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Al entierro de Martha Dunmore habían acudido solo unas pocas personas. El cañonazo de la noche anterior había despertado temor y aprensión entre la gente, y casi todo el mundo prefería permanecer encerrada entre sus cuatro paredes, más aún cuando había corrido la voz acerca de la devastación en que estaba sumido el cementerio. De hecho, corría el rumor de que, en realidad, los parlamentarios habían querido destrozar la iglesia para dejar patente que no se arredraban ni ante lo más sagrado. El temor de más ataques hacía que la gente se mantuviera muy aislada.

Elizabeth estaba de pie junto a la tumba abierta, bajo un calor húmedo y sofocante, escuchando con poca atención la alocución del reverendo Martin, al cual, sorprendentemente, apenas se le notaba el desenfreno de la noche anterior. Con las manos patéticamente juntas este imploraba la bendición del Señor para su sierva Martha Dunmore, a la que le había sido arrebatada la vida de forma salvaje.

Elizabeth, embutida en el estrecho vestido negro, sudaba y pensaba en Robert, junto a la tumba del cual Martha ahora tendría su último descanso. Se preguntó si tal vez ella se reencontraría con él en el reino de los cielos; eso, claro estaba, siempre y cuando él hubiera ido a parar allí y no al purgatorio. Los pensamientos vagaban por su mente, de un lado a otro, como sombras fugitivas. Más atroz era para Elizabeth la angustia que sentía al pensar en Harold. Nadie sabía dónde estaba. Oficialmente se decía que él, loco de dolor por la pérdida de su esposa, vagaba por los bosques buscando al vil esclavo causante de todo aquello. Circulaba la voz de que el asesinato lo había sumido en un estado tal que le impedía incluso asistir al entierro. Elizabeth se sentía profundamente aliviada de que Harold no estuviera allí y temía el momento en que tuviera que volver a verlo.

La noche anterior, tras su regreso, Duncan había tomado de inmediato medidas para que Harold no pudiera aproximarse más a Elizabeth. Ella, por pudor, no se había atrevido a hablarle de la impertinencia de Harold; por otra parte, se sentía muy feliz de volver a tener a Johnny. Claire Dubois, en cambio, no se había mordido la lengua y había contado al instante la cruda verdad a Duncan.

—Ese hombre la toqueteó delante de todos nosotros. Está loco por ella. Es evidente que ha perdido por completo la cabeza.

Esas palabras bastaron para que provocar el enojo de Duncan, quien de inmediato mandó a cuatro de sus hombres que montaran guardia. Tenían orden de matar a Harold Dunmore si se acercaba a Elizabeth o al pequeño a menos de diez pasos. Dos de esos individuos, que por su aspecto parecían auténticos matarifes, habían acompañado a Elizabeth al cementerio y vigilaban a una distancia prudente, ajenos a las miradas de irritación que recibían de la escasa comitiva de asistentes al sepelio.

Los otros dos hombres aguardaban en Dunmore Hall, junto a Felicity y Jonathan. Felicity se había negado en redondo a abandonar la casa. Había empezado a hacer el equipaje y estaba totalmente ocupada metiendo en cajas las pertenencias de las dos así como algunos objetos útiles, decidida a no dejarse nada que fuera de utilidad para ellas. Duncan había insistido en que tenían que estar preparadas para partir en cualquier momento, y a Felicity le había faltado tiempo para cumplir esa tarea. Si por ella fuera, ya haría tiempo que estarían en alta mar, preferiblemente en dirección hacia Holanda. Sin embargo, mientras la flota de guerra inglesa estuviera en la bahía Carlisle ningún barco podía zarpar. Felicity tenía grandes esperanzas en que Duncan, de algún modo, conseguiría solventar aquel contratiempo. A esas alturas, le creía capaz de cualquier heroicidad. Todo cuanto en otro tiempo había hecho de él un tipo infame a sus ojos se había convertido en un valor temerario y un arrojo sin igual. En resumen: Felicity no permitía que nadie hablara mal de él.

El reverendo Martin terminó las oraciones de difuntos y arrojó una palada de tierra húmeda en el hoyo. El eco sordo con el que cayeron los terrones de tierra en el ataúd estremeció a Elizabeth. Rápidamente se dio la vuelta y se marchó seguida, como dos sombras, por los guardianes de Duncan.

Entretanto Duncan Haynes, William Noringham así como el gobernador y su sobrino se encontraban en el gran camarote de popa del Resolution, el buque insignia de la flota del Parlamento, el cual antes de la ascensión al poder de Cromwell había sido conocido como Prince Royal. Duncan no se cansaba de admirarlo. Le habría gustado hacer antes de la reunión un recorrido exhaustivo por aquel magnífico barco, que había sido construido y armado hacía muy pocos años. Con tres cubiertas de artillería, más de setenta cañones y una tripulación de, por lo menos, quinientos hombres, el Resolution era una de las mayores fragatas de guerra del mundo, tal vez incluso la siguiente en tamaño después de la Sovereing of the Seas. Las superestructuras, adornadas con tallas artísticas, no le interesaban tanto como los modernos cañones, de todo tipo de calibres; eran lo mejor de las fundiciones inglesas. Reparó en que el almirante Ayscue lo miraba divertido. «Eso que tú ves aquí ahora lo tendrías si no hubieras preferido hacerte filibustero», parecían decir sus ojos. Por lo demás, la mirada del comandante de la flota desprendía también el debido enojo. Había proporcionado una recepción glacial a la comisión de Barbados y, súbitamente, Jeremy Winston había menguado casi un palmo. Evidentemente, el disparo fortuito, que había dado en el barco anclado justo al lado del Resolution y que lo había dañado gravemente, no contribuía a mejorar en nada la situación.

A la reunión asistían cinco hombres. En torno a la mesa, además del almirante Ayscue, su suplente y otro capitán de la flota desde hacía muchos años —Duncan los conocía a todos de su tiempo en la Marina—, también había un representante del gobierno de Cromwell desconocido para Duncan. Se trataba de un hombre enjuto con la comisura de los labios vuelta hacia abajo, que le daba un aspecto ofendido. Su corte de pelo austero y el jubón negro y sobrio que llevaba lo distinguían como un puritano estricto.

Estaban todos sentados en torno a la gran mesa del camarote del almirante y tenían ante sí unas copas con jerez. Nadie había tomado ni un sorbo del mismo, a excepción de Jeremy Winston, que había intentado distraerse así de su dolor de vientre. Sin embargo, el gobernador no logró el efecto buscado sino el contrario pues, al cabo de un rato, se levantó rápidamente y se excusó para ir a la letrina.

Aquello no impidió que la negociación avanzara, ya que todos los puntos importantes estaban sobre la mesa y, además, en el sentido más literal de la expresión ya que William Noringham había desplegado la versión aprobada por el Consejo de su declaración, la había leído y después había entregado una copia al almirante. Un miembro del Parlamento, de nombre Joseph Wilkes, arrebató de inmediato el papel de la mano de lord Ayscue y lo leyó negando con la cabeza.

—Vaya, vaya. Una declaración de independencia. El derecho a una administración de gobierno propia y soberana y, sobre todo, el derecho a continuar comerciando con los holandeses y con otras naciones. —Joseph Wilkes enumeró los dos puntos principales señalándolos con su huesudo dedo índice. Su actitud era de una clara desaprobación.

—Eso no está todo —se entrometió entonces Eugene Winston con actitud petulante—. También queremos nombrar nosotros al gobernador. Y está también la libertad de impuestos…

William Noringham se quedó pasmado. Eso no era lo acordado. Tras muchos enfrentamientos, el Consejo de la isla había votado la versión, notablemente recortada, de la declaración que él había preparado y que contenía unas exigencias irrenunciables. Él, por ejemplo, había tenido que renunciar a su deseo de promover de forma oficial una normativa sobre la tenencia de esclavos. De todos modos, William no dijo nada porque, a juzgar por la expresión del rostro de Joseph Wilkes, aquello carecía de importancia.

Duncan dirigió a Ayscue una mirada de preocupación, pero el rostro inexpresivo de aquel era inescrutable. Empezaba a preguntarse si lo que había acordado él con el almirantazgo años atrás mientras tomaban jerez y pastas había dejado de ser válido, bien por el paso del tiempo, por estrategia política o incluso por el cañonazo de la noche pasada. En cualquier caso, no iba a resultar tan fácil como había imaginado dos semanas atrás. En absoluto. Tal vez incluso fuera imposible.