13

Claire Dubois había encontrado un lugar en la cubierta de popa del Elise desde donde contemplaba bastante bien el resto del barco sin ser vista. Aquello no podía llamarse propiamente un escondite, pero la culebrina detrás de la cual se había sentado sobre un rollo de soga ofrecía suficiente invisibilidad, aunque su intención, en realidad, no era ocultarse de la mirada de los marineros. Normalmente no le importaba lo más mínimo que la siguieran con la mirada. A fin de cuentas, se ganaba la vida con su atractivo cuerpo. Su belleza era su capital y, para sacarle rendimiento, era preciso mostrarla; sin embargo, como toda mujer, debía ser siempre precavida. Claire había aconsejado a las chicas que se buscasen un protector. Vivienne había optado por el valeroso contramaestre John Evers; Clotilde por el timonel, quien tenía el cuerpo cubierto de cicatrices producto de múltiples batallas; y Antoinette por el despensero, un hombre panzudo y agradable, que de vez en cuando robaba un huevo fresco y se lo regalaba. Personalmente, a Claire le habría gustado aproximarse al capitán, pero hasta el momento él no había dado ninguna muestra de interés. Así las cosas, ella cuidaba de sí misma y tenía siempre a mano una pequeña navaja escondida en la liga. Elizabeth y Felicity eran lo que se decía unas mujeres decentes en tanto que Claire y las chicas difícilmente habrían podido acreditar una reputación virtuosa. Los marineros a bordo de la fragata también lo consideraban de ese modo. Eran muchachos incontrolados e impredecibles. Era propio de su condición de ladrones habituales tomar para sí cuanto querían sin contemplaciones. Eran incondicionalmente fieles a su capitán y obedecían todas y cada una de sus órdenes, hasta el último aliento; en cambio, el resto del mundo les traía sin cuidado, lo cual los hacía mucho más peligrosos que los marineros esclavizados del Eindhoven.

Como no podía ser de otro modo, a Claire y a las chicas se les había ofrecido la posibilidad de proseguir el viaje en el Eindhoven, que era mayor y más cómodo, pero no estaba claro que aquel buque de las Indias Occidentales, maltrecho e impedido como estaba, pudiera llegar a Barbados. De todos modos, habían tenido mucha suerte de no haber naufragado, y más aún de que hubiera aparecido otro barco con capacidad para acoger a los pasajeros.

Vandemeer había decidido dirigirse a la costa más cercana, varar el Eindhoven y carenarlo de firme para poder zarpar luego. Si Claire y las chicas se hubieran quedado a bordo, muy posiblemente habrían ido a parar a una isla sin nombre, dejada de la mano de Dios, tal vez incluso habitada por caníbales. En todo caso, les habría llevado semanas infinitas alcanzar un destino medianamente civilizado, y eso siempre y cuando no surgieran piratas o se desataran tempestades, algo que podía ocurrir en cualquier momento en esas latitudes, tal como había podido constatarse fácilmente con la aparición del Elise.

Por todo ello, Claire no se había planteado permanecer en el Eindhoven. ¿Para qué si ella y las chicas podían navegar menos tiempo y con bastante menos riesgos en el Elise? Le había costado un dineral —ese Duncan Haynes era un auténtico sinvergüenza—, pero de eso ella tenía suficiente. Claire, evidentemente, había regateado como un chalán, lo cual le había proporcionado una gran satisfacción, sobre todo porque él también se lo había pasado bien negociando. Menos fructífero, en cambio, había sido el trato entre Haynes y el viejo Dunmore. El colérico terrateniente había estado a punto de echarse al cuello del capitán por culpa de las exigencias desvergonzadas de aquel pero, como no podía cortar la mano que debía socorrerlo, al final tuvo que contenerse y pagar el precio de Haynes. A Harold Dunmore, sin duda, había tenido que resultarle especialmente humillante comparecer a esa entrevista con Duncan Haynes como un viejo débil, postrado en un taburete, ya que durante la tempestad se había roto una pierna y estaba condenado a permanecer inmóvil. A diferencia del resto de los pasajeros, él no había podido pasar al Elise bajando al bote auxiliar por la escala de cuerda y de ahí a la fragata de Haynes; lo habían trasladado por medio del mástil de carga, atado con correas y colgado, igual que a la yegua de su nuera. Sin duda aquello también había sido un golpe para su orgullo.

Por si eso no fuera bastante, para cualquier cosa necesitaba la ayuda de su hijo. En consecuencia, no dejaba de gritar y maldecir durante todo el día, hastiado por el dolor y la impaciencia de forma que, excepto el pobre Robert, todo el mundo lo esquivaba. Con todo, Claire se llevaba bien con el viejo. De vez en cuando iba a visitarlo a la sala de los mapas, donde él, por necesidad, pasaba la mayor parte del tiempo, y se interesaba por su estado, o le preguntaba si podía llevarle alguna cosa; Harold, de todos modos, acostumbraba a rechazar su ayuda, y además con brusquedad. Aun así, ella tenía que pensar en el negocio… y en la influencia que él tenía en Barbados donde, por lo que había averiguado hasta entonces, parecía tener mucho que decir. Llegado el momento oportuno, Claire ya se encargaría de recordarle la amabilidad con que ella lo había tratado, a pesar de que no siempre le resultaba fácil. En Harold Dunmore había algo que le provocaba un malestar inconsciente, como el que sentía cada vez que trataba con un hombre de carácter imprevisible.

En cambio, le resultaba más sencillo ser agradable con William Noringham, que también era un hombre influyente, mucho más amable y, sobre todo, más joven que Harold Dunmore. Este último no soportaba a lord Noringham, e incluso parecía odiarlo. ¡A saber por qué motivo! Claire también lo averiguaría, del mismo modo que lo sabía prácticamente todo del resto de los pasajeros de a bordo. A veces eso resultaba muy sencillo, porque había cosas tan evidentes que ni siquiera tenían la apariencia de secreto. Así, por ejemplo, Felicity estaba perdidamente enamorada de Niklas Vandemeer, tanto que ella se había deshecho en lágrimas cuando llegó el momento de la despedida. Lloraba tanto que no veía nada de modo que al pasar al otro barco había caído de la escala real al agua, provocando el regocijo de los marineros de ambos barcos… y sus miradas lascivas cuando, al ser sacada del mar, sus atractivas formas se hicieron notorias bajo el vestido empapado. Claire al instante había renovado su propósito de ofrecer a la muchacha su protección en caso de que, en su nueva patria, se tropezara con circunstancias desfavorables.

Tampoco era un secreto que el desdichado Robert Dunmore no podía tocar a su joven esposa porque su padre se lo había prohibido. Este hecho había dado a ganar una buena suma de dinero a Claire porque, evidentemente, ella se hacía pagar que el joven Dunmore se desahogara con ella y sus muchachas. Y eso, además, era algo que él hacía a menudo, en ocasiones incluso varias veces en un día. Su deseo sexual era inagotable y no tenía límites; parecía obsesionado e incapaz de dejar pasar una mujer sin querer colarse debajo de sus faldas. Claire había conocido a varios hombres como él. A diferencia del resto de los clientes, no iban para pasar un buen rato, sino que acudían movidos por un impulso interno indomable, que a veces los había llevado a la ruina completa. De todos modos, Robert Dunmore no llegaría a ese extremo puesto que con la boda se había hecho con una dote muy suculenta, y además en Barbados podía tener mujeres y chicas muy jóvenes y bellas, tantas veces y tantas como quisiera. Su padre disponía de una serie de muchachas que estaban obligadas a satisfacer la voluntad de Robert cuando a él le apeteciera. Sin duda, su aspecto atractivo y su carácter zalamero le resultaban útiles para ello, y la resistencia, ciertamente, no era algo habitual. A excepción de su esposa, esa lady inglesa altanera que, al cabo de tan poco tiempo, ya había rechazado sus avances. A pesar de ser tan joven, Elizabeth Dunmore había resultado ser una persona obstinada e intrépida, que incluso provocaba cierta admiración en Claire. Aquella muchacha conseguía incluso que el viejo Dunmore controlara su genio. Delante de Elizabeth, él moderaba sus accesos de ira o, por lo menos, lo intentaba. Era evidente que se esforzaba para que ella no perdiera la buena opinión de los Dunmore antes de convertirse, de hecho, en una de ellos. En ese sentido, Robert era un caso perdido, pero quizá el resto de la familia fuera aceptable. Claire pensaba en Martha Dunmore, la madre de Robert y la esposa de Harold, aunque de momento no había averiguado mucho de ella por ninguno de los dos hombres.

«¿Mi madre? Pues es… mi madre», había dicho Robert en una ocasión respondiendo a una pregunta de Claire. Avergonzado como un muchacho joven, había salido de inmediato del camarote de ella sin haber saciado sus ganas. Así Claire había descubierto otro secreto: la fogosidad, habitualmente insaciable, de Robert se enfriaba de inmediato si se le mencionaba a la madre. Claire atesoró esa información cuidadosamente en la memoria, junto con otras que ya había recopilado. Nunca se sabía de qué podía servir saber algo así.

Lo mismo pasaba con lo de Elizabeth Dunmore y Duncan Haynes. Él en persona la había ayudado a subir a bordo del Elise, y luego le había besado muy educadamente la mano, como se estilaba con las damas muy distinguidas. Como Claire en aquel momento ya estaba en cubierta había tenido la oportunidad de escuchar las palabras que se intercambiaron.

—Es para mí un placer poder seros de ayuda de nuevo —había dicho cortésmente Duncan a Elizabeth mientras la ayudaba a pasar de la escalera de cuerda a cubierta.

¿Por qué al oír eso ella se había sonrojado y se había apartado a un lado, como si lo rehuyera?

Robert había subido a bordo después de su esposa. Tampoco él parecía especialmente contento de ver al capitán.

—Capitán Haynes —había dicho con semblante malhumorado y haciendo un leve gesto con la cabeza.

Claire también le había preguntado por eso posteriormente.

—¿Conoces al filibustero?

—Depende de lo que quieras decir con «conocer». Es un canalla y un usurero. Ataca barcos mercantes honrados, los saquea y se queda con sus riquezas.

—Pero solo roba a españoles y a franceses, ¿no?

—¡A saber! Quienes se pudren en el fondo del mar no hablan.

Posiblemente el verdadero motivo de su encono se debía a que Duncan Haynes era un aliado comercial indispensable para los terratenientes de Barbados si bien sus prácticas comerciales no siempre encontraban una buena acogida, en particular su participación en las ganancias. Una buena parte de sus ingresos la obtenía transportando azúcar o tabaco a Inglaterra. Debido al incremento de la superficie de plantación, los terratenientes de Barbados producían azúcar en grandes cantidades pero, a causa de la ubicación de la isla, situada en el extremo más apartado de las Antillas, no podían contar siempre con disponer de suficientes buques mercantes; por ello dependían de cualquier oportunidad que se ofreciese para deshacerse de sus existencias.

—¿Acaso Haynes no paga bastante por vuestro azúcar? —había preguntado Claire a Robert.

—No paga absolutamente nada por ello. Se lo cobra, y además a un precio muy elevado. Los holandeses, en cambio, traen una buena cantidad de mercancía de Europa y en Barbados la cambian por nuestro azúcar, de modo que obtenemos al momento un contravalor razonable. Pero ese filibustero avaricioso nos exprime hasta la última gota de sangre con sus dudosos métodos comerciales. Se lleva el azúcar y no deja nada a cambio. Nada de nada —declaró Robert.

—Pero si no recibís sou, ¿por qué hacéis negocios con él? —quiso saber Claire, recelosa.

Supo entonces que Haynes recibía el azúcar a comisión y luego la vendía por su cuenta en Londres. De los beneficios que obtenía por ello él se quedaba una parte, la cual, según Robert, era inauditamente elevada. La otra parte la convertía en oro y plata, que él entregaba a los garantes de los terratenientes en Londres, o bien se la daba personalmente a estos al llegar a Barbados. Con lo que le quedaba, compraba mercancía en Inglaterra que luego llevaba a Barbados.

Claire preguntó a Robert qué tipo de mercancías eran esas y averiguó que se trataba de artículos que los terratenientes encargaban y que los holandeses no comerciaban, bien porque eran difíciles de adquirir, bien porque su transporte era complicado. Podían ser pinturas y obras de arte, o incluso joyas, objetos de cristal valiosos, lámparas, tejidos y encajes inusuales, muebles, libros… Haynes había transportado incluso dos caballos de raza, de ahí que él hubiera dispuesto, sin la menor vacilación, una parte de la bodega de carga para la yegua de la esposa de Robert, evidentemente a cambio de un jugoso importe suplementario. En definitiva, el capitán del Elise comerciaba con todo cuanto hacía la vida más lujosa y cómoda, mientras que los holandeses, en cambio, se centraban más en el aprovisionamiento de bienes de uso diario como toallas, lana, piel, maderas, ladrillos, herramientas y alquitrán, carne en forma de animales de despiece y de cría, cereales, sal, vino y alubias.

Aunque de mala gana, Robert había admitido que Haynes siempre suministraba la mercancía de forma fiable y completa. Hasta el momento jamás había perdido una carga, ni en el viaje de ida ni en el de vuelta. Además, él se arriesgaba transportando consigo plata esterlina a Barbados como compensación parcial por el azúcar, pues la salida de monedas estaba limitada. Inglaterra no quería que sus riquezas salieran de su territorio, no, desde luego, hacia las colonias, pues eso podría favorecer los anhelos de independencia. Por ese motivo en Barbados también faltaba constantemente dinero en efectivo, y la necesidad obligaba a calcular y a pagar muchos artículos sobre la base del azúcar o el tabaco.

A veces el regreso de Haynes se prolongaba un poco más porque salía al corso; con el botín correspondiente podía ganar con facilidad más del doble de lo que obtenía con sus negocios con los terratenientes; de todas maneras, hasta el momento siempre había regresado.

—No entiendo lo que te pasa con él —había dicho Claire tras esa explicación—. ¡Ya me gustaría a mí tener un socio como ese!

Pero Robert insistió en lo mucho que Haynes se enriquecía. Cuando Claire apuntó lacónicamente que también los terratenientes podían equipar un barco y navegar entre Inglaterra y las Antillas por su cuenta, Robert torció el gesto con disgusto.

Para Claire estaba claro por qué esa posibilidad tan lógica no era tenida en consideración por los propietarios de las tierras. Eran escasos los capitanes expertos que navegaban por los océanos poniendo en peligro su vida. Sin la perspectiva de unas buenas ganancias, muchos de ellos preferirían pasar su vida en tierra.

Duncan Haynes también llevaba a Barbados otra cosa, pero Robert no se lo había dicho. Claire reparó en que él había estado a punto de contárselo cuando le enumeraba todas las mercancías, pero en el último momento se había dado cuenta y había callado. No era tonta y no tuvo que darle muchas vueltas para adivinar que solo podía tratarse de armas. Sin embargo, no dijo nada al respecto. Aquello también formaba parte de las informaciones que alguna vez podrían serle útiles. Para Claire en el mundo no había nada tan valioso como la información compartida únicamente con unas pocas personas, sobre todo cuando estas tenían poder e influencia. Tener ese tipo de conocimientos había sido siempre un buen sistema para procurarse protección e independencia. Claire sonrió para sí al recordar aquella conversación con Robert. ¡Pobre muchacho! Había repetido tan a pie juntillas las peroratas agrias de su padre que uno no podía más que preguntarse si él realmente tenía su propio criterio.

Estiró un poco las piernas. Permanecer sentada sobre un rollo de soga no era cómodo, aunque al menos aquello no estaba tan duro como el suelo de madera. No había encontrado ninguna silla que poder llevarse a cubierta. En el camarote principal, con la sala de planos delante, solo había bancos fijos y dos butacas clavadas al suelo, las cuales, ciertamente, eran muy cómodas. En general, las estancias del capitán señalaban, a todas luces, una querencia por el lujo: había incluso un espejo empotrado en la pared, y el colchón de la litera junto a la pared estaba cubierto con lino blanco limpio.

Los pasajeros no podían ni soñar con esos lujos en el cuartucho que les había sido asignado. Dormían bajo cubierta, en la parte delantera de la bodega, la cual había sido dividida de forma provisional con varias piezas de una apestosa tela de vela en dos zonas: una para los hombres y otra para las mujeres. Los coyes pendían tan cerca entre ellos que chocaban unos con otros al menor movimiento. Además, por la noche se oían ruidos incómodos procedentes de la cubierta de baterías, donde dormía la tripulación. Sus gemidos, ronquidos y flatulencias, sus risotadas e insultos, sus chistes vulgares y sus rencillas se unían para convertirse en una fuente inagotable de molestias, que prácticamente hacía imposible lograr un descanso nocturno reparador. Todos los pasajeros sufrían de falta de sueño, de ahí que durante el día dormitaran en los bancos de los camarotes y se sobresaltaran cada vez que el barco daba un bandazo.

Entretanto, el sol estaba poniéndose en el horizonte. Como siempre en esas latitudes tropicales, no había de pasar mucho tiempo para que oscureciera por completo. A veces la noche aparecía con tanta rapidez que apenas había tiempo de encender una lámpara.

Claire apoyó la espalda en el soporte del cabrestante. Estaba duro y era incómodo, y la joven volvió a sopesar la posibilidad de levantarse y regresar al camarote. Tal vez, se dijo, no aparecerían. Sin embargo entonces oyó unos pasos ligeros y un suspiro de alivio. Elizabeth había salido del camarote y se dirigía hacia la popa. La falda le ondulaba al viento cuando se colocó donde acostumbraba. A menudo permanecía durante horas en aquel lugar en lo alto, con la mirada vuelta hacia el mar, como si viera allí algo que nadie, excepto ella, era capaz de ver. Esa vez la joven no estaría sola mucho rato. Claire lo sabía por Vivienne, la cual, a su vez, lo sabía por John Evers. Este tenía órdenes de estar de guardia en la cubierta de popa y vigilar que nadie pasara, excepto, por supuesto, el hombre que le había dado la orden.

Claire oyó sus pasos firmes. Escondida en la penumbra, detrás del cañón, aguzó el oído.

Elizabeth se volvió al oír pasos a su espalda. Al ver a Duncan Haynes le habría gustado salir corriendo, pero las posibilidades que el barco ofrecía en ese sentido eran limitadas. No podía esquivarlo a menos que saltara por la borda. Por un brevísimo instante sintió el impulso de hacerlo. Procuró zafarse con rapidez, pero él se interpuso.

—Lizzie —susurró él.

—¡Déjame pasar!

Duncan, sin embargo, no hizo el menor ademán de apartarse. Su corpulencia le barraba el paso. Bajo la luz del sol del atardecer su rostro parecía bañado en fuego líquido, y sus ojos tenían un color azul profundo y misterioso. Llevaba la camisa desabrochada, igual que aquel dia en que… Elizabeth se mordió el labio. No estaba dispuesta a pensar en ello en ese momento.

Bastante difícil había sido ya actuar con naturalidad en presencia de él durante las dos últimas semanas. El espacio disponible en el Elise era tan escaso que resultaba imposible rehuirle. La mayor parte del tiempo Elizabeth había combatido su agitación interna volviendo la vista a otro lado o conversando con alguien. Así, había llegado a entablar conversación con los comerciantes holandeses y con las francesas, cuya vida entretanto conocía al dedillo. Habían jugado al piquet juntas y habían charlado sobre moda. Con los holandeses había aprendido mucho sobre el transporte de mercancías, y con William Noringham, todo cuanto se podía saber sobre el cultivo del azúcar y acerca de las actividades de ocio de su madrastra y su hermana. Con quien más le gustaba hablar era con William, pero como sus conversaciones siempre se producían al alcance del oído de su suegro y ante la mirada avinagrada de este, Elizabeth no podía disfrutarlas por completo. Muchas veces sentía ganas de levantarse y salir a toda prisa del camarote, al exterior, junto a la barandilla; sin embargo, solo iba a cubierta cuando tenía la certeza de que no encontraría a Duncan. Este era el caso del atardecer, después de la cena, cuando él estudiaba las cartas de navegación en la gran mesa o conversaba con el resto de los pasajeros. Naturalmente ella podía retirarse en cualquier momento a la bodega, pero aquella angostura lóbrega y sofocante apenas se podía soportar. Bastante malo era ya tener que bajar allí todas las noches para dormir.

—Pronto habremos llegado —dijo de pronto Duncan entrometiéndose en su torbellino de pensamientos.

Ella lo miró con sorpresa.

—¿Quieres decir a Barbados? —preguntó.

Él asintió.

—No falta mucho.

—¡Qué bien! —exclamó Elizabeth, profundamente aliviada.

Aun así, sintió también una vaga sensación de vacío, como si estuviera ante una despedida inminente. Se reprendió por ello pues el viaje, después de las tremendas tribulaciones que habían sufrido, realmente no era algo que uno quisiera prolongar de buena gana. Y, sin embargo, la abrumaba el vasto mar salpicado de espuma, el horizonte infinito, la enorme bola de fuego roja en que el sol se convertía todos los atardeceres e, imperdonablemente también, sus secretas reflexiones en torno a aquel corsario sin escrúpulos. El calor que sentía en su interior al verlo aparecer y siempre que lo miraba disimuladamente y contra su voluntad, cuando subía a las jarcias con el torso desnudo o haciendo guardia en el alcázar, con pose severa y las manos cruzadas a la espalda, observando su reino desde allí como un gobernante. La extraña fascinación cuando lo veía mirar al mar, como si contemplara una amante a la que estuviera rendido sin remedio. ¿Habría mirado así alguna vez a alguna mujer?

—No puedo dejarte marchar sin antes volver a hablar contigo —dijo Duncan.

—No hay nada de que hablar. —Ella lo miró con expresión amenazante—. ¡Si me tocas, gritaré!

—No temas —respondió él algo enojado—. En estas últimas semanas no se me ha escapado que te bastó por completo con utilizarme una sola vez.

—¿Cómo? —le espetó ella—. ¿Que yo te he utilizado?

—Si no, ¿qué? ¿Por qué entonces viniste de nuevo a la vieja casa de campo si no fue para procurarte un buen revolcón con otro antes de tu boda? Yo te invité, ¿recuerdas? Y a ti te faltó tiempo.

—Pero ¿cómo te atreves?

—¿Por qué no voy a atreverme?

—¡No fue así! —exclamó ella—. Fue por… ¡otra cosa! —Elizabeth tragó saliva mientras buscaba las palabras adecuadas. No sabía qué decir, pero no estaba para nada dispuesta a tolerar que él pensara algo así de ella.

—Tenías tantas ganas que acabaste cuando apenas habíamos empezado —constató Duncan.

Ella se estremeció al oír esa grosería; luego aguzó los oídos con inquietud y miró hacia la escalera que daba a cubierta. Él había hablado en voz baja, pero a Elizabeth le parecía como si alguien los escuchara.

—Hay alguien por aquí —musitó.

—He ordenado a John Evers que monte guardia frente a la escalera que lleva a cubierta porque quería hablar contigo con calma.

—Pues yo ya te he dicho que no hay nada de que hablar.

Enfadada, quiso apartarlo de su paso, pero Duncan la retuvo con firmeza por los hombros y la llevó dos pasos a barlovento hasta que la tuvo con la espalda contra la barandilla. La miró fijamente.

—Si no fue por eso, ¿por qué fue?

—No lo sé —respondió Elizabeth—. Yo estaba… Tú eras tan… Quería oír la historia.

—¿Qué historia? —preguntó él, sorprendido.

—La de tu familia. Me dijiste que me la contarías. Solo por eso volví a la casa de campo.

Duncan sacudió la cabeza y se echó a reír, incrédulo.

—No hablas en serio. Lo único que querías de mí era lo que te hice.

Ella quiso abofetearlo, pero al levantar la mano él se la agarró al vuelo y la sostuvo con firmeza.

—Déjalo —le ordenó—. No conseguirás más que hacerte daño.

—¡Eres un canalla!

La voz le tembló. Elizabeth estaba a punto de estallar en lágrimas y se odió por ello. Con todo, aún sentía más rabia por él, por dirigirse a ella de ese modo y, evidentemente, por ahondar con facilidad en sus pensamientos más íntimos, los cuales la avergonzaban con una fiereza que no había sentido nunca antes en su vida.

—¿Estás llorando? —preguntó él—. Te comportas como si hubiera sido tu primera vez.

Los gemidos ahogados de Elizabeth hicieron que la mirara más atentamente.

—¡Dios mío! —exclamó Duncan.

—Yo… te lo dije. Te dije que no quería. Pero tú no te detuviste —balbuceó—. Estabas tan… Fue todo muy rápido y no pude… Yo solo quería…

—Oír la historia —musitó después de que ella se interrumpiera entre gemidos entrecortados.

Ella asintió, cabizbaja y a sabiendas de que aquello no era toda la verdad. Ni siquiera era medio cierto.

—Lizzie —murmuró él—, lo siento. No tenía ni idea de que tú… tú no tenías experiencia.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó ella, colérica—. ¿Por qué tienes que volver a sacarlo a la luz, si lo mejor sería que ambos lo olvidásemos?

—¡Maldita sea! ¡Ojalá lo supiera!

Duncan la soltó y se pasó las manos por el cabello, levantándose los rizos desgreñados de ambos lados de la cabeza de forma que adquirió la apariencia de un león salvaje. Elizabeth quiso aprovechar la oportunidad para escabullirse, pero él la volvió a agarrar.

—¡No te marches!

—¿Qué quieres de mí? —volvió a preguntarle.

La mirada de él destellaba con la luz del sol poniente.

—Lo mismo que tú.

Le posó la mano en la mejilla, con un gesto suave y duro a la vez. De nuevo Elizabeth percibió que su olor le penetraba en la nariz; olía a salitre, a sudor, a hombre. Se quedó sin aliento y volvió la cabeza a un lado.

—Quiero olvidarte.

Él hundió la mano entre sus cabellos, y la asió con suavidad y también con firmeza para que lo mirara.

—Mientes.

—Estoy casada —dijo ella. Deseaba emplear un tono frío y seco, pero su voz en cambio sonó muy próxima a la desesperación.

—Sí. Con un hombre que ni te toca y que, en cambio, ronda a las francesas como si le fuera la vida en ello —replicó Duncan en tono burlón pero cariñoso a la vez.

—¿Cómo sabes tú eso? —preguntó Elizabeth, enojada.

—Esto es un barco y yo soy su capitán.

Habló como si con eso bastara para estar informado de todo lo que ocurría a bordo. Aunque aquello fuera cierto, pensó ella, eso no le daba derecho a entrometerse así en su vida.

—Eso a ti no te concierne —repuso ella con tono áspero.

Duncan la miró con curiosidad.

—Fue un error que te casaras con él —constató.

—Según parece, es propio de mí equivocarme en muchas cosas.

Él vaciló y luego asintió, como si esa fuera una conclusión digna de reflexión.

—Todos cometemos errores —admitió—. Seguramente yo más que tú.

Aun así, esa afirmación no le impidió acercar la mano a la barbilla de Elizabeth y levantársela. De repente se encontraba peligrosamente cerca de ella. Elizabeth quiso retroceder, pero a sus espaldas solo había el mar. El sol, aquel enorme disco dorado y rojo, que se hundía titilante en el océano mientras incendiaba el cielo, parecía quemarle la piel, aunque ella sabía que el calor que sentía no era por él sino por la proximidad de Duncan. Cuando él se inclinó y notó su aliento en los labios solo fue capaz de musitar:

—¿Y si nos ve alguien?

—Nadie nos ve. Estoy loco por ti y tengo que poseerte de nuevo, Lizzie.

—No, no debemos hacer eso —protestó ella con poco convencimiento.

Sin atender a sus objeciones, él la besó, primero con dulzura y luego con vehemencia. Al hacerlo la abrazó y la apretó contra la pared lateral de la caseta de la toldilla. Sus manos se deslizaron debajo del vestido de Elizabeth, palparon su piel desnuda y le asieron las caderas. Su beso se volvió tan apasionado que el incendio que se percibía en el mar la cubrió y la consumió con su fuego.

Claire contenía el aliento en su escondite. ¡Por todos los diablos! Hacía mucho tiempo que no había experimentado algo así. Se sentía tremendamente excitada, y eso a pesar de encontrarse quieta y sentada en aquel rollo duro de soga y sin que nadie la tocara. El capitán y la señorita de buena familia… ¡quién lo diría! Y no se habían andado con remilgos. Por mucha aversión que la muchacha hubiera sentido en su momento por el corsario, el embate de los besos de este derretía su resistencia como mantequilla al sol. Y eso suponiendo que alguna vez se hubiera resistido de verdad. Más bien daba la impresión de que ella se dejaba hacer sin rechistar. En cualquier caso, por los gemidos intermitentes y, al poco rato, los débiles gritos ahogados que Claire le oía proferir, se lo pasaba muy bien. ¿Acaso el hombre le tapaba la boca con la mano? Tal vez la estuviera besando. En cualquier caso, eso parecía. Besar era algo de lo que Claire no se ocupaba pues no formaba parte de sus servicios. Reservaba los besos para los amantes verdaderos, los hombres que le habían conquistado el corazón. En toda su vida, de esos solo había conocido dos, y sabía muy bien qué era entregar el corazón y verlo luego arrojado al suelo y pisoteado.

De todos modos, Duncan Haynes lo había tenido fácil con la chica. Era joven e inexperta, como una niña incapaz de controlar aún sus sentimientos. La acción había terminado, y Claire solo oía ya los gemidos aquietándose lentamente y el crujido de la ropa al recomponerse. Siguió luego el silencio. ¿Estarían los dos abrazados? ¿Le acariciaría él el cabello, como hacían los hombres con las mujeres que les gustaban? Claire intentó imaginárselo, pero la imagen le resultaba confusa. Al rato, oyó unos pasos que se alejaban. Elizabeth abandonaba la cubierta. Luego se oyó la voz de John Evers.

—¿Ya está? —preguntó el contramaestre en voz baja—. ¿Has terminado?

—De momento —respondió Haynes. Pretendía aparentar calma, pero Claire percibió un deje de desconcierto y disgusto en su voz.

Haynes se quedó junto a la barandilla. Claire lo oyó respirar. Evers se había retirado; al menos ya no se lo oía. En un momento dado, Haynes inspiró profundamente. «Maldita sea —dijo con cierta rabia—. Maldita sea, maldita sea». Tras repetirlo varias veces, se alejó en dirección hacia la escalera de cubierta y bajó por ella.

Claire se quedó sentada detrás del cabrestante, en la cubierta de popa. El cielo en llamas se iba transformando poco a poco en una oscuridad aterciopelada y repleta de estrellas. Trató de localizar alguna constelación, pero aunque Robert había intentado en una ocasión mostrárselas y le había dicho los nombres, era incapaz de diferenciarlas. Recordó que entonces él le había acariciado el cabello. A veces tenía esos gestos de confianza; de todos modos, en esa ocasión, como él tenía la otra mano debajo de sus faldas, ella no le había dado ninguna importancia especial. Robert le había contado también que en el hemisferio boreal de la tierra se veían estrellas distintas a las del austral. ¿Y si esas fueran ya las estrellas del sur? No. Imposible. Para ello tendrían que haber rebasado el ecuador, y este aún se encontraba bastante más al sur.

El mundo estaba loco. Robert tenía prohibido acostarse con su esposa así que lo hacía con prostitutas a cambio de dinero, y su mujer, cuya sensibilidad femenina no podía dañarse a causa de la avidez lujuriosa de su marido, no tenía reparos en permitir que otro la poseyera de pie. ¿Qué pensaría Harold Dunmore si alguna vez tenía noticia de eso? Claire se atragantó con su propia risa. A pesar del calor de aquella noche tropical, sintió frío. Al cabo de un instante, los párpados se le cerraron y se quedó dormida.