10
William Noringham se maldecía por haber escogido el peor momento para usar el retrete. Tener que quedarse quieto allí, envuelto en aquellos efluvios apestosos, hasta que Harold Dunmore terminara su sermón, era una prueba muy dura. De todos modos, aún habría sido más incómodo desviar la cólera de Dunmore hacia él de haber aparecido en un momento inadecuado y dándole a conocer, además, que había oído todas y cada una de sus palabras. Era preferible soportar unos minutos más esa pestilencia. ¡Y realmente era tremenda! La mitad de los pasajeros sufrían diarrea, y si nadie se tomaba la molestia de mirar detrás de sí, menos aún vaciarían el balde tras haber hecho uso de él. En sus hogares de procedencia tenían criados que se encargaban de tales menesteres. A bordo nadie se sentía responsable de esa función. Y así, la cuba apestosa se iba llenando cada vez más, hasta que el capitán o algún oficial llamaba con un silbido a un marinero del castillo de proa y le ordenaba llevarse el recipiente y traer otro vacío. La cuba se encontraba junto al camarote principal, en un compartimiento al efecto hecho con tablones de madera toscos que los carpinteros habían construido al inicio del viaje en atención al recato de los pasajeros, en particular de las damas. Los miembros de la tripulación que se alojaban en la zona de popa no acostumbraban disponer de un lujo como ese: tenían suficiente con un balde situado en un rincón de la cubierta abierta. Los marineros de grado inferior aún lo tenían mejor: hacían de vientre en el acrostolio o en la sentina.
Teniendo en cuenta las emanaciones repugnantes de esas secreciones malsanas, William habría hecho lo mismo; únicamente las damas habían descartado algo así. En cuanto oyó que las pisadas se alejaban, abandonó sin vacilar el retrete. Robert se volvió al instante al oír el crujido de la puerta y torció el gesto al ver a William.
—Tenías que ser tú —dijo con desdén—. ¿Ya has oído suficiente?
—No habéis dicho nada que no supiera —puntualizó William ajustándose a la verdad—. Estamos en un barco y aquí no hay mucho que esconder.
Robert apretó los puños. Tenía las mejillas encendidas y daba la impresión de querer enzarzarse en una pelea allí mismo. No era de naturaleza colérica. De hecho, acostumbraba a desfogar sus emociones de otro modo. Sin embargo, cuando se enfadaba de verdad también era capaz de pegar, y había unos cuantos mozos y esclavos en Rainbow Falls que lo sabían muy bien. En cualquier caso, desde luego, aquello no era nada en comparación con la violencia con que actuaba su padre.
William miró con expresión impasible a Robert. El muchacho podía pavonearse tanto como quisiera, pero no se atrevería contra alguien más fuerte: le faltaba valor para eso. Ambos sabían que William montaba a caballo y disparaba mejor; además, el trabajo duro en los campos de caña de azúcar había hecho que sus puños fueran fuertes como la madera, y tenía los hombros bastante más anchos que los de Robert. Aparte de eso, William era unos años mayor y, en consecuencia, tenía más experiencia. Giró sobre sus talones y se dirigió hacia la escalera que llevaba a la cubierta de popa.
Al llegar arriba, vio que Elizabeth Dunmore se encontraba de pie junto a la barandilla. Desde que habían zarpado hacía ya varias semanas, no había tenido muchas ocasiones para hablar con ella, porque la joven sufría un pertinaz mal de mares y había permanecido la mayor parte del tiempo en su camarote. Se acercó a Elizabeth algo azorado y la saludó con una reverencia.
—¡A vuestros pies, milady! Me alegro mucho de veros repuesta por fin.
Ella se volvió hacia él con sorpresa.
—¡Lord Noringham! —Su sonrisa parecía algo forzada—. Creo que decir repuesta es exagerar. De momento no es más que un intento de recuperar la normalidad. De todos modos llevo resistiendo varios minutos, lo cual es muchísimo más que lo que había logrado hasta ahora. —Señaló el palo mayor que se erguía ante ellos—. Llevo exactamente lo mismo que los hombres de allí arriba tensando la vela.
William siguió con la mirada hacia donde le indicaba. En lo alto, sobre sus cabezas, los marineros se deslizaban como hormigas por los obenques y sobre las vergas a las órdenes que voceaba el contramaestre, e izaron el juanete.
—Eso es esperanzador —opinó él—. Llevan un buen rato faenando. Tal vez hoy podréis participar en la cena del camarote del capitán.
—No quiero hacerme muchas ilusiones —repuso Elizabeth—. De todos modos, esa es mi intención.
William la contempló de forma discreta. Tenía el rostro pálido a causa de los mareos y, sin duda, había perdido peso. Poco tenía que ver con la muchacha lozana que se había embarcado en Portsmouth con los Dunmore. Con todo, tenía los hombros levantados, en actitud luchadora, y dirigía la cara contra el viento con expresión osada, lo cual indicaba que no se doblegaba con facilidad. Sin duda, esa actitud le sería de gran utilidad, teniendo en cuenta la familia en la que había entrado por matrimonio.
—¿Habéis vivido mucho tiempo en Barbados? —preguntó Elizabeth a su lado.
—Llevo casi toda la vida allí. Mis padres llegaron a la isla durante el primer año de la colonización.
—Así pues, ¿hace más de dos décadas?
William asintió.
—Primero fue mi padre allí en busca de suelo cultivable. En otros tiempos nuestra familia poseía tierras, pero en la época del rey Carlos no se podía vivir en paz. Cuando no proclamaba la guerra o disolvía el Parlamento, exigía dinero y soldados. El país se desangraba, casi literalmente, a causa de conflictos militares. La gente era cada vez más pobre y apenas había comida para todos.
—Entonces habría muchos campesinos que no podían pagar el arriendo, ¿verdad? —Elizabeth lo escrutó con la mirada, como si la respuesta a esa pregunta fuera muy importante para ella.
—Así es. Llegó un momento en que mi padre se hartó. Un día, un viajero le habló con entusiasmo de las posibilidades de las islas de las Indias Occidentales, y mi padre se marchó para comprobarlo con sus propios ojos. Por aquel tiempo Barbados aún estaba completamente deshabitado.
—¿No vivían antes indígenas allí?
—En esa época ya no. Se dice que huyeron de los caníbales; pero tampoco había ninguno de ellos en Barbados cuando mi padre puso el pie en la isla por primera vez. De todos modos, es posible que hubieran estado antes y que se marcharan en cuanto se quedaron sin comida.
Elizabeth se echó a reír y William observó, fascinado, cómo el rostro de ella se transformaba al hacerlo. De pronto, su persona adquirió una presencia tan intensa que era imposible no sentir admiración por aquella joven. La pareció más despierta y atenta que cualquiera de las mujeres que él había conocido hasta entonces. Su cuerpo parecía dotado de una energía especial que se reflejaba en la viveza del interés que brillaba en su mirada y la naturalidad de su alegría.
—En fin, que cuando mi padre, acompañado de un par de docenas de otros aventureros con ánimo colonizador, llegó por primera vez a Barbados halló allí las condiciones ideales para la agricultura. En esos años los primeros colonos de América habían empezado a ganar grandes fortunas cultivando tabaco, y mi padre también quiso hacerlo. Regresó a Inglaterra y vendió todos nuestros bienes, excepto la propiedad donde mi abuela había residido hasta hace poco. Luego nos metió a mi madre, a mi hermana Anne y a mí en un buque con todos nuestros bienes. Así llegué yo a Barbados.
—Así pues, podría decirse que es vuestro hogar.
—No hay ningún sitio que esté más próximo a mi corazón —admitió William.
Le sorprendió la profundidad de los sentimientos que lo habían invadido al hablar. Esa sensación era mucho más intensa que la nostalgia que había sentido recientemente en Londres, harto del frío y la melancolía del clima inglés y del entorno hostil.
—Desde entonces solo he estado en Inglaterra en dos ocasiones —explicó—. La primera fue hace cinco años, después de la muerte de mi padre, para solventar allí algunos asuntos relacionados con la herencia. Y la segunda vez hace unas semanas. Mi abuela murió a finales del año pasado. Me he encargado de liquidar la herencia y he vendido la antigua residencia familiar. De este modo se ha roto el último vínculo que me unía a Inglaterra.
Elizabeth asintió, pensativa. Un soplo de viento le puso un rizo delante de los ojos. Impaciente, se apartó el mechón a un lado y se lo colocó detrás de la oreja con un gesto que era decidido e impulsivo a la vez.
—¿Y no habéis añorado jamás Inglaterra? —quiso saber.
—Llegamos a Barbados cuando yo era muy pequeño, tanto que apenas recuerdo el viaje. —William se echó a reír—. Lo que sí recuerdo es que mi madre estuvo indispuesta todo el tiempo. Entonces ella juró, por todo lo que le era sagrado, no volver a poner jamás un pie en un barco.
—¡Oh! —Elizabeth hizo una mueca graciosa—. Me reconforta un poco saber que no soy la única que ha sufrido el mal del mar.
—En el caso de mi madre, hay que tener en cuenta que además durante la travesía estaba encinta. Luego perdió el hijo y, poco después, ella también murió.
William lamentó al instante haber dicho aquello porque Elizabeth lo miró con expresión horrorizada. Era evidente que la espantaba pensar siquiera en un embarazo propio. Se apresuró a cambiar de tema.
—Mirad. ¿Aquel no es el cocinero? Se le ve furioso, ¿no os lo parece?
Elizabeth se volvió en la dirección que William le indicaba y juntos vieron que un marinero corpulento, vestido con una ropa llena de lamparones de grasa, subía la escalera que llevaba a cubierta, saludaba de forma breve pero respetuosa al oficial de guardia tocándose la gorra y proseguía hacia la escalera que subía hasta la toldilla. Su aspecto era verdaderamente enojado. Al poco desapareció de su vista. Sin embargo, por el ruido, resultaba imposible pasar por alto que se había dirigido a la jaula de las gallinas, que se encontraba allí. Un cacareo frenético se elevó por los aires para enmudecer súbitamente. Luego el cocinero descendió por la escalera blandiendo en el puño una gallina inerte. Antes de pasar junto a Elizabeth y William con un andar despatarrado y arrastrado, arrojó un esputo oscuro de tabaco por la barandilla tras mascullar para sí una imprecación en neerlandés. A William le pareció oírle rezongar las palabras «mujer», «barco» y «caldo», por lo que concluyó que, seguramente, el motivo de su enojo se debía a la combinación de esas tres cosas. Con todo, a falta de más contexto no acababa de entenderlo.
—Esa debe de ser mi cena —dijo Elizabeth—. Mi suegro quiere a toda costa que me preparen caldo de gallina para fortalecer los nervios de mi estómago.
El tono ligero que empleó sonó forzado. Era evidente que ella todavía no se había recuperado del susto por el comentario de William.
—¿En qué parte de Barbados tenéis vuestra plantación? —preguntó, como queriendo pensar en otra cosa.
—Cerca de Holetown. Esto está en el lado occidental de la isla.
—¿Todavía cultiváis tabaco?
—No. Como la mayoría de los terratenientes, en los últimos años nos hemos pasado al cultivo de la caña de azúcar. Al norte y al este de la isla sigue habiendo campos de tabaco y de índigo, pero es un cultivo que va a la baja. La competencia con Virginia es demasiado fuerte; al parecer, allí el tabaco se cultiva mejor que en Barbados.
—¿Tenéis también casa en Bridgetown, como los Dunmore?
—No. Nosotros, esto es, mi madrastra, mi hermana y yo, vivimos en Summer Hill. Es el nombre de nuestra plantación. Estamos muy a gusto allí. Hace tres años mandé construir una nueva casa.
—Tal vez algún día os haré una visita. —Elizabeth se interrumpió. Al parecer, temía haber rebasado el límite de la conveniencia. Entonces añadió—: Con mi marido.
—Cuando gustéis. —William calló unos segundos y luego agregó—: Eso siempre y cuando vuestro esposo encuentre el camino a Summer Hill.
—¿Qué queréis decir con ello? —preguntó, sorprendida—. ¿Tan escondida queda vuestra propiedad?
William negó con la cabeza con ademán afligido.
—Por favor, disculpad. Esa observación ha sido una bobada. La verdad es que es imposible no encontrar Summer Hill, pues no hay tantos caminos en la isla. No. Yo, en realidad, me refería a ciertas… reservas internas. Tenéis que saber que entre los Dunmore y los Noringham no reina precisamente la mejor de las amistades. —Terminó hablando con franqueza—. La verdad es que no existe un gran aprecio entre ambas familias.
—¿Por qué no?
William se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe con certeza —respondió—. Según parece, la hostilidad se remonta a muy atrás. En una ocasión mi madre me contó que entre mi padre y Harold Dunmore hubo una disputa tremenda, pero no supo decirme sobre qué. Desde entonces los Dunmore no sienten una especial simpatía por nosotros. Como es natural, en una isla como Barbados no es posible esquivarse, sobre todo cuando, como es el caso de los Dunmore y los Noringham, se tienen intereses comunes. Compramos a los mismos comerciantes y vamos a la misma iglesia. Robert y yo tuvimos el mismo tutor, y aprendimos a manejar la espada y a disparar con el mismo maestro de armas. Como la isla no es muy grande, todo el mundo se conoce bastante bien.
—¿Robert no os ha hablado nunca sobre el posible motivo de esta enemistad?
—Enemistad es una palabra muy rotunda; yo no diría tanto. De hecho, los Noringham no tienen nada contra los Dunmore. —«Dejando de lado que Harold es un déspota que no siente respeto alguno por la dignidad humana», se dijo para sí. «Y que Robert es un vicioso y un mujeriego». A continuación añadió en voz alta—: Se trata más bien de un… distanciamiento.
Abandonó el tema tras esa descripción tan prudente. William se dijo que Elizabeth pronto averiguaría por su cuenta todo cuanto tenía que saber sobre los Dunmore. Uno de los aspectos más desagradables ya lo había descubierto, y los demás no tardarían mucho en salir a la luz.
—Robert simplemente se ha limitado a seguir la tradición de su padre. No le gusto y no se esconde de ello. Para seros franco yo, por mi parte, tampoco he buscado su amistad. De todos modos, estáis cordialmente invitada a Summer Hill siempre que os apetezca visitarnos. Anne estará encantada de tener compañía femenina. A menudo se siente un poco sola allí arriba, en las colinas. Seguro que la alegará tener una amiga.
—Por supuesto que visitaré a vuestra hermana —afirmó Elizabeth. A William le pareció que lo decía totalmente en serio, y que no le importaba en absoluto lo que su suegro y su marido pudieran opinar al respecto—. Si Robert no quiere venir, mi prima Felicity me acompañará.
—Ella será tan bienvenida como vos.
Precisamente el tema de esa conversación se encontraba a babor, bajo el toldo que había tendido en una parte de la cubierta de popa. El viento alborotaba los rizos oscuros de Felicity, que tenía el hermoso rostro redondo sonrosado por el aire de mar. A su lado estaba una de las francesas. Las dos charlaban animadamente en su lengua materna. De vez en cuando Felicity soltaba alguna risita y miraba alrededor con disimulo. Seguramente la joven le explicaba alguna confidencia subida de tono.
Harold Dunmore salió por la escalera que llevaba a cubierta. Su rostro adquirió una expresión de enojo profundo cuando vio a las dos muchachas juntas. William adivinó que el humor de Dunmore se le agriaría aún más en cuanto se percatara de que acompañaba a su nuera.
Habría podido retirarse rápidamente, pero no le pareció correcto abandonar sin más a una dama, así que se quedó donde estaba.
Harold se aproximó directamente a ella, pasando junto a Felicity y la francesa, a las cuales no les dedicó la menor atención.
—Parece que ya estás mejor —dijo en un tono jovial a Elizabeth.
Mientras hablaba dirigió una mirada de reojo a William que hizo que este se estremeciera. Una sombría animadversión transformó la mirada de Harold, que no parecía encontrarse cómodo tras esa fachada de jovialidad forzada.
—Tras pedírselo yo, el capitán ha ordenado al cocinero que para cenar sirva sopa de gallina recién hecha.
—Muchas gracias —dijo Elizabeth, sorprendida.
—Parece que lord Noringham se ha encargado de brindarte un poco de compañía.
—Sí. Ha sido muy gentil por su parte. Además, nos ha invitado a Felicity y a mí a visitar a su hermana Anne.
—¡Qué atento! Veremos si hay oportunidad de que puedas responder a ella.
—Por supuesto que sí. Me han dicho que la vida social de Barbados resulta un poco… limitada para las chicas jóvenes.
Harold Dunmore no contestó, pero su ira era casi palpable. Su mirada iba vagando de Felicity a la francesa. De nuevo la cólera le destelló en los ojos; parecía estar a punto de armar una buena bronca y reprender a alguien, fuera quien fuese. Abría y cerraba las manos, como si le estuviera costando un esfuerzo tremendo contenerse. Al final se dio la vuelta de repente.
—Nos veremos a la hora de cenar —dijo sin más por encima del hombro mientras se disponía a descender por la escalera.
—¡Oh, vaya! —se lamentó Elizabeth volviéndose hacia William Noringham—. Ahora entiendo lo que queríais decir. Parece realmente que no os soporta.
—Al final llega un momento en que uno se acostumbra.
—Puede que también sea posible acostumbrarse a olvidar esa antigua rencilla y volver a acercarse de forma amigable.
—La esperanza es lo último que se pierde —respondió William con una sonrisa.
—Haré cuanto esté en mi mano para desterrar cualquier enemistad entre vuestra familia y los Dunmore —insistió ella.
William no repuso nada. Sabía que muchas cosas no podían cambiarse, por mucho empeño que se pusiera en ello. Sin embargo, permaneció todavía un buen rato en la cubierta de popa junto a Elizabeth, hasta que perdió la noción de espacio y de tiempo. Su rostro entrañable y franco, el poder animoso de su presencia, tan alta, y la despreocupación osada de sus observaciones lo subyugaron de tal modo que olvidó por completo el paso de las horas.
Un grupo de delfines asomó en el océano. Saltaban juguetones fuera del agua para zambullirse otra vez con un arco de salpicaduras y luego lanzarse contra las olas de popa. Sus habilidades impresionaron vivamente a Elizabeth, que nunca antes había visto algo parecido.
—¡Mirad! —exclamó—. ¡Es como si quisieran bailar!
Aquel entusiasmo conmovió a William, y el afecto espontáneo que sentía por aquella joven se intensificó de un modo que debería haberle aconsejado prudencia. Sin embargo, no le habría gustado tener que renunciar en ningún momento a la compañía de Elizabeth.
Solo cuando un marinero que estaba de vigía en lo alto del palo mayor gritó a pleno pulmón que había tierra a la vista, William logró apartar la atención de Elizabeth.
En el horizonte asomaba la línea de la costa de Madeira.