35

Duncan se encontró con que los portones del muro exterior de Dunmore Hall estaban abiertos. Aquello parecía confirmar lo que le habían dicho: en la casa apenas había servicio porque Harold Dunmore, después de que los esclavos y una buena parte de los criados sometidos a contrato hubieran huido, se había llevado a todo el servicio de la casa a Rainbow Falls. Frente al establo dormitaba un escuálido mozo, un poco mayor, a la sombra de unos caballos de tiro. Este se sobresaltó cuando Duncan le dio un golpecito con la punta del zapato.

—¿Dónde está tu señora? —quiso saber.

—Oh… eh… ¿Cuál? —balbució el mozo.

—¿Cuántas hay ahí?

El mozo tragó saliva. Era evidente que a él le rondaba en la cabeza algo que era mucho más acuciante que la pregunta de aquel visitante.

—Os ruego que no digáis al amo que me he dormido. Hacía tanto calor y yo estaba tan… —Intentó buscar la palabra adecuada.

—¿… cansado? —propuso Duncan.

El hombre asintió con vehemencia.

—Tu señora —le recordó Duncan.

—Si os referís a mistress Martha, bueno, ella… —El mozo tosió ligeramente—. Ella descansa y no puede ser molestada. Y miss Felicity ha salido. Ha ido a ver a miss Mary Winston. —Su rostro se iluminó—. Entonces os referís a milady.

—¿Milady? ¿Por qué la llamas así? —preguntó Duncan. Elizabeth, aunque hija de un vizconde, pertenecía ahora a la burguesía por haberse casado con Robert pero, al parecer, el criado no lo sabía.

—Porque es una dama —dijo el mozo, sorprendido, como si aquella fuera la más lógica de todas las explicaciones.

Del edificio que alojaba la cocina se asomó una anciana arrugada. Duncan la reconoció: era Rose, la sirvienta irlandesa que acompañaba con frecuencia a Felicity en sus encuentros con Niklas Vandemeer. Excepto en las últimas ocasiones, como le constaba a Duncan, en que se habían encontrado igualmente sin carabina.

—Creo que haré una visita a milady —dijo Duncan—. ¿Podrías conducirme hasta ella?

—Oh… Pero yo… No sé…

El mozo se frotó, intimidado, las palmas de las manos contra las costuras del pantalón y miró con los párpados entrecerrados al visitante, el cual, aunque iba elegantemente vestido —con sombrero con plumas y chaleco de seda reluciente en oro— llevaba también una pistola de apariencia peligrosa y una daga imponente en el cinto.

—Tranquilo, Paddy. —La voz de Elizabeth parecía provenir de arriba—. Es el capitán Haynes. Seguramente trae noticias de Inglaterra, del administrador de mi difunto padre.

—En efecto —dijo Duncan con tono tranquilo.

Se protegió del sol con la mano extendida sobre los ojos. Elizabeth estaba en la galería de la planta superior y miraba hacia abajo. Tenía cogido a un pequeño que le enroscaba los dos brazos al cuello y apoyaba la cabecita en uno de sus hombros. Elizabeth llevaba un corpiño mal anudado y de escote pronunciado, con mangas de tres cuartos y una falda que le llegaba hasta los tobillos. A través de la fina muselina se le podía ver el contorno de las piernas, largas y delgadas. Su cabello rizado, con varios mechones más claros a causa del sol, le caía suelto por los hombros.

—Acompaña al capitán Haynes al patio y pide a Rose que sirva limonada. —Dicho esto, Elizabeth se volvió y desapareció dentro de la casa.

Paddy mostró a Duncan el camino a través del gran vestíbulo de la entrada hasta llegar el patio interior que estaba colmado del perfume de las flores. Una fuente murmuradora destacaba en aquel espacio cuadrado rodeado de arcadas. Duncan reconoció la gárgola: era una obra muy cara hecha por un cantero de Londres por la cual Harold Duncan había pagado una enorme cantidad de dinero. Aquel hombre prácticamente no se permitía nada para sí, vivía en su plantación en condiciones precarias y trabajaba hasta la extenuación; sin embargo, todo cuanto la gente podía ver de él tenía que ser lo mejor: la casa, el carruaje, la fuente y el patio interior tan lleno de frangipani. La hermosa nuera de origen noble. Duncan se sentó al borde de la fuente y puso la mano bajo el chorro de agua fresca, pero entonces vio que Elizabeth salía de la casa y se puso en pie al punto. Se inclinó ante ella.

—Milady.

La expresión en Elizabeth era inescrutable.

—Capitán Haynes.

Aún llevaba el niño en brazos. El pequeño se volvió y lo miró con curiosidad. Tenía un pulgar metido en la boca y la otra mano hundida en el cabello de Elizabeth. El contraste entre sus rizos oscuros y el pelo de color miel de su madre era más que notorio.

—¿Es tu hijo? —preguntó Duncan.

—En efecto —contestó ella.

—¿Cómo se llama?

—Jonathan.

—¿Cuántos años tiene? —De pronto Duncan notó que el corazón se le aceleraba.

Elizabeht lo miró fijamente.

—Cumplirá dos años el día uno de noviembre.

Duncan tragó saliva, pero tuvo la sensación de no notar nada en la boca. Se quedó mirando al niño.

—¿Podría ser que…? ¿Él es…?

Ella asintió sin más y, a continuación, miró con preocupación por encima del hombro.

—Por favor, ahora no digas nada.

Rose acudió con una bandeja en la que había una jarra y dos vasos. La colocó sobre una mesilla en la arcada e hizo una reverencia.

—¿Os traigo alguna otra cosa más, milady?

—Gracias, Rose, puedes retirarte. Tienes el día libre. Díselo también a Paddy. Pero, por favor, pídele que cierre bien el portón.

La anciana asintió y se retiró. Elizabeth se acercó a la mesa y dejó al pequeño en el suelo para poder servir los dos vasos. El niño la asió por la rodilla, mirando con vacilación a aquel desconocido tan alto. Elizabeth le soltó con cuidado los brazos de la pierna y se sentó junto a él.

—Toma, cariño, bebe.

Le tendió uno de los vasos, que Jonathan cogió al instante con sus manos torpes y se lo colocó en los labios. Elizabeth lo ayudó a beber. El pequeño estaba sediento porque, mientras bebía con fruición, el pecho le subía y le bajaba, y dejaba oír borboteos nerviosos a través del vaso. Elizabeth le secó la boquita.

—¿Ya está?

—Ya está —confirmó Jonathan.

Inclinó la cabeza y contempló al desconocido con una sonrisa titubeante que, cuando Duncan, sin darse cuenta, le correspondió con otra, pasó a ser una sonrisa abierta. En la mejilla derecha asomó entonces un hoyuelo profundo, y sus ojos de color azul intenso, bordeados por unas pestañas oscuras, se convirtieron en espejos del propio Duncan.

—Santo Dios —dijo él, asombrado.

—Por favor, no lo asustes —le advirtió Elizabeth—. Y, sobre todo, no hables demasiado claramente de eso ante él. Aunque no habla mucho, lo entiende todo. Y luego podría ponerse a contar algo de repente en el momento más inoportuno.

—Comprendo.

Duncan inspiró, nervioso, y asió el otro vaso. Tomó un par de sorbos y se esforzó por adoptar una expresión alegre y despreocupada ya que el niño lo observaba atentamente.

—¿No temes que llame la atención de alguien? —preguntó con cautela.

—A todas horas —admitió Elizabeth—, sobre todo cuando tú andas cerca y pueden hacerse comparaciones. Supongo que comprendes por qué no he propiciado nunca esos encuentros.

—Oh, bueno, sí. Visto así… De todos modos convendrás conmigo que yo no tenía ni idea.

La comisura de los labios de ella dibujó una sonrisa burlona.

—Sabías perfectamente que tenía un hijo. Por lo tanto, hace tiempo que podrías haberte planteado la cuestión que te acaba de venir a la cabeza.

—Pues no lo hice. Creía que el niño era más pequeño.

—¿Por qué?

Duncan se encogió de hombros, avergonzado, al pensar a qué se debía ese error. Claire se lo había contado después de que él hubiera permanecido medio año ausente de la isla. Estaban ambos tumbados en la cama, en el aquel nidito de amor con ribetes de terciopelo, lámparas de latón y otros objetos decorativos pequeñoburgueses que había en la planta superior de Chez Claire, que entonces estaba recién construido. Después de que él hubiera saciado su primera urgencia, la conversación había derivado de algún modo hacia sus tratos con los terratenientes y de ahí a los Dunmore. De ese modo Duncan había tenido la ocasión de preguntar, como de pasada, por la joven esposa de Robert. Claire se había encogido de hombros y le había dicho que era de suponer que estaba bien porque había sobrevivido al parto del primogénito de la familia. Duncan recordaba muy claramente la gran impresión que le había provocado saber que Elizabeth había tenido un hijo.

—¿Cuándo fue eso? —había preguntado a Claire a pesar de que esta daba muestras, extremadamente seductoras, de querer cambiar de tema.

La francesa entonces había vuelto a encogerse de hombros, esa vez ya entre los muslos de él.

—Hará un par de semanas. ¿Importa mucho? Aquí las mujeres tienen niños constantemente, y con la misma rapidez con que estos llegan mueren. Esos enfants misérables no toleran bien el clima.

O Claire lo había engañado expresamente en lo referido al momento o bien Duncan había confundido las semanas con los meses. Para entonces el niño debería tener ya más de medio año.

—Seguramente fue un malentendido. —Duncan no podía salir de su asombro—. ¿Por qué no me dijiste nunca que él era mi…?

Elizabeth se puso los dedos en los labios a modo de advertencia; sin embargo, Jonathan entonces acababa de descubrir una mariposa entre los arbustos y la eligió de inmediato para jugar con ella. Se dirigió con curiosidad y con la mano extendida hacia la mariposa de colores que revoloteaba en el aire.

—Deberías habérmelo dicho —dijo Duncan.

Elizabeth lo miró con expresión inescrutable.

—¿Para qué?

Sí, ¿para qué? ¿Cómo se suponía que él tenía que responder a eso? ¿Debía decir que estaba en su derecho de saber que tenía un hijo?

—Tendrías que habérmelo contado —repitió él, obstinado.

—¿Y cuándo? —preguntó ella con amargura—. ¿Mientras te acostabas con Claire o en uno de esos días en que tú, considerado como eres, te empeñaste en evitar mi presencia?

Duncan se desplomó en el banco que había a la sombra de la arcada. De pronto se sintió totalmente vacío, como si alguien le hubiera robado algo importante.

—¿Qué habrías hecho de haberlo sabido? —Elizabeth le clavó una mirada penetrante, como si para ella esa respuesta fuera muy importante.

—Lo que hace tiempo que debería haber hecho.

La asió de la mano y tiró de ella para que se sentara en el banco. Al instante sintió el calor de su cuerpo muy próximo a él. Elizabeth tenía la cadera junto a la suya, y su mano menuda quedaba casi oculta bajo los dedos callosos de él. Era curioso lo delicada que resultaba cuando estaba tan cerca. Eso le había llamado la atención muchas veces. En cambio, en cuanto se retiraba un par de pasos, su aspecto era formidable y majestuoso. Entonces parecía inaccesible, como si entre los dos mediaran varios mundos. Pero en ese momento estaba junto a él, más cerca que nunca.

—Ha llegado el momento de que seas mía, Lizzie.

—¿Dónde? ¿De pie, en el bosque? ¿O en la arena, cuando haya oscuridad? —Aunque el tono de voz de la joven era burlón, Duncan percibió un deje de desesperación.

—De todos los modos imaginables. Pero, en especial, como mi esposa.

Ella soltó un respingo y volvió la cabeza hacia él. Tenía los ojos abiertos de asombro.

—Lizzie, cásate conmigo.

Ya lo había dicho. No había marcha atrás. Había sentido cierto temor, pero por fin lo había sacado y se sentía más aliviado que nunca. La miró con ojos brillantes.

—Quiero que seas mi esposa.

En su cara había confusión; las lágrimas afloraron a sus ojos, la boca le tembló y entonces empezó a llorar.

—Si es por Jonathan… —dijo con voz ahogada.

Él negó con la cabeza.

—Te lo habría pedido de todos modos. ¿Para qué crees que he venido? ¿Así vestido? —La estrechó dulcemente entre sus brazos—. Lizzie, ya te dije que eres mía. Si Robert no hubiera tenido la delicadeza de morir, te habría secuestrado. Aquella noche en la playa… De hecho, mi intención era planearlo contigo. Pero estabas tan enfadada conmigo que tuve que posponerlo. Y lo mismo ocurrió hace poco. De algún modo, nunca lo conseguía. Pero ahora sí. La verdad es que ya era hora.

Elizabeth dejó asomar las lágrimas y no hizo ningún gesto por apartarlo de sí, algo que Duncan valoró como un primer éxito. Permaneció sin más entre sus brazos llorando. Él la sostuvo con firmeza y le apretó la boca en el pelo.

—Cariño mío, yo no soy quien para darte lecciones, pero creo que tu tristeza es contagiosa.

Con cuidado Duncan la apartó de sí para que viera que el pequeño estaba delante de ellos con el labio inferior sospechosamente tembloroso.

—¡Oh, vaya!

Elizabeth tendió los brazos hacia el niño y se lo puso en el regazo. Duncan observó con sorpresa que con eso todo parecía haber recuperado la normalidad. El pequeño se acurrucó cómodamente contra su madre con sus bracitos rechonchos firmemente colocados en torno al cuello de ella.

A Duncan la asaltó una desacostumbrada sensación de ternura. Quiso abrazarlos a los dos a la vez, y al final lo hizo, lo cual le valió una mirada de reojo y de asombro por parte del pequeño.

—Fíjate bien —dijo él, sonriendo—. Esto pronto ocurrirá más a menudo.

Elizabeth se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

—Y yo que me preguntaba a qué fiesta irías vestido con este extraño chaleco dorado.

—Bueno, en rigor se trataba de nuestro compromiso. —La miró atentamente—. ¿Estás de acuerdo?

Elizabeth suspiró.

—Oh, Duncan, aunque lo estuviera… Créeme, durante mucho tiempo no he deseado otra cosa que vinieras aquí y te me llevaras. Pero ahora… Robert solo lleva muerto un par de semanas…

—Eso no importa —dijo él—. Olvida el duelo. Tú y el pequeño vendréis conmigo en cuanto yo haya terminado mis asuntos por aquí.

Ella negó con la cabeza.

—Tengo que pensar también en Harold y en Martha. Su único hijo ha muerto. Los dos han perdido el rumbo, están totalmente destrozados. Y además está el motín. Todos los esclavos han desaparecido, la plantación está arruinada y Harold está muy afectado. Él y Martha necesitan un tiempo para recuperarse. Ahora no puedo darles otro disgusto marchándome sin más. Jonathan, Felicity y yo somos la única familia que les queda. Adoran al pequeño y, sobre todo, ¡me necesitan!

—Te equivocas con tu suegro —dijo Duncan—. Él no necesita nada ni a nadie porque tiene el corazón de hielo. Mientras él pueda sacudir el látigo, todo le va bien. Si realmente lo que le importa es la familia, ¿por qué no está aquí? Y en cuanto a tu suegra… Ha pasado muy bien casi toda su vida sin ti y podrá volver a hacerlo en cuanto deje de tomar alcohol y láudano. He oído rumores sobre su estado, pero también se dice que a la larga no hay nada que pueda doblegarla. No vas a sacrificarte por tus suegros y hacerme esperar a mí.

Le pareció que Elizabeth iba a protestar y se lo impidió besándola. Ella intentó apartarse, pero él le sostuvo la mandíbula con firmeza. Jonathan levantó los ojos hacia ellos y los miró.

—¿Beso?

Elizabeth parecía preocupada, pero Duncan se limitó a sonreír.

—Eso es, hijo mío. —Se volvió hacia Elizabeth y dijo—: Parece que es un muchachito muy despierto.

—Es muy cabezota —dijo ella.

—Oh, eso también podría venirle de la madre. Vamos, dame otro beso.

—No —dijo Elizabeth, decidida—. Es una imprudencia y, sobre todo, no está bien hacerlo aquí. Esta es la casa de Harold y no puedo…

—Tienes razón —la interrumpió Duncan—. Vámonos a otro lugar.

Elizabeth gimió.

—Duncan, no me lo pongas tan difícil.

—Cariño, no te das cuenta de la gravedad de la situación. Quiero sacarte de Barbados porque creo que no estás a salvo.

—Eso es una tontería. Ya hace tiempo que la revuelta de los esclavos…

—No me refiero a los esclavos, aunque en este punto tampoco es prudente creerse a salvo. Lizzie, tu suegro es capaz de cualquier atrocidad.

—¿Qué quieres decir?

—Yo estaba presente cuando te golpeó. Y le vi la cara mientras tú estabas postrada en el suelo frente a él.

—Eso le supo muy mal —dijo Elizabeth—. Incluso me pidió disculpas. La verdad es que posteriormente ha mejorado mucho y está muy amable conmigo. Se esfuerza por tratarme bien.

—Para mí ese no es un motivo de peso para confiar en él. Al contrario.

—¿Qué quieres decir con eso? —quiso saber ella, extrañada.

—Ese hombre te desea, Lizzie.

Elizabeth se echó a reír, incrédula.

—Estás loco.

Duncan enarcó las cejas.

—En lo que a ti respecta, sin duda; en este aspecto no pienso con claridad. Pero esto no altera la visión que tengo de los demás. Veo lo que veo y no me invento nada.

Ella negó con la cabeza con desagrado.

—De verdad, Duncan, en este caso tu fantasía es excesiva. ¿Cómo eres capaz de interpretar de forma tan ruin la necesidad de consuelo y la desesperación de un hombre víctima del destino cruel?

—Lizzie…

—Calla. No quiero oír más sandeces.

Duncan se dio cuenta de que en ese tema no había nada que hacer así que lo dejó.

—Muy bien. Hablemos de otra cosa. No tenéis a nadie aquí para protegeros. Antes, al entrar, el portón estaba abierto. Habría podido pasar cualquiera.

—Ya le he dicho a Rose que Paddy debe cerrarlo. Tú mismo lo has oído.

—Y mañana se olvidará otra vez y se quedará dormido en el patio. Bridgetown está repleto de personajes muy dudosos: bucaneros, piratas, estafadores, ladrones y demás maleantes. Además, mañana entrará la flota inglesa y aquí se producirá un revuelo enorme.

—Entonces aquí estoy tan segura como en cualquier otro lugar. Por otra parte… —Ella lo miró con expresión pensativa—. Podría ir a casa de los Noringham, a Summer Hill. Está algo más apartada, y William sabe manejar muy bien las armas.

—No —dijo Duncan de inmediato.

—No te preocupes. No tenía intención de hacerlo. —Lo miró de reojo con burla disimulada—. Estás celoso de William.

Duncan fue a negarlo, pero entonces se percató de que ella lo estaba desafiando.

—Sí, estoy celoso —corroboró—. Igual que tú de Claire.

—Eso no es cierto —repuso Elizabeth acaloradamente. Pero entonces cedió a su vez—. Vale. Yo también. Pero ¡no te hagas ilusiones!

Al hablar alzó un hombro desnudo, y su apariencia entonces fue tan provocadora y seductora que Duncan no pudo hacer otra cosa que inclinarse y besarle primero aquel hombro tan atractivo y luego la boca.

Esa vez a Elizabeth no le sirvió como excusa que el pequeño los miraba. Jonathan se había dormido en su regazo, con su cabecita de cabello rizado y oscuro apoyada en el pecho de ella.

—Tienes que irte, Duncan —dijo ella—. Martha pronto despertará. Cuando no acudo de inmediato ella sale de la habitación.

—Me gustaría poder volver a verte hoy. A solas.

—No sé si…

—Haz que pueda ser. He de hablar contigo de algo. Es importante. Ven en dos horas. —Le dijo el lugar donde quería encontrarse con ella y luego la besó en la sien—. No me hagas esperar.

—Solo podré si Felicity está de vuelta para entonces.

—¿Adónde ha ido?

—Se ha citado con Niklas Vandemeer.

—Entonces como muy tarde habrá regresado en una hora. Vandemeer está haciendo los últimos preparativos para zarpar con el Eindhoven y marcharse a tiempo. La Armada no se anda con contemplaciones. Actualmente la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales hace bien en no cruzarse con el almirantazgo.

Duncan acarició cariñosamente la cabeza del pequeño. Sus ricitos eran cálidos y finos como una pluma entre sus dedos.

—Hasta luego —le dijo a Elizabeth antes de acariciarle el cabello a ella e irse de mala gana.

Ya de camino hacia la salida, pasó junto a la escalera doble que se elevaba en una onda desde el vestíbulo hasta la galería del primer piso. Allí arriba, detrás de las florituras de talla del pasamanos estaba de pie, vacilante, una triste figura de aspecto fantasmagórico vestida con una camisa blanca arrugada. Martha Dunmore. Lo contempló desde lo alto; al principio le pareció que lo atravesaba con la mirada. Luego lo miró con expresión vacía.

—¿Qué queréis? —preguntó ella con voz triste.

Duncan se apresuró a marcharse.