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Cuando Akin recuperó la consciencia se encontró atado en una gran jaula de madera en la que en ocasiones los amos metían a los esclavos y a otros presos. Muchas veces, cuando tenía que acarrear azúcar listo para la venta a los cobertizos del almacén del muelle bajo la vigilancia del amo o del capataz, Akin había visto la jaula y se había preguntado cómo se sentirían aquellos desdichados prisioneros, después de haber sido atados y maltratados con el látigo o con la marca de fuego, y sin poder beber ni una gota de agua bajo el calor tórrido del mediodía. Cualquiera podía quedarse allí parado y mofarse de ellos, escupirles o arrojarles piedras, algo que además era habitual y frecuente.

Pero ese día todo era distinto. Akin no sabía cuántas horas había permanecido inconsciente, ni si esa luz crepuscular y mortecina se debía al inicio de la noche o a la proximidad del huracán; de todos modos, aquello no tenía importancia pues la tempestad presagiaba el fin del mundo. El viento bramaba y aullaba, y levantaba en remolinos cualquier objeto que no estuviera afianzado o que no pesara lo suficiente para permanecer en el suelo. Nadie se entretenía en quedarse delante de la jaula; tan solo unos cuantos soldados corrían alrededor, en un esfuerzo evidente por formar mientras un oficial intentaba darles órdenes. Todos los demás habían desaparecido, al parecer para ir a combatir a los atacantes ingleses. Tal vez en esos instantes frente a la ciudad estuviera librándose la batalla definitiva entre las tropas de Cromwell y el ejército de liberación de la isla.

Akin tosió e intentó cambiar su postura de rodillas. Tenía la cara y el cuerpo cubiertos de sangre seca y, si no se equivocaba, no solo tenía la nariz rota sino también, por lo menos, un dedo. De todos modos, nada estaba perdido. Aún podía luchar. Si pudiera arrojarse con fuerza contra los barrotes, tal vez lograría romper la jaula. Entonces solo tendría que deshacerse de algún modo de las ataduras. Necesitaba un cuchillo, un machete… Miró a su alrededor. Y entonces topó con la cara de su amo. El odio refulgía en los ojos de Dunmore, que apretaba con fuerza las mandíbulas. Iba acompañado de dos hombres, unos granujas de rostro astuto. No eran criados sometidos a contrato, sino tipejos que seguramente había pescado en el puerto y a los que había pagado para que cumplieran sus órdenes, independientemente de cuáles fueran esas.

—¡Traedme aceite para lámparas! —gritó a uno de ellos mientras el otro se dedicaba a apilar madera en torno a la jaula: tablas partidas, trozos de vigas, ramas arrancadas; la cosecha, en fin, de la tempestad que cada vez aullaba con más fuerza.

Akin se arrojó con un grito contra los barrotes de la jaula, y Dunmore retrocedió unos pasos riéndose a carcajadas. Ayudó en persona a los hombres a colocar la madera y todos los desechos inflamables. Cuando el viento tempestuoso hacía el amago de querer llevárselo todo por los aires de nuevo, él lo juntaba de nuevo y lo afianzaba bajo una tabla o una rama grande de forma que permaneciera en el sitio. Luego vertió el aceite de la lámpara que le habían llevado sobre el montón de maderos. El viento le agitaba el cabello negro y le levantaba los faldones del jubón, dándole el aspecto de un cuervo desgreñado por la tormenta con las alas extendidas.