51

Antes de dirigirse a caballo hasta Summer Hill, Harold se pasó por Rainbow Falls para comprobar cómo iba todo. Para su alivio, las cosas seguían el curso habitual. El día anterior habían escapado dos criados sometidos a contrato y dos esclavos nuevos, pero él había contado con pérdidas mayores. El resto seguía trabajando duramente en los campos bajo la vigilancia del nuevo capataz mientras dos hombres montaban guardia ante la posibilidad de que apareciesen los esclavos rebeldes. En la barraca que hacía de cocina Rose preparaba el almuerzo y, tal como él había ordenado, unos cuantos mozos habían empezado a poner los fundamentos del nuevo molino de azúcar.

Después de inspeccionarlo todo Harold volvió a marcharse. Recorrió la plantación de los Noringham y examinó hasta el último rincón. Todo estaba igual que la última ocasión en que había estado allí. En la cabaña del capataz los cadáveres, que entretanto se habían abotagado por el calor, habían empezado a heder y estaban cubiertos de moscas azules tornasoladas. También Harriet yacía en la galería exterior tal como había caído, con los ojos vidriosos y blanquecinos a causa de la incipiente descomposición.

El cadáver de la criada irlandesa se encontraba intacto en la escalera; sin embargo, la costurera que había matado en el dormitorio de Anne había desaparecido. Con la respiración entrecortada, Harold sacó el puñal y escudriñó con sigilo todas las habitaciones. Cuando por fin la encontró dejó salir lentamente el aire que había contenido hasta entonces. La muchacha, con las últimas fuerzas que le quedaban, se había arrastrado hasta la sala de costura del final del pasillo y se había ocultado detrás de una canasta de ropa. Seguramente había permanecido con vida bastante tiempo porque apenas se le notaba el hedor de la putrefacción.

—¡Anne! —gritó con la voz disimulada—. ¡Anne! ¿Dónde estás?

Intentó adoptar un tono de voz desesperado, imaginando el modo en que la llamaría su hermano. Al cabo de un rato, aquello le resultó más fácil porque, si no la encontraba pronto, sería fatal para sus planes. Sin embargo, al final perdió la paciencia y estalló en gritos.

—¡Mal bicho! ¡Sal de ahí! ¡Voy a acabar contigo!

Una voz le respondió detrás de la canasta de ropa.

—Harold, has hecho cosas terribles.

Él dio un respingo y gritó, asustado. La costurera se había alzado del suelo y estaba delante de él, con el vestido empapado de sangre por delante y cubierto por completo de moscas gruesas de color azul oscuro, que también le salían por la boca, si bien eso no parecía inquietarla en absoluto.

—Harold, ¿no temes ir al infierno?

Los ojos de ella eran como dos brasas negras y sin vida; su sonrisa, en cambio, tenía una apariencia espeluznantemente viva pues cuando hablaba le brotaban de los labios cada vez más moscas. Lo sabía todo de él: todas sus infamias, todas sus muertes, todos sus pensamientos impuros.

—¿Y todo eso solo porque la quieres para ti? —le preguntó la mujer de los ojos negros—. ¿Crees que ella te amará tal como eres? ¿Te figuras acaso que alguien en este mundo puede amarte a ti?

Harold se echó a gritar para no escuchar aquellas palabras, se tapó los oídos y, como ella no paraba de hablar, sacó el puñal y la degolló para acallarla. Entonces se dio cuenta de que, en realidad, había acuchillado al maniquí de costura. El cadáver de la fallecida yacía en el suelo, igual que antes. Notó que las moscas le hacían cosquillas en las manos, le revoloteaban en torno a la cabeza y querían meterse en su boca. Aunque Harold gritó varias veces no logró ahuyentarlas. Desesperado, arremetió contra ellas, atrapándolas y matándolas una a una. Pero había muchas, demasiadas, y algunas lograron escapar. Salió a gatas al pasillo para atraparlas, no debía permitir que huyeran. Eso podía tener consecuencias tremendas.

En algún lugar de la planta de abajo oyó ruidos, como de pasos; sin embargo, esa vez no estaba dispuesto a que le tomaran el pelo. Primero tenía que ocuparse de las moscas. Luego ya se vería.