sin más para unirse a los fanáticos de Nueva Inglaterra. De hecho, dijo, él había llegado a Barbados desde Inglaterra para vivir como una persona libre en un país libre, y tenía que permitirlo a los suyos del mismo modo. Y eso hacía. No le había prohibido nunca ninguna excursión a caballo. Tal vez creyera además que esas pequeñas concesiones la compensaban por las escapadas de Robert.

Así, con consentimiento de él, ella había aprendido a nadar siguiendo las instrucciones de Deirdre, pues Elizabeth había llegado al convencimiento de que, en una isla como Barbados, era necesario, además de un entretenimiento muy agradable. Naturalmente, no lo hacía a la vista de todo el mundo, sino que iba a una cala oculta, alejada de las casas, donde podía quitarse la ropa sin problemas y saltar a las aguas cristalinas sin ser objeto de rumores.

Esa misma tarde ella y Deirdre habían salido otra vez a nadar. Sintiéndose frescas física y mentalmente, dieron un rodeo en su camino de regreso por el interior, porque Elizabeth no tenía ganas de regresar a Bridgetown tan pronto. Le horrorizaba la fiesta que iba a celebrarse ese día, y también los encorsetados invitados de postín que iban a acudir. Por fortuna, William y Anne Noringham, así como la madrastra de ambos, lady Harriet, habían sido invitados; eso al menos era un rayo de esperanza. Por lo demás, el resto los mirarían a ella y a Robert con el desdén habitual y luego cuchichearían a sus espaldas comentarios malévolos. Una parte de las murmuraciones giraba en torno a la conducta extravagante y poco adecuada de Elizabeth. Sin embargo, la mayoría de las críticas se referiría a Robert. Este no se molestaba siquiera en disimular su pasión desenfrenada por las mujeres. Apenas pasaba una semana en que Elizabeth no tuviera noticia, de un modo u otro, de que su esposo había vuelto a ser visto con otra. Criadas, prostitutas, e incluso hijas de buenas familias… Ninguna muchacha bonita y joven estaba a salvo de Robert. Gracias a su simpatía y a su buena presencia a él le resultaba muy fácil. Se decía que, repartidos por toda la isla, había al menos media docena de vástagos debidos a esos amoríos, a los que tanto Robert como Harold ignoraban. Hasta el momento, el joven Dunmore no había tenido que afrontar consecuencia alguna por sus actos, excepto en una ocasión, el año anterior, cuando sedujo y dejó encinta a la hija menor de un terrateniente rico. Medio año más tarde, la muchacha y el niño murieron durante el parto. El padre de ella, completamente fuera de sí por el dolor y la rabia, había intentado disparar a Robert, pero no llegó a darle. Luego había querido resarcirse echando mano del puñal pero, al batirse contra Robert, perdió y sufrió además una grave herida. Transcurrido el período de convalecencia, él y su esposa habían abandonado Barbados para siempre. Harold Dunmore compró la plantación del terrateniente, vecina a la suya, valiéndose de un hombre de paja, con lo que aumentó su enorme extensión de tierras.

Todo aquello había representado una amarga lección para Elizabeth, no solo en lo referido al incorregible carácter de Robert sino también para constatar que cualquier conducta despiadada de los Dunmore solo lograba aumentar aún más sus ganancias. Tal vez Harold Dunmore había creído de verdad que Robert sentaría cabeza casándose. También Elizabeth había pensado durante mucho tiempo que podrían llegar a disfrutar de un matrimonio normal. De ahí que, superando sus propias reticencias, hubiera accedido, después del nacimiento de Jonathan, a volver a acostarse con Robert. Tenía la esperanza de que él abandonaría los demás amoríos y se convertiría en un padre de familia cariñoso. Sin embargo, ese deseo se había desvanecido para siempre en cuanto se hizo pública su relación con aquella desventurada muchacha.

Meses antes de aquel incidente, Elizabeth ya había tenido que enterrar también otra esperanza no menos cándida: hasta el momento de dar a luz había creído que Duncan, en algún momento y de algún modo, la sacaría de la isla y se la llevaría consigo a cualquier otro lugar. Ahora le parecía absolutamente increíble haber sido tan ingenua e imaginar algo así. Él no se había mantenido alejado de Barbados. De hecho, en el curso de los dos últimos años, Duncan Haynes había asomado con más o menos regularidad por la isla. Había regateado del modo habitual con los terratenientes y había obtenido ganancias. Sin embargo, había esquivado a Elizabeth y, en las ocasiones en que coincidieron en actos sociales —lo cual había ocurrido de vez en cuando— él se había apartado rápidamente después de saludarla con cortesía. En las últimas ocasiones ella había sido la que lo había castigado con su desdén; le bastaba con verlo de lejos para abandonar el lugar rápidamente.

—¡Cuidado! —gritó Deirdre—. ¡Ahí delante, entre la maleza!

Elizabeth tiró fuerte de las riendas y logró impedir, en el último momento, que Pearl se desbocara mientras delante de ellas, entre los matorrales, algo crujía y luego aparecía en una lluvia de hojas: un cerdo macho que salió huyendo con un gruñido. Elizabeth chasqueó la lengua y acarició a la yegua entre las orejas hasta que el agitado animal dejó de brincar. El caballo castrado, en cambio, se había quedado quieto, imperturbable. Le inquietaba mucho menos la fauna del lugar, porque había nacido en la isla y se había criado ahí. Elizabeth desvió la yegua por una zona de árboles más recios y luego la llevó a campo abierto. Tiró entonces de las riendas de Pearl y se quedó quieta para disfrutar del paisaje. Deirdre, en cambio, dirigió la mirada al cielo y comprobó la posición del sol.

—Empieza a ser hora de volver —señaló.

—Lo sé —contestó Elizabeth con un suspiro—. Un momentito. No vendrá de ahí.

En aquel lugar el viento soplaba con fuerza y resultaba agradable, secándole el cabello mojado por el baño y refrescándole el sudor. Tenía ante ella una vista impresionante sobre la bahía. Un camino serpenteante llevaba desde aquella elevación hasta Bridgetown. Desde allí arriba, la ciudad, menos poblada en las afueras, no era más que un conglomerado diminuto de cubos del color del barro en cuyo centro destacaban la iglesia y los almacenes junto al muelle. Un bosque móvil de mástiles se extendía desde la zona portuaria; allí anclaban embarcaciones de todo tipo: desde barcos en mal estado y de procedencia dudosa hasta el magnífico buque mercante de superestructura dorada en la popa y con mascarones de proa pintados y complejamente tallados.

Gracias a la creciente exportación de azúcar, Barbados se había convertido en un enclave comercial muy codiciado, y también en un lugar adonde acudían cazadores de fortuna y otra gentuza, entre la cual había personajes con quien era preferible no toparse a oscuras. Elizabeth se imaginaba que en ese puerto había más tugurios que en ningún otro lugar en el mundo; sin embargo, el más conocido de todos era Chez Claire. El edificio destacaba como una mancha de color estridente. Estaba pintado en un rojo coral muy llamativo, lo cual era un distintivo bien visible para marineros de todo el mundo que acudían allí en busca de diversión.

Elizabeth escrutó con la mirada toda la bahía del puerto y, con disgusto, no tardó mucho en reconocer, entre los muchos barcos, la silueta elegante del Elise. Sin duda ese canalla era uno de los clientes especiales habituales de Claire Dubois; a buen seguro los transportes de artículos de lujo que hacía para la francesa a Barbados se los cobraba sobradamente en especie, incluso, tal vez, con la mismísima propietaria pelirroja del establecimiento.

—El Eindhoven está ahí abajo —comentó Deirdre al tiempo que señalaba con el brazo el gran buque de las Indias Occidentales anclado en el extremo de la bahía—. Tal vez el capitán Vandemeer asista hoy a la fiesta.

—Apuesto lo que quieras a que sí —dijo Elizabeth con la mirada clavada aún en el Elise.

—¡Qué bien! —respondió Deirdre sin malicia—. Miss Felicity estará muy contenta.

Elizabeth apartó con decisión la mirada del puerto y espoleó a Pearl para que acelerara el paso. El caballo castrado trotó detrás de la yegua y se quedó algo rezagado. Elizabeth bordeó un palmar y se aproximó a los aledaños del lugar.

Vislumbró entonces la mansión de ciudad de los Dunmore. Construida apenas tres años atrás, era prácticamente nueva cuando Elizabeth entró a vivir en ella. La belleza de aquel edificio de color blanco había compensado un poco a ella y a Felicity de las tribulaciones de la travesía. Aunque, ciertamente, Dunmore Hall, que era como se llamaba algo eufemísticamente la propiedad, no podría sustituir su hogar en Raleigh Manor, en aquellas latitudes ofrecía el máximo de comodidades. Nadie en la isla disponía de una casa tan espaciosa y bien equipada. Al estar rodeada por un muro más alto que una persona y tener unas ventanas pequeñas, daba la impresión de ser un edificio achaparrado, casi como una fortaleza; no obstante, una vez traspasado el amplio patio interior, se hacía evidente su magnífica arquitectura. La planta baja, rodeada por un peristilo y con las grandes puertas que daban al patio ajardinado, ofrecía una vista despejada de las espaciosas estancias. La planta superior estaba rodeada por una galería cubierta, más ancha en la zona que daba al patio interior ajardinado y más estrecha por el lado exterior del edificio. Por todas partes había flores olorosas plantadas que halagaban la vista y el olfato. La cocina se encontraba en un edificio anexo, así como las cuadras para los caballos y el carruaje. Los criados vivían también en un ala propia.

El suegro de Elizabeth había planificado personalmente aquel edificio soberbio hasta el último detalle y había empleado una fortuna en él. Como él decía, había querido crear algo que perviviera durante generaciones y que concediera a su familia la reputación que merecía. Por eso a Elizabeth le asombraba que pasara tan poco tiempo en Dunmore Hall y que prefiriera permanecer en Rainbow Falls. De todos modos, su ausencia no la molestaba a ella ni a cualquier otra persona de la casa, precisamente. Los criados temblaban ante su ira, igual que Robert, que acostumbraba a irse en cuanto su padre hacía acto de presencia. Incluso Martha se retiraba con regularidad, aquejada de migraña, cuando su marido estaba presente, y tanto Elizabeth como Felicity encontraban siempre una excusa para esquivar su compañía. Elizabeth sentía un malestar casi físico cuando Harold se sumía, con la mirada perdida, en vagas cavilaciones para luego, de forma súbita, dirigirle una pregunta descabellada como, por ejemplo, cómo estaba el pequeño o si ella se sentía satisfecha con todo.

Ocurría además que él estallaba y gritaba con rabia por cualquier nimiedad. A veces echaba mano del látigo para castigar a un criado delante de toda la familia; cualquier motivo era suficiente: que el pan estuviera demasiado duro o que una desdichada camarera derramara unas gotas de vino. En esas ocasiones todos bajaban la vista a la mesa y callaban, a pesar de que a Elizabeth le costaba mucho contenerse ante semejante crueldad. Sabía que él tenía derecho a pegar a los trabajadores sometidos a contrato —a fin de cuentas, mientras este estuviera vigente eran como siervos—, y sobre todo, a los esclavos, que eran propiedad suya y con los que podía proceder como le viniera en gana. De todos modos, Elizabeth aborrecía que se humillara a las personas sin motivo. Le incomodaba ver siempre a su suegro con el látigo en el cinturón, dispuesto para usarlo en cualquier ocasión.

Toda la familia suspiraba con alivio cuando él regresaba a Rainbow Falls. Robert, en cambio, que también estaba obligado a pasar una parte de la semana en la plantación puesto que algún día la heredaría, se alegraba cada vez que podía regresar a Dunmore Hall.

Elizabeth había llegado a un acuerdo con Robert, en la medida en que a los dos les era posible. Eso no significaba otra cosa más que dejarse en paz, al menos durante la mayor parte del tiempo. A veces, cuando él se excedía, había disputas por ello. Elizabeth temía el día en el que Jonathan fuera lo bastante mayor para darse cuenta de lo que hacía su padre. Ya entonces le preocupaba que su corazón infantil pudiera resentirse.

Sin embargo, cuando se lamentaba de ello con Robert, él le reprochaba que todo aquello era culpa de la frialdad que ella le demostraba, y que buscaba en otras mujeres lo que su esposa le negaba. Estaba totalmente convencido de lo que decía. Tanto su expresión como su tono de voz señalaban claramente lo desatendido que él se sentía por ella; no quería ver que era él quien no había guardado la fidelidad conyugal, ni siquiera en los tiempos en los que ella se le había ofrecido. Había llegado a recurrir incluso a la desagradable afirmación de que él la amaba y que no entendía por qué ella no era capaz de corresponderle. Por todo ello, el equilibrio entre los dos era muy delicado, pero al menos habían logrado mantener una especie de tregua. Robert adoraba al pequeño y le gustaba cuidar de él siempre que lograba mantenerse en su papel de padre, algo que, por lo general, no duraba mucho tiempo. Elizabeth no se lamentaba por ello porque Jonathan no estaba falto de compañía. Siempre tenía a alguien dispuesto a mimarlo y a consentirlo, sobre todo Martha y Felicity, que rivalizaban en malcriar al niño. Cuando ellas no estaban, Deirdre por lo general atendía al pequeño, y también lo visitaba ocasionalmente Miranda, su antigua ama de cría.

Elizabeth se volvió hacia la muchacha. Deirdre ya había doblado el último recodo del camino, asida a las riendas del viejo caballo castrado. Su porte no era especialmente bueno montando a caballo y siempre temía caerse de su montura.

—Vuestro vestido, milady —dijo con timidez.

Elizabeth se miró y tuvo una sorpresa desagradable. Llevaba la camisa abierta y dejaba ver tanto escote que ni la muchacha más libertina de Barbados se habría atrevido a salir a la calle de ese modo, y menos aún a recorrer la zona a caballo montada en una silla de hombre. Detuvo a Pearl a la sombra de un tamarindo y se compuso rápidamente la ropa, se apretó más el corpiño y se recogió el cabello en una trenza.

—¿Mejor así? —preguntó.

Deirdre asintió. Ella ya se había arreglado en el lindar del bosque; se había abrochado el cuello de la camisa, que era holgada y similar a una bata, y se había bajado decentemente la falda hasta los tobillos. También se había recogido el cabello en un moño firme y se había colocado de nuevo su deslucido sombrero de paja de ala ancha, que prácticamente ocultaba su rostro joven y delicado. Vestida de esa guisa, no se veía mucho de Deirdre. Tan solo en la playa y en la jungla aquella chica de apariencia discreta e insignificante se convertía en una elfa bella, joven y de ojos grandes, con un cuerpo grácil y un cabello largo y rizado. Era un milagro que Robert aún no hubiera reparado en ella. Elizabeth se corrigió al instante. Seguro que él había reparado en ella. Era imposible que no se hubiera dado cuenta de lo hermosa que era Deirdre. Tal vez no había encontrado aún la ocasión adecuada para acercarse a la muchacha. De todos modos, Elizabeth no habría puesto la mano en el fuego.

Ya en la explanada delante de Dunmore Hall, desmontaron y entregaron las sillas al mozo de cuadra. Por todas partes había criados acarreando barriles, sacos, jarras y fuentes entre el edificio de la cocina y la casa principal. Hacía días que en la cocina reinaba un gran ajetreo. El servicio habitual había sido reforzado con trabajadores y esclavos de Rainbow Falls a fin de poder llevar a cabo todos los preparativos.

Durante las últimas semanas, su suegra no había hablado de otra cosa que no fuera el menú. Elizabeth prácticamente se lo sabía de memoria. Se serviría carne de vacuno, cabrito y pata de cordero, además de cochinillo, lomo de jabalí, asado de pollo, oca y pato y, por supuesto, pescado, mejillones y cangrejos en todas las variaciones posibles. Evidentemente, también habría numerosas hortalizas y frutas, que se tenían que hervir, machacar, cocer a fuego lento o bien glasear como acompañamiento. Tanto durante como después de la comida se escanciarían litros de bebidas alcohólicas, lo cual, sin duda, llevaría a varios invitados a emborracharse hasta el punto de quedarse tumbados debajo de las mesas hasta altas horas de la noche. Asimismo, unos músicos, los mejores que Harold había podido encontrar en toda la isla, animarían la velada.

Martha Dunmore se encontraba en el dintel de la entrada de la cocina ennegrecida de hollín supervisándolo todo. Estaba empapada de sudor y parecía muy nerviosa. Al ver a Elizabeth se le acercó a toda prisa. Su pelo, cubierto de mechones grises, le colgaba húmedo ante la cara, y tenía las mejillas cubiertas de manchas rojas. Sus ojos, de color azul porcelana, estaban bañados en lágrimas.

—El magnífico solomillo de buey ha desaparecido —dijo con las manos contraídas ante el pecho—. ¿Qué voy a hacer ahora? —Su voz, que siempre era algo jadeante, tenía un tono desmayado.

—¿Qué ha ocurrido?

Elizabeth preguntó por educación, porque aquello en realidad no le importaba lo más mínimo. Con su suegra no le unía ningún vínculo estrecho. El modo de ser de Martha fluctuaba entre la dedicación y la histeria, de forma que su presencia, por lo general, acostumbraba a caracterizarse por cierta inseguridad enojosa. A menudo Elizabeth tenía la sensación de que su suegra la observaba; notaba que a veces la miraba de reojo. Entonces, cuando se volvía hacia ella, Martha parecía avergonzada y casi asustada, pero también, de algún modo, obstinada, como si hubiera constatado algo importante con lo que ya contaba.

—Uno de los esclavos se ha llevado la carne —informó Martha.

—¿Quién ha sido?

—Akin. —Martha se retorció las manos con una desesperación exagerada—. Precisamente él.

—¿Qué quieres decir con «precisamente él»? —preguntó Elizabeth sin un interés especial.

Martha bajó la voz:

—Es un rebelde. Eso al menos es lo que me dijo Harold hace poco. Según él, nos dará problemas.

Hasta entonces Elizabeth no había conocido muchos esclavos. En Dunmore Hall prácticamente trabajaba solo personal irlandés o inglés, personas que habían sido condenadas a trabajos forzados o que estaban sometidas a contrato. Además del mozo de cuadra, había dos esclavos que se ocupaban de los caballos, y en la cocina había una anciana negra que ayudaba en los fogones. Todos los demás esclavos de los Dunmore se encontraban en Rainbow Falls, donde Elizabeth solo había estado una vez para que Robert le enseñara la plantación. En otra ocasión, había pasado por allí en una de sus salidas a caballo. Después no había vuelto a sentirse atraída hacia el lugar, porque era de todo menos acogedor. Solo había una casa de madera rudimentaria, un par de cobertizos destinados a la elaboración del azúcar, una hilera de cabañas desoladas donde vivían los trabajadores sometidos a contrato y las viviendas, aún más deplorables, de los esclavos. Todo ello rodeado por campos de caña de azúcar que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.

Elizabeth se esforzó en hacer un par de preguntas más ya que era evidente que su suegra esperaba una muestra de interés.

—¿Y qué ha hecho exactamente ese Akin con la carne?

—La ha regalado.

—¿De verdad? —preguntó Elizabeth, asombrada—. ¿A quién?

—A… todos. A los esclavos y a los sirvientes. Se la han comido toda. —Martha miró a su alrededor con inquietud—. Harold se dará cuenta que no hay solomillo —se lamentó.

—¿Cómo se le ha ocurrido al negro hacer algo así?

Martha se encogió de hombros.

—A saber lo que pensarán esos negros.

Deirdre carraspeó detrás de ellas.

—Tal vez sea porque se prometió que hoy los esclavos y los criados tendrían carne.

—¿Y qué ha pasado con la carne prometida? —preguntó Elizabeth.

—Que no ha habido. Puede que estuviera enfadado por esa razón.

—No tenía motivo para ello —se defendió Martha. El rojo intenso de las mejillas se le acentuó—. Solo les prometí carne de carnero. Lo encargué puntualmente, pero el vendedor no tenía. No ha sido culpa mía.

—¿Has castigado a Akin?

—No, todavía no. —Martha bajó la cabeza, abatida—. Le he dicho que va a tener problemas. Pero él se ha limitado a mirarme como si no le importase. Muchos de esos negros hacen ver que no entienden. Es su sistema. Lo único que entienden es el lenguaje del látigo. Debería haber sido azotado al instante, pero el capataz no está. Y lo cierto es que yo soy incapaz de hacerlo. No sé manejar el látigo. —Con un tono de voz algo asustado Martha añadió—: No he dicho nada a Harold porque me temo que habría matado a ese hombre al instante y eso, sin duda, habría echado a perder la fiesta.

A Elizabeth no le cabía duda alguna de que Harold habría castigado de forma draconiana a ese tal Akin. El día en que había pasado a caballo por Rainbow Falls de camino a casa de los Noringham lo había visto azotar a un negro. Los latigazos se oyeron incluso a un par de docenas de pasos del lugar, y los gritos del castigado le habían retumbado en los oídos. Aquello le trajo a la memoria los brutales castigos infligidos a los marineros en el Eindhoven. Ella se había alejado tan rápido como le había sido posible y desde entonces no se había acercado más allí. Para ir a casa de los Noringham a caballo tomaba otro camino que bordeaba Rainbow Falls. Se decía que muchos esclavos sufrían unas heridas tan brutales a manos de sus amos que morían a causa de ellas y que, si el delito era grave, se los ahorcaba sin más en el primer árbol que había. Elizabeth sentía náuseas con solo pensar en ello. Le dijo a Martha con decisión:

—Será mejor que te guardes eso para ti. Invéntate una excusa para Harold.

—¿Qué excusa?

—Pues dile que el solomillo estaba en mal estado. —Elizabeth reflexionó un instante—. No, eso es demasiado simple. Dile que al vendedor se le cayó al agua y que un pez depredador se lo comió. A menudo las excusas más inverosímiles son las mejores.

Martha se la quedó mirando.

—¿Un pez depredador? Eso no se lo creerá jamás.

Elizabeth frunció el entrecejo. Seguramente su suegra tenía razón. Martha no era muy buena mintiendo.

—Ya se lo contaré yo —dijo entonces. Se encogió de hombros y señaló la puerta abierta de la cocina, de la cual salía el aroma del asado—. Con tanta abundancia, a nadie le llamará la atención que falten unos trozos de carne. —Miró a su alrededor—. Pero ¿dónde está Harold?

—Se está vistiendo para la velada. Yo también quiero ir a arreglarme. ¡Fíjate cómo voy! Me he puesto tan nerviosa que sudo como un cerdo. —Martha gimió y se apartó el pelo de su rostro acalorado—. ¡Qué bien iría todo sin ese maldito Akin!

—¿Dónde está ahora? —preguntó Elizabeth.

—Lo he enviado de vuelta a Rainbow Falls —respondió Martha. Hizo un gesto de espanto con la mano—. ¡Eh, tú! —gritó a un esclavo de piel muy oscura que iba desnudo excepto por unos calzones gastados—. ¡Mucho cuidado con ese queso! ¡Que alguien te ayude a llevarlo, que podría ir a parar al suelo!

Elizabeth aprovechó la oportunidad para escabullirse hacia la casa acompañada de Deirdre. Esta última se encaminó a las habitaciones del servicio mientras que Elizabeth se apresuró a subir a su habitación del piso superior, que compartía, como en otros tiempos, con Felicity.

—¡Mami! —exclamó Jonathan, contento.

—¡Tesoro! ¡Ven aquí!

Elizabeth lo aupó, lo besó y lo hizo girar entre risas. Los gritos de júbilo del pequeño le llenaron de amor el corazón. Jonathan posó los dos bracitos en torno a su cuello y respondió a su abrazo, pero al instante empezó a moverse para que ella lo dejara en el suelo y así poder regresar con su juguete. Elizabeth reparó rápidamente en que se trataba de otro juguete nuevo: un títere, con el cuerpo pintado de colores vivos, que movía los pies y las manos por medio de unos hilos. Sin duda, aquel era otro regalo de Harold, que mimaba a su nieto más allá de lo razonable.

—Cuando Robert era pequeño, él no hacía esas cosas. Nunca —había contado Martha a Elizabeth en una ocasión—. A veces me da la impresión de que quiere resarcirse con tu hijo. —Tras reflexionar un momento había añadido—: Tal vez también sea porque el pequeño se le parece mucho, más de lo que Robert se le pareció jamás.

Elizabeth entonces se había esforzado en corroborar esa afirmación mientras deseaba que no se le notara su incomodidad. El cabello oscuro de su hijo había llamado la atención desde el momento en que nació. Como ella y Robert eran rubios, todos aquellos que se permitían emitir un juicio al respecto habían constatado al punto el parecido del niño con el abuelo, que también tenía el cabello oscuro. Durante mucho tiempo Elizabeth se había esforzado, casi con desesperación, en creer en esa posibilidad, sobre todo durante los meses en que había intentado llevar una vida conyugal normal con Robert. Deseaba por encima de todo que fuesen una familia de verdad, con unos padres unidos y un hijo en común.

Volviendo la vista atrás parecía casi como un capricho del destino el que, aproximadamente en el momento en que Robert había empezado a cortejar a otras mujeres, ella había descubierto que el padre de Jonathan no era él, sino Duncan. Ese modo de mirar del pequeño, con sus grandes ojos de color azul brillante. Eran los ojos de Duncan. Y estaba también su sonrisa, que al dibujarla formaba un profundo hoyuelo en su mejilla derecha. En ese momento se parecía tanto a Duncan que Elizabeth tenía que esforzarse por no mirar con nerviosismo a su alrededor para cerciorarse de que nadie más se daba cuenta.

Cuanto más crecía el pequeño, más parecidos le veía: la barbilla tensa con obstinación cuando estaba contrariado; el modo exagerado de echar la cabeza atrás cuando se reía; y la determinación con la que intentaba cumplir sus deseos. Detrás de su orgullo infantil se adivinaba ya una temeridad astuta que en años futuros podía convertirse en falta de consideración. En cualquier caso, Elizabeth estaba decidida a impedir algo así. Su hijo no sabría jamás que su padre era un pirata.

Le acarició la cabecita, le pidió que le enseñara cómo movía el títere y miró con el asombro debido las piernas y los brazos que se alzaban alegremente, mientras Felicity, en segundo plano, no dejaba de parlotear acerca de los invitados que esperaban y de los últimos chismorreos de la isla, pero, sobre todo, de los vestidos que habían encargado a las doncellas de Anne Noringham para la velada.

La prima de Elizabeth se había adaptado muy bien a Barbados. Para ella había constituido una auténtica bendición haber abandonado Inglaterra. A diferencia de muchos de los recién llegados, Felicity toleró de inmediato el sofocante clima tropical. En Dunmore Hall disponían de todas las comodidades imaginables: había sirvientes para todo, el sol brillaba casi todos los días y, además, tenía cerca a Elizabeth y a Jonathan, al cual podía colmar de mimos. De ese modo el tiempo transcurría a un ritmo agradable y apacible. Aunque a veces faltaba vida social, eso también iba cambiando poco a poco. Gracias al creciente bienestar de la isla, cada vez más a menudo los terratenientes pudientes organizaban fiestas, tal como había hecho Harold Dunmore ese día, en ocasión de su cincuenta aniversario. Además, en dos semanas, los Noringham darían una fiesta en la que anunciarían el compromiso de Anne Noringham.

—Mira —dijo Felicity contoneándose ante el espejo—. ¿Qué te parece?

Se refería a una mantilla de estilo español, de color gris humo y hecha de un encaje muy delicado.

—Es muy bonita —dijo Elizabeth mecánicamente.

En cuestiones de moda se sentía muy poco capacitada; a menudo se preguntaba por qué Felicity le pedía opinión pues, en general, no tenía nada útil que decir. En consecuencia, era la propia Felicity la que respondía a las preguntas que ella misma planteaba. Esa vez hizo lo mismo.

—No sé —repuso su prima frunciendo el ceño—. Por sí sola la mantilla es fabulosa, pero no sé yo si con este vestido…

El vestido era de seda de color amarillo claro, ricamente adornado con encajes, y estaba hinchado por medio de un amplio verdugado español hecho con barbas de ballena, muy propio de una dama de la corte. Elizabeth se había negado en redondo a colocarse una cosa como esa en las caderas; en su opinión, hacía que las mujeres parecieran barriles, por no hablar de lo difícil que resultaba andar con aquello.

Elizabeth continuaba arrodillada en el suelo junto a Jonathan. Rápidamente estampó un beso en su cabecita rizada y suave y se levantó para llamar a Deirdre y pedirle que se encargara de su hijo. Era hora de quitarse la ropa sudada y de prepararse para la fiesta.

—Por cierto… El Eindhoven está en el puerto. Tu capitán vuelve a estar por aquí.

Felicity dejó caer la mantilla y miró a Elizabeth desde el espejo con los ojos abiertos como platos.

—¡Oh! —susurró débilmente—. ¿Y me lo dices ahora?

Corrió hacia la puerta. Los tacones planos de sus zapatillas de seda golpetearon contra el suelo y estuvo a punto de resbalar con la madera recién pulida.

—¡Hay que enviar un mensajero al barco! ¡Tenemos que invitarlo!

—¡Vendrá de todos modos! ¡Hasta ahora cada vez que ha venido a Barbados se ha pasado por aquí! —gritó Elizabeth. Pero Felicity se dirigía ya hacia la planta de abajo.

—¿Captán? —parloteó Jonathan—. ¿Baaco?

Levantó la mirada hacia Elizabeth y le regaló una amplia sonrisa con hoyuelos. Sus ojos eran tan azules como el mar Caribe.