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Elizabeth dio un respingo.

—La iglesia —farfulló—. ¡Tenemos que ir a la iglesia!

—Estabas soñando —le dijo Felicity, sentada en la butaca junto a la cama de Elizabeth con Jonathan. Sus ojos parecían muy grandes a la luz de las velas que quemaban en los soportes que había en la pared.

Elizabeth se incorporó. El corazón le latía deprisa y tenía la boca seca. Sí, había soñado, pero ¡era tan real! Una voz le había susurrado que fueran a la iglesia. En su interior aún sentía la urgencia de hacer caso a ese sueño.

—¿Oyes el viento? —preguntó Felicity—. Sacude los postigos de un modo que da miedo. —Besó los ricitos de Jonathan—. Pero aquí este hombrecito duerme tranquilamente. Todo lo ocurrido lo ha dejado agotado. —Empezó a tararear una melodía, pero esta sonaba débil y temblorosa, evidenciando la inquietud que sentía en su interior.

Elizabeth se levantó y se acercó a la cómoda para servirse un vaso de agua de la jarra. Lo tomó a grandes sorbos, hasta que su intensa sed remitió.

—Los hombres de abajo —dijo—. Deberíamos ofrecerles algo de comer y beber.

—Ellos toman lo que necesitan. Antes he bajado y les he enseñado la cocina. —Felicity señaló una tabla con queso, un par de lonjas de pollo y un pan que aparentaba estar muy seco. Al lado había una fuente con trozos de melón—. También he traído algo para nosotras.

—¿Cuánto rato he dormido?

—Una hora quizá.

—Bueno, pues ahora te toca a ti. Túmbate, yo cogeré al pequeño y haré guardia.

—No creo que pueda dormirme —la contradijo Felicity.

Sin embargo, apenas posó la cabeza en la almohada, se quedó dormida. Elizabeth dejó al pequeño tumbado en la cama, junto a Felicity. Allí estaba mejor; además, eso le permitía moverse libremente por la habitación. Estaba demasiado inquieta para permanecer sentada; todo la empujaba a abandonar aquel cuarto, incluso la casa, para siempre. No obstante, sobre todo, quería saber cómo estaba Duncan, cerciorarse de que estaba bien. Aquella incertidumbre resultaba insoportable.

Al menos antes de salir a caballo hacia la ciudad se habían vuelto a armar. Ella misma le había propuesto forzar el armario de armas de Harold; en él habían encontrado un mosquetón, dos pistolas con pólvora y munición suficiente así como una espada ropera con el tahalí correspondiente. Duncan había tomado para sí el mosquetón, la espada y una pistola, y la otra se la había entregado a Elizabeth. «Ya sabes cómo manejarla —le había dicho—. No vaciles en usarla. Recuerda que solo sobrevive el vencedor».

Elizabeth tenía el arma sobre la repisa de la ventana, cargada y dispuesta para ser disparada. Era una pistola de chispa que no requería mecha. La contempló con atención y recordó mentalmente todas las acciones. Duncan no solo le había enseñado a apuntar y a disparar sino también a cargarla de nuevo, en caso de que fallase con el primer disparo o si precisaba abatir a más de un enemigo.

No podía estar en la habitación. Tenía que moverse y decidió ir a ver a Pearl. Tomó la pistola consigo y bajó. Apenas había puesto un pie en el vestíbulo, que solo estaba iluminado por una lamparita de noche, cuando de entre las sombras surgió sigilosamente una figura. Al instante se oyó un resuello de disgusto. Uno de los vigilantes de Duncan —el pirata desdentado que obedecía al nombre de Sid— se le acercó mientras volvía a envainar el sable en el cinturón de armas bien equipado. Su cara deforme mostraba una actitud desaprobatoria.

—Milady, antes de vagar por la casa deberíais avisar siempre; de lo contrario, acabaréis sin cabeza antes de que nos demos cuenta de que sois vos.

—Lo siento. Quería ir a ver a Pearl.

—Ya está hecho. Tiene avena y una tina de agua, y está seca y contenta en el establo. Deberíais volver arriba.

Era evidente que a Sid no le gustaba la idea de discutir con ella. Elizabeth se adaptó a las circunstancias con un suspiro y regresó a la planta superior.

Duncan miraba concentrado a través del catalejo. No se veía gran cosa pues el cielo cubierto de nubarrones, que se movían rápidamente, cubría casi por completo la bahía con un manto de oscuridad. Ni la luz de la luna, ni las luces de los mástiles indicaban la posición de los barcos enemigos. La flota había zarpado.

Palpó el papel que uno de sus hombres le había llevado hacía un rato. Ayscue había recibido su mensaje y le había respondido. Por lo menos, el comandante de la flota estaba de acuerdo con su plan. Ahora todo tenía que ir tal como se había convenido. Y además, lo antes posible. El temporal que se cernía sobre ellos no permitía grandes márgenes de tiempo. Era la hora, por fin, de embarcar su carga más preciada y sacar el Elise del puerto.