19
Duncan estaba sentado en la habitación trasera de Chez Claire, con el cuerpo echado hacia atrás, un vaso de ron balanceándose sobre su pecho desnudo y con los pies apoyados en una mesa maciza que tenía delante. Aquella silla baja era incómoda, pero también lo habría sido estando en una posición normal; Duncan reflexionaba con desidia por qué se le había ocurrido ir tan pronto a tierra cuando podía estar meciéndose cómodamente en su hamaca en el Elise hasta la puesta de sol, o yaciendo en su alcoba. El ambiente era sofocante, y hacía tanto calor que por un momento sopesó la posibilidad de ir al mar y refrescarse; sin embargo, pensar en bajar hasta la playa y desnudarse ya le resultaba demasiado cansado.
La habitación trasera tenía cerrados los postigos que daban al mar, pero por los travesaños se colaban finos rayos de sol que dividían la estancia. El suelo aún estaba húmedo por el último chubasco. No había cristal capaz de contener el paso de la lluvia, por lo que esta se filtraba por cualquier resquicio, impregnando así el ambiente de una humedad que luego, invariablemente, en cuanto el sol volvía a asomar, pasaba a convertirse en el omnipresente vapor caliente y sofocante.
La puerta que daba al salón solo estaba entornada; también allí reinaba un ambiente amodorrado. Habían acudido ya unos cuantos borrachos; tres o cuatro estaban sentados a la mesa jugando a las cartas mientras bebían ron. La mayoría, sin embargo, acudiría al atardecer, cuando hubieran pasado ya las horas de más calor. Entonces los intrincados callejones que había detrás del muelle, donde se agrupaban puerta con puerta las tabernas, los garitos y las casas de citas, se llenarían de marineros ruidosos cuya noche terminaba con la llegada del alba.
Tampoco en las habitaciones de la planta superior de Chez Claire había mucho ajetreo. Durante la tarde habían comparecido algunos hombres con sed de amor y habían subido a los dormitorios por la escalera estrecha que conducía del vestíbulo a la planta superior; de todos modos, se habían marchado pronto. Dos aún seguían allí, divirtiéndose con las chicas, pero estas no les dedicarían mucho tiempo. Solo se lo dedicaban a los que pagaban bien: los oficiales, los terratenientes o los capataces. El resto no podía permitírselo. Claire tenía sus principios. Había que pagar por anticipado y, además, en plata. De esa solo tenían suficiente las gentes pudientes.
Duncan mató una mosca que se le había posado en el pecho. La lluvia y el bochorno consiguiente hacían salir a miles de insectos del suelo embarrado, y había rincones en la isla que prácticamente estaban infestados por ellos. A él le picaban poco, pero le habían contado que había a quien le salían unos bubones parecidos a los de la peste. Perezosamente se secó una gota de ron que le había resbalado por el vientre al colocarse el vaso encima. Sintió una excitación vaga y, por un instante, sopesó la posibilidad de ir arriba. Las muchachas de Claire era limpias, y la propia Claire le había dicho, con una sonrisa muy amable, que en cuanto terminara con el cliente siguiente, no tenía ningún otro compromiso. En los últimos dos años ambos habían pasado, de vez en cuando, muy buenos ratos juntos. Claire era hábil y solícita, y con ella los hombres tenían la sensación de ser bienvenidos.
Sin embargo, aquella breve excitación desapareció tan pronto como había hecho su aparición. Claire era incapaz de apagar el calor que notaba en su interior y sabía que luego se sentiría peor. La satisfacción anhelada se volvería amargura insípida, antes aún de que se hubiera abrochado el pantalón. Había cosas que no podían comprarse. Tomó un largo trago de ron y se maldijo en silencio.
Así lo encontró Claire Dubois cuando volvió a la habitación de atrás un poco más tarde. Se dejó caer en uno de los taburetes que había en torno a la mesa y estiró las piernas. Con un suspiro se levantó la falda y se ajustó bien las ligas.
—¡Uf! Menudo bochorno hace hoy, ¿no?
—Esto es el Caribe —dijo Duncan.
La contempló mientras se arreglaba la falda sobre las piernas delgadas y luego se componía el peinado, totalmente ajena a la presencia de él. Era toda una belleza: tenía la piel blanca, de porcelana, el cabello rojizo y los ojos verdes, ligeramente rasgados. Su belleza frágil tenía algo exquisito y atemporal, como un retrato perfecto. Sin quererlo, la comparó con Elizabeth, con sus rizos rubios y díscolos, sus ojos de color turquesa y aquella piel que había adquirido el tono tostado de la miel gracias al sol. Como había comprobado no hacía mucho, tenía el cuerpo completamente moreno; tenía que haber, por lo tanto, un lugar donde ella acostumbrara a tumbarse desnuda al sol, sin tener en consideración que con ello desaparecía de su cuerpo todo punto de palidez decente. A la luz del fuego, la vaina de plata del puñal había refulgido en su piel como una mancha blanca. Sus pechos rotundos estaban tan morenos que sus pezones rosados parecían más claros que el resto de la piel. Los tenía en la boca cuando penetró a Elizabeth, y ella había gritado de placer. Se dio cuenta de que se estaba excitando.
Claire le sonrió.
—¿Qué? ¿Has cambiado de idea? —quiso saber.
No sería lo mismo. No sentía ni el menor deseo de acostarse con ella.
—Hoy no —dijo Duncan.
Ella no se ofendió. En los dos años y medio transcurridos se habían convertido en unos buenos amigos.
—¿Vas a ir mañana a la reunión de los terratenientes? —preguntó la joven para cambiar de tema.
—Ya veremos —respondió él con vaguedad.
—Sé que irás.
—Y entonces ¿por qué lo preguntas?
Se percató de que ella arrugaba la frente y supo por qué. Había notado que él le ocultaba algo; era casi como si tuviera un sentido especial para ello. Cuando a Claire le parecía que Duncan se reservaba una información importante, se comportaba casi como un perro sabueso hasta averiguarlo.
—Tienes planes, ¿no? —quiso saber. Para ello usó un tono forzadamente informal, pero Duncan no se dejó engañar. Reprimió una sonrisa.
—Siempre tengo planes.
—Pero esta vez son especiales, hein? —Sonrió, lisonjera, mientras dejaba oír claramente su atractivo acento francés—. Vamos. Ya sabes lo curiosa que soy. No se lo contaré a nadie.
Eso era absolutamente cierto. Nunca trataba a la ligera las confidencias. Solo las daba a conocer si lo consideraba conveniente y beneficioso. Ella, por su parte, también le confiaba alguna que otra cosa, como el asunto de Robert Dunmore que le había contado ese mismo día a primera hora de la tarde, antes de que aquel fuera a visitarla. Era sorprendente que Duncan no hubiera oído nada al respecto, y eso que estaba a menudo en la isla.
—Hasta ahora se dedicaba fundamentalmente a las criadas de Dunmore Hall —le había contado—. De hecho tenía, como quien dice, varias a su disposición. Pero hace poco ocurrió algo. Una de las irlandesas desapareció de pronto; según me dijeron, de un día para otro. Nadie sabe dónde está. Desde entonces tiene que desfogarse en otra parte. Su padre le tiene prohibido acercarse a las criadas. Y tampoco puede acercarse a las negras de la plantación. Nunca ha podido hacerlo. El resto de los amoríos que tiene en la isla de vez en cuando no son suficientes para él. Así que viene aquí. —Ella negó con la cabeza y chasqueó la lengua—. Y muy a menudo. En las dos últimas semanas ha estado aquí por lo menos diez veces.
—Según parece, lo necesita.
—Y tanto. —La voz de Claire había adoptado un tono experto—. Es un adicto.
Duncan se había echado a reír, pues había supuesto que ella bromeaba; sin embargo, ella hablaba totalmente en serio.
—Es una obsesión. Duncan, ese tipo es un cerdo desgraciado. Lo suyo no tiene remedio. Y como no puede acercarse a su esposa, tiene que desahogarse en otro sitio.
Oír aquello llenó a Duncan de una satisfacción absurda, aunque también de desprecio.
—Hay cosas para las cuales un hombre puede aliviarse solo —comentó con desdén—. Pregunta si no a los marineros de mi barco; allí a menudo hay que pasar meses sin mujeres.
—Bueno, en este sentido no es comparable, porque Robert Dunmore siempre ha tenido mujeres a su alcance. ¿Por qué no puede servirse de la propia? Esa elegante dama inglesa hace tiempo que no se abre de piernas para él. ¿Qué opción le queda en ese caso?
Duncan se enojó, pero reprimió la réplica descortés que tenía en la punta de la lengua al darse cuenta de que Claire lo miraba con curiosidad, de un modo casi acechante, como si contara con esa reacción.
—Robert acabará mal.
—¿Cómo puedes afirmar algo así?
—Él mismo me lo dijo. Fue hace poco. «Claire, yo acabaré mal». Yo le hice la misma pregunta que tú, esto es, que cómo podía decir algo así, y él me respondió que era algo que presentía en lo más profundo de su ser. Me contó que, de un modo inexplicable, siempre había sabido que moriría joven y que, en los últimos tiempos, ese presentimiento se había convertido prácticamente en una certeza. Y añadió: «Me siento como una mecha que va consumiéndose y solo cuando hago el amor me olvido de que mi vida pronto terminará».
—Ese tipo está loco —repuso Duncan con convencimiento.
—Desde luego —corroboró Claire, si bien le pareció percibir en su voz un deje de compasión.
Con desdén él había dicho:
—Bueno, si sigue así, morirá del mal francés.
—¡Oh! ¡Sabes que yo jamás lo haría con un hombre que no estuviera totalmente limpio, mon ami! Y, por favor, no lo llames mal francés, hein? —Claire se lo quedó mirando, y a Duncan le pareció advertir una expresión calculadora en sus ojos—. ¿Te alegraría que él muriera?
—¿Y por qué tendría que alegrarme? —preguntó él con cierto enojo.
—Porque entonces tú podrías acceder tranquilamente a su viuda. —De pronto los ojos verdes de ella brillaron con intensidad.
Duncan se incorporó y bajó las piernas de la mesa.
—Si has de decirme alguna cosa, dímela.
—¿A qué viene ese tono tan desagradable? —protestó Claire cariñosamente—. Solo quería charlar un poquito. Por ejemplo, yo podría contarte muchas cosas de los terratenientes que mañana se reunirán en casa de los Noringham. Los conozco a casi todos, por lo menos a todos los que llevan la voz cantante en el Consejo: Benjamin Sutton, Jeremy Winston… Todos los influyentes. No puedes ni imaginar cuántos lados oscuros y secretitos tontos tienen. En la cama todos hablan. Incluso el poderoso Harold Dunmore. Durante la travesía los dos trabamos cierta amistad, ¿entiendes? A veces, por la noche, viene aquí. Sube por la escalera de atrás. Nunca se queda mucho rato; para él es una transacción, igual que para mí. Pero, de todos modos, agradece poder abrirme su corazón. Sé, entre otras cosas, que te aborrece porque eres un maldito pirata sin escrúpulos. —Arrepentida, Claire añadió—: Eso de «maldito» lo dice él.
—Ya sé que no me soporta. Siempre ha sido así, no me cuentas nada nuevo. Es consciente de que en nuestros tratos yo gano más que él, y le fastidia mucho. Hace tiempo que me odia por eso. ¿Qué más te explica? Quiero decir, cuéntame cosas importantes de verdad.
Ella frunció los labios, y Duncan suspiró.
—De acuerdo. Yo te cuento mi plan y tú me dices lo que sabes sobre Dunmore. Pero antes dime cómo se te ha ocurrido eso de Elizabeth y yo.
—Yo estaba sentada muy cerca de vosotros cuando os lo hicisteis en el barco.
Duncan se la quedó mirando fijamente, pero ella no hizo ninguna alusión al último encuentro entre él y Elizabeth; por lo tanto, no sabía nada de eso. Que se hubiera enterado del devaneo en el Elise ya era, de por sí, bastante malo, pero el hecho de que en los dos últimos años no lo hubiera mencionado jamás dejaba entrever que confiaba en obtener algunas ventajas de aquello. Aunque solo fuera para conseguir más información, tal como intentaba en ese momento. De todos modos, si Duncan se mantenía callado, no tendría la seguridad de que Claire tuviera la boca cerrada porque, a fin de cuentas, si él salía exitoso en esa empresa, ella saldría favorecida. Tomó otro trago de ron y empezó a contar sus planes a Claire.