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Harold se despertó al oír un sollozo. Aunque se preguntó quién podía estar llorando, eso al momento dejó de preocuparle pues notó unos dolores tremendos por haber dormido en el suelo. ¿Por qué diablos no se había tumbado en la cama o en la hamaca? Reparó en su error cuando se dio cuenta de dónde se encontraba: en la planta superior de Summer Hill. La costurera muerta estaba a un par de pasos de él. Bajo la luz titilante del fanal que él había dejado a sus pies los ojos de la muerta parecían dos carbones negros. Había algunas moscas zumbando sobre ella, pero desde luego no eran tantas como Harold había temido. Se preguntó por qué se dedicaba a pensar en las moscas cuando había cuestiones mucho más importantes por aclarar como, por ejemplo, saber cuánto tiempo había permanecido dormido. La vela de su fanal estaba casi agotada así que seguramente llevaba unas dos horas allí. En el cielo se estaba gestando una tempestad formidable, y el fragor del viento y los golpes de los postigos eran tan fuertes que el sollozo casi había quedado ahogado. Era el llanto de un hombre.

Se incorporó aguzando el oído y buscó a tientas su pistola. Estaba cargada y en su cinturón. Se puso de pie con dificultad y se dirigió sigilosamente con el arma dispuesta a la barandilla de la galería.

Retrocedió al oír unos pasos. Alguien se dirigía a la escalera procedente del vestíbulo. Harold se deslizó rápidamente en la habitación de Anne y se colocó detrás de la puerta; luego apagó la vela. La persona que subía por la escalera más pronto o más tarde entraría allí.

No tuvo que aguardar mucho tiempo. Alguien asomó en el umbral de la puerta sosteniendo en alto una lámpara de viento. Era William Noringham, que entró con el rostro bañado en lágrimas en el dormitorio y buscó dentro.

—¿Anne? —preguntó mientras soltaba unos sollozos roncos.

—Yo también la he buscado —dijo Harold antes de tensar el gatillo y disparar contra el pecho a William.

El joven cayó al suelo como un árbol cortado. Tumbado boca arriba, se quedó mirando a Harold entre gemidos.

—Vaya, vaya —dijo Harold en un tono poco amigable mientras bajaba la mirada hacia él a través de una pestilente nube de vapor de pólvora—. ¡Qué error tan y tan tonto! En estos casos no sirve de nada ser un lord, ¿verdad?

La lámpara de viento de William se le había resbalado de la mano y se había roto. El aceite desparramado prendió y formó un pequeño charco en el suelo. Harold, que ya había sacado el cuchillo para acabar con William, tuvo entonces una idea diabólica. Riéndose, volvió a envainar el puñal, encendió su lámpara con la llama que iba creciendo en el suelo y luego prendió fuego a la cama. Las sábanas de seda se encendieron al instante entre llamaradas. Satisfecho, pasó por encima del cuerpo desmadejado en el suelo y llevó la lámpara a las cortinas, hasta que también estas ardieron. A continuación se dirigió hacia el cuarto de costura y quemó el maniquí y la canasta de la ropa. La costurera estaba tumbada e inmóvil, aunque por un instante a él le pareció que intentaba ponerse en pie y a enviar las moscas contra él. Sin embargo, no estaba dispuesto a dejarse intimidar de nuevo. Complacido, regresó al dormitorio de Anne, donde William seguía tumbado boca arriba y lo miraba con expresión desvalida. Aunque movía los labios, no podía hablar. Harold, en cambio, sí.

—Creo que así estarás rodeado de todo esto… mientras mueres, quiero decir. Me gustaría poder quedarme aquí contigo y hacerte compañía, pero en los incendios el aire se enrarece mucho.

Se echó a reír y, a continuación, propinó a William una patada en el costado: un pequeño saludo de despedida.

—Cuando la veas, saluda a lady Harriet de mi parte.

Luego se apartó del rostro el humo, cada vez más espeso, y se apresuró a salir de la casa antes de que todo ardiera. El fuego se propagaba con rapidez. De las cortinas había pasado a la pared, cuyo revestimiento de madera empezaba a quemarse. En unos minutos todo aquello ardería como la paja.

Oyó un relincho nervioso y luego el ruido de unos cascos. Se acordó entonces de su caballo y corrió hacia abajo, renegando; sin embargo, no era su caballo torvo el que se había soltado y marchado, sino el de William. Harold montó y levantó la mirada hacia la primera planta de aquella magnífica mansión inspirada en un templo griego con columnas. Las llamas se levantaban en llamaradas detrás de la ventana, y el humo se colaba entre las maderas de los postigos.

Le habría gustado contemplar durante un rato ese espectáculo, pero le resultaba difícil calmar a su caballo torvo, que se estaba poniendo muy nervioso a causa del fuego. Y la tempestad arreciaba cada vez más. Harold espoleó a su montura con un chasquido y mientras se alejaba de Summer Hill iba pensando en su futuro. Seguramente Anne estaba muerta. Debía confiar en eso. Hasta el momento la fortuna le había sonreído: lo había ayudado a apartar todos los estorbos del camino, sobre todo a William. Ese hombre tenía una importancia imprevisible en aquella partida, ya que, de hecho, había pretendido a Elizabeth. Tras haberse librado de él, el camino quedaba definitivamente allanado. Elizabeth sería juiciosa y haría lo mejor para ella y el pequeño. No tardaría mucho en darse cuenta de que Harold sería un buen hombre para ella.

Y eso era lo que él quería de verdad. Se lo había jurado a sí mismo. La honraría y la amaría, y le concedería todos los deseos que fueran importantes para ella. Por Elizabeth incluso dejaría de pegar al servicio, pues sabía muy bien que ella odiaba que lo hiciera. Y sería una buena esposa para él. Una esposa auténtica, que lo amaría, y no como Martha, tan indiferente y tan fría, que nunca había dejado de llorar al imbécil de Edward. Desde luego, había sido una gran decisión librarse de Martha. Además, a causa de la gran cantidad de láudano que ella había tomado, no estaba despierta del todo, y eso le había facilitado las cosas. En cualquier caso, lo mejor era que todo el mundo pensaba que Akin era el asesino ya que, por casualidad, este había aparecido por allí algo más tarde. Por ese mismo motivo todo el mundo supondría que también los Noringham habían sido asesinados por los sublevados.

Riéndose para sus adentros, Harold cabalgaba por el camino de la costa en dirección a Bridgetown. Se inclinaba sobre la lámpara para impedir que se apagara y a la vez avanzaba con dificultad contra el viento tempestuoso, que le agitaba las mangas de la camisa como si fueran velas, y que finalmente le arrebató el sombrero, el cual voló en la oscuridad hasta desaparecer para siempre. El fragor del viento se mezclaba con el estruendo del oleaje. Harold aspiró el aire y sintió los elementos de la naturaleza. Se preguntó si tendría que disponer de algunas medidas de precaución en Rainbow Falls antes de que el huracán alcanzara la isla. No. Sus gentes sabrían apañárselas. Él prefería regresar a Dunmore Hall. Con ella. Era la hora de hacer valer sus pretensiones ante Elizabeth.