38

Elizabeth estaba lista para partir. Había ensillado a Pearl y aguardaba con impaciencia el regreso de Felicity mientras Jonathan, delante de la cuadra, perseguía a una gallina que cacareaba enojada por el patio de tierra. El pequeño estaba contrariado porque no podía coger al animal, y la gallina porque él no la dejaba en paz. Finalmente, esta última se encaró con su acosador, que era demasiado insistente, y le picó airada el dedo pulgar del pie. Como Jonathan llevaba sandalias abiertas, se echó a llorar de inmediato con amargura. Felicity llegó justo a tiempo para tomar en brazos al pequeño y consolarlo con sus palabras. Entretanto se puso a hablar de cartas trucadas y lanzó indirectas agoreras acerca de corsarios infieles, pero Elizabeth no estaba dispuesta a escucharla. Su mente no hacía más que dar vueltas en torno al hecho de que su suegra la había visto con Duncan. Inquieta, se preguntaba si Martha se reservaría la información para ella o si hablaría al respecto con Harold. Elizabeth había llegado a la conclusión de que no podía confiar en el silencio de Martha. Su suegra se encontraba en un estado de confusión enfermiza y su comportamiento era impredecible. Daba igual si la muerte de Robert había abierto antiguas heridas en ella y le había turbado la mente, o si Martha había tenido siempre esa predisposición y solo había necesitado un motivo para que surgiera. Fuera como fuese, Elizabeth tenía que contar con que no podría ocultar mucho tiempo su amor por Duncan. Posiblemente, Rose y Paddy habían sacado también sus propias conclusiones. Sin duda surgirían pronto las habladurías.

En el fondo, ya estaba todo decidido. Duncan, al acercarse a su casa, había establecido unos hechos consumados. A eso había que añadir que Martha en persona la había animado a marcharse. Independientemente de los motivos que la movieran a ello, eso simplificaba la decisión, e incluso le quitaba la necesidad de tomarla. De pronto cayó en la cuenta de que ya no había marcha atrás y sintió, por vez primera, un profundo alivio. No tenía ni la más remota idea de lo que el futuro le depararía, pero ella lo compartiría con Duncan y no había nada que fuera más importante.

Harold, tan duro consigo mismo y con los demás, se recuperaría rápido, también en eso Duncan llevaba razón. Si Harold amaba alguna cosa era Rainbow Falls. Incluso el nombre de la plantación, curiosamente poético, indicaba que para él aquel pedazo de tierra significaba algo más que un conjunto de campos que le rendían un beneficio.

—Así es —le había dicho Robert a Elizabeth en una ocasión cuando le preguntó por el nombre—. Mi padre lo escogió en persona. Y no, no hay ninguna cascada. Me parece que una vez él vio un arco iris sobre esas tierras.

Elizabeth se estremeció al recordar la sospecha atroz de Duncan. Apartó ese pensamiento de forma decidida; resultaba demasiado retorcido e incómodo.

—Felicity, me voy. —Con ese anuncio, Elizabeth interrumpió a su prima en medio de una frase en torno a tramposos execrables.

Felicity suspiró, disgustada.

—Sí. Ya lo sé. Necesitas cabalgar a toda costa. Eso no es precisamente una novedad.

—No. Quiero decir que me marcho para siempre. Me voy de Dunmore Hall y también de Barbados.

Felicity la miró asombrada.

—Y entonces ¿adónde?

—Aún no lo sé —admitió Elizabeth.

—¡Ajá! —exclamó Felicity con el entrecejo fruncido—. Pero seguro que sabes con quién, ¿no?

—Bueno, sí. Con Johnny y contigo, si quieres, y bueno, con Duncan Haynes.

—¿Hablas en serio?

—Hoy ha venido aquí y me ha pedido la mano.

—¡Oh, vaya! —dijo Felicity claramente alarmada—. Y dime, ¿al hacerlo tenía la mano debajo de tu falda?

—No —respondió Elizabeth, enojada—. Hablas como si yo fuera incapaz de pensar con claridad cuando él está cerca.

—Si te doy esta impresión, tal vez sea porque eres incapaz de pensar con claridad cuando él está cerca.

—Le quiero —dijo Elizabeth con sinceridad.

—Pero ¡eso no es motivo para arrojar la sensatez por la borda!

—He tomado una decisión: me marcho con él. Cuanto antes. Ahora voy a reunirme con él para acabar de acordarlo.

—Prométeme que conservarás la cabeza fría y que vigilarás que no haya alguna carta trucada.

—¿Qué te ha dado hoy por las cartas?

—Hay que ser prudente —se defendió Felicity pasando a Jonathan a su otra cadera porque parecía dispuesto a arrancarle el encaje del escote—. Los hombres son impredecibles. Pueden tener ases en la manga.

—Pues resulta que casualmente sé que Duncan no hace trampas.

Felicity hizo un gesto de resignación con los hombros y se aclaró la garganta.

—¿Sería posible que él pasara con su barco frente a Holanda?

Baco —dijo Jonathan sonriendo con picardía a Felicity—. Johnny, baco.

—¡Dios Santo, no permitas que él se parezca al granuja de su padre!

Pearl avanzaba a galope tendido por el camino de la costa en dirección este levantando la arena fina, que daba contra las pantorrillas desnudas de Elizabeth. Se había arremangado la falda hasta las rodillas y llevaba el cabello recogido para que no le cayera sobre los ojos. Ya hacía rato que se había despojado de la capa con capucha con la que se había tapado antes de salir para no alimentar chismorreos tras la muerte de Robert, y la había metido en la alforja. El viento cálido le daba con fuerza en la cara, le sacudía las mangas del vestido y se llevaba los gritos con que animaba a Pearl una y otra vez.

Ante ella se extendían largos kilómetros de playas de arena blanca, una costa solitaria hasta donde alcanzaba la vista. Pocos eran los indicios de civilización que podían avistarse desde aquel lugar. Aquí y allá, detrás de los frondosos bosques de palmeras del litoral a partir de los cuales las plantaciones se adentraban hacia el interior, se veían algunas cabañas así como, aunque en menor número, unas cuantas casas. Las superficies de tierra convertidas en terreno cultivable aumentaban de forma imparable, pero aún quedaban muchas hectáreas de bosque espeso, una selva primitiva que, hasta hacía unas pocas décadas, había cubierto toda la isla.

A poco menos de un kilómetro de Oistins estaba el lugar donde se había citado con Duncan. Era una plantación de tabaco abandonada, cuyo propietario había regresado a Inglaterra la primavera anterior. Según se decía, se había ido temporalmente, pero todavía no había vuelto.

Ya de lejos podía apreciarse que la selva había empezado a engullir el terreno. En los campos crecían frondosos los helechos, y la casa estaba densamente cubierta de musgo y de plantas trepadoras. Los cobertizos de trabajo estaban derruidos, y las puertas, abiertas y rotas. También allí todo estaba cubierto de vegetación. En pocos años la selva habría borrado todo vestigio humano. Un magnífico cedro español daba sombra a lo que en su momento había sido un lugar bullicioso.

El tronco era tan ancho que Elizabeth tuvo que fijarse para distinguir a la yegua árabe que estaba atada a él y que levantó la cabeza con inquietud cuando Pearl llegó al trote. Elizabeth intentó en vano aplacar la rabia que le daba ver el caballo de Claire Dubois. Seguramente, se dijo, apenas Duncan salió de Dunmore Hall debió de ir a Chez Claire para coger el caballo de la francesa.

En una rama colgaba el chaleco dorado. Duncan estaba recostado en un tronco caído, con la espalda apoyada en una rama que sobresalía y el sombrero calado sobre la cara. Todo parecía indicar que estaba dormido. Tal vez no había ido a casa de Claire solo en busca del caballo sino también de otras atenciones especiales, las cuales además explicarían su agotamiento. Con la sangre rebulléndole en las venas de rabia, Elizabeth desmontó, ató las riendas de Pearl a una rama y se acercó airada a Duncan. Mientras se aproximaba, arrancó un tallo de musgo español de uno de los árboles, decidida a sacudirle con él para despertarlo y airear así su enojo. Sin embargo, no tuvo tiempo ni de tomar impulso. Duncan se incorporó con tal rapidez que sus movimientos parecieron fundirse en uno solo. Al agarrar la mano alzada de Elizabeth a media altura, el sombrero le cayó de la cabeza.

—¿Es solo una impresión o pretendías atizarme? —preguntó con una suave reprimenda en la voz.

Ella lo miró con rabia.

—Suéltame.

—Ahora mismo. Primero quiero saludarte del modo debido. —Le quitó de los dedos el tallo alargado y lo arrojó a un lado; luego se acercó su mano a los labios y le besó las yemas de los dedos.

—Milady.

Ella, sorprendida, le retiró la mano.

—Puedes ahorrarte esos remilgos aristocráticos conmigo. No es suficiente para engañarme. Eres un zafio y un bribón.

Él enarcó las cejas.

—Déjame adivinar. Estás enfadada conmigo. ¿Podrías decirme, para variar, el motivo?

Elizabeth apretó los puños, debatiéndose consigo misma. Estaba a punto de darse la vuelta y marcharse. Y cuando iba a hacerlo, Duncan tuvo la desfachatez de sonreírle mientras se le acercaba. Lucía una sonrisa petulante de complicidad con la que le demostraba que tenía la situación totalmente controlada, y no como ella, que se había dejado llevar por el enojo. Con un grito de rabia contenido le golpeó el pecho con las dos manos. Para su disgusto, no logró siquiera que él perdiera el equilibrio. Duncan la asió sin más y la atrajo hacia sí.

—Así que un zafio, ¿eh? —dijo.

Posó los labios en los de ella, y el enfado de Elizabeth se convirtió al instante en pasión impetuosa. El deseo se apropió de ella de un modo tan poderoso e inesperado que estuvo a punto de desmayarse. Tal vez aquel mareo se debía también a que Duncan la asía con tanta fuerza que le hizo crujir las costillas. Sintió que sus pies se balanceaban un momento por encima del suelo cuando él la volteó y la llevó hacia el árbol sobre el que había estado sentado.

Su barba incipiente le arañaba las mejillas, y percibió el olor corporal intenso de él, esa mezcla de salitre, sándalo y sudor de la excitación que hacía que el calor le rezumara por todos los poros y pudiera oír la sangre recorriéndole el cuerpo. Deseaba tocarlo por todas partes, pero las manos le temblaban al tirarle de la camisa y palpar el cierre del calzón corto en busca de su piel desnuda. Él, en cambio, tuvo menos problemas para desnudarla; de un tirón le quitó la falda, que llevaba mal abrochada, y con un gesto rápido le pasó el corpiño fino y la camisa por la cabeza dejándola desnuda ante él o, mejor dicho, casi desnuda: aún llevaba el liguero con el pequeño puñal. Elizabeth trató de quitárselo, pero él se lo impidió tomándola de la mano.

—No, déjalo. En realidad resulta… —No se le ocurrió ninguna palabra para describirlo, pero sus ojos expresaron claramente lo que quería decir.

Acto seguido, tras pasarse las manos por detrás de la nuca, se agarró el cuello de la camisa y, al instante, la arrojó hacia delante con un movimiento vigoroso. Elizabeth contempló en silencio cómo esta salía volando y quedaba colgada en una rama, junto al chaleco. Duncan arrojó las botas a un lado y luego el pantalón. Por primera vez lo vio a la luz del día tal como Dios lo había traído al mundo, sin una sola fibra de tela sobre el cuerpo. Al quitarse la camisa, a él se le había soltado el cabello, que llevaba recogido, y su cabellera oscura le caía hasta los hombros en mechones rebeldes por la frente. Impaciente, se los apartó y se acercó a Elizabeth.

—Espera —dijo ella—. Quiero… verte.

Él permaneció ante ella con los orificios de la nariz henchidos, los brazos colgando y sueltos, el cabello enmarañado y los ojos brillantes bajo el crepúsculo de color dorado y mate que imperaba bajo los árboles cubiertos de musgo español. Por un breve instante se quedaron quietos y se contemplaron. Elizabeth se embebió de todos y cada uno de los detalles de su aspecto: la piel tostada, los músculos marcados de los hombros y los brazos; el pecho amplio, cubierto de vello negro crespo; el vientre liso pero musculoso; los muslos tersos, y sus largos y tendinosos pies. Su miembro, muy erguido, le pareció enorme; tuvo que inspirar un instante y recordar que ya lo había acogido varias veces en su interior. Duncan tomó aire y sonrió, vacilante.

—¿Te gusta lo que ves?

—Sí —respondió Elizabeth sin más.

Él extendió la mano hacia ella y le acarició el hombro. Elizabeth se sorprendió al notar que a él los dedos le temblaban. Estaba al menos tan nervioso como ella. Con un gesto espontáneo, lo tomó de la mano y se acercó la palma callosa a la mejilla.

—Duncan —susurró deleitándose con la dulzura y la suavidad de aquella caricia. Notó que el corazón se le henchía cuando él la miraba a los ojos. Sí, él tenía razón. Ella era suya. Había sido suya desde el principio.

Duncan tenía la mirada velada, y el pecho se le agitó con la respiración entrecortada al abrazarla. Apretó el cuerpo de ella contra el suyo. Durante unos instantes permanecieron inmóviles en aquella posición, cuerpo con cuerpo, atentos al ritmo de su respiración y a los latidos del corazón hasta que ambos parecieron convertirse en uno solo.

—Ven.

Duncan se sentó en el tronco del árbol y la atrajo hacia sí; la acomodó en su regazo y Elizabeth quedó sobre él a horcajadas, con las piernas abiertas y las pantorrillas enlazadas en torno a su tronco. Sintió el miembro de él apretándole el vientre y notó su urgencia; su humedad se propagó por cada centímetro de la piel de Duncan. Percibió el olor de su propio cuerpo y se sintió envuelta por él; cuando Duncan empezó a lamerle los pechos se inclinó hacia atrás para que él por fin la tomara.

Con la respiración entrecortada, se mordió los labios disfrutando de esa penetración lenta; deseaba poder dilatarla. Sin embargo, se daba cuenta de que la culminación de su placer se acercaba como una ola imparable. Con los dos brazos en torno al cuello de él y los pies cruzados en su espalda, echó la cabeza hacia atrás y gimió a la vez que se deslizaba arriba y abajo, en un galope frenético e intenso que la precipitó mucho más allá de los límites del mundo. Vio sobre ella el verdor sublime de los árboles, y en algún punto de aquella espesura, el rojo intenso de la planta de la piña y una pequeña mancha azul del cielo; después apenas distinguió nada, tan solo borrones de colores. Notó que Duncan la asía por el cabello y le llevaba la cabeza hacia delante, cubriéndole los labios con los suyos y haciendo que sus lenguas entablaran un baile sensual. En los últimos instantes de aquel acto, sintió cómo él perdía el control de sí mismo y, a pesar de la resistencia de su propio cuerpo, la penetraba aún con más fuerza e intensidad, y finalmente, sintió cómo su orgasmo se prolongaba hasta que chilló y se dejó ir en un acceso de dolor y de placer.

—¿Cómo se entiende que nosotros estemos siempre peleándonos o abalanzándonos el uno sobre el otro? —preguntó Elizabeth mientras pasaba el dedo índice por la cara interior del muslo velludo de Duncan—. ¿Por qué no podemos hablar con normalidad, como el resto de la gente?

Habían recorrido el corto camino que conducía hasta la playa y se habían sentado en la arena, a la sombra de una palmera. Duncan tenía la espalda apoyada en el tronco y Elizabeth reposaba entre las piernas abiertas de él, con la nuca reclinada en su pecho. Apoyaba la mano derecha en la rodilla de él y con la izquierda le acariciaba la pierna.

—Pero si ya hemos hablado con normalidad entre nosotros —repuso Duncan—. Por ejemplo, el día en que nos conocimos. Conversamos con mucha vehemencia. ¿Te acuerdas? Si incluso hiciste bromas sobre el rey.

Elizabeth soltó una risita.

—Sí, es verdad. El pobre hombre aquel día había perdido un poco la cabeza.

Duncan se echó a reír, y su pecho se sacudió bajo la cabeza de Elizabeth.

—Vos, milady, tenéis a veces una lengua muy afilada. —Le revolvió el pelo con cariño—. ¿Lo ves? Sabemos hablar. Discutíamos porque entre nosotros había demasiados obstáculos. En el futuro ya no será así. Al contrario, ya verás que yo, en el fondo, soy un muchacho muy afable, pacífico y de confianza.

—Pues Felicity dice que juegas con cartas marcadas.

—Lo cierto es que me gusta más jugar a las cartas —dijo él secamente—. ¿Por qué dice eso?

—Al parecer, Niklas Vandemeer ha hablado con ella.

—Lo único que ocurre es que está muy enfadado porque ha tenido que renunciar a unos tratos comerciales muy suculentos con los que se ha ganado muy bien la vida durante muchos años. Los tiempos en los que él podía hacer negocios con las colonias inglesas han terminado para siempre. La tiranía absoluta de la Commonwealth tiene una sombra poderosa. Es muy posible que de este conflicto estalle una auténtica batalla naval.

—Felicity dice que te quitaste a Niklas de encima ofreciéndote como negociador ante el Consejo de los terratenientes.

Duncan se encogió de hombros.

—Visto así es verdad. Pero también es cierto que le salvé tanto la piel como su barco. El Eindhoven no sería más que un montón de astillas si se hubiera involucrado en la confrontación. El Almirantazgo negociará con el Consejo de terratenientes, pero de ningún modo con los holandeses.

—Sí. Según Felicity, él ya se dio cuenta de eso. En cierto modo te agradece que intervinieras. Sin embargo, Vandemeer parece creer que juegas un doble juego.

—¿Y qué piensas tú?

Elizabeth vaciló.

—No lo sé. Dime qué tengo que pensar. ¿Juegas un doble juego?

—Contigo no, Lizzie. —La estrechó con ambos brazos y le posó la barbilla en un hombro—. ¡Contigo jamás!

—Pero con el Consejo sí, ¿verdad?

—Si ese fuera el caso, entonces solo lo haría de tal modo que resulte favorable para ellos, siempre y cuando hagan lo que yo les diga.

—Tú sabes algo que ellos ignoran —dijo ella lentamente. Una sospecha le vino a la cabeza y se volvió con curiosidad entre sus brazos para verlo de perfil—. Has llegado a un acuerdo con el Almirantazgo, ¿verdad? —Aunque no podía verle la cara, notó que había dado en el blanco. Sintió inquietud en su interior—. ¿Cuál es el alcance de esos acuerdos? ¿Abarcan también la traición? ¿Quieres ofrecerles Barbados en bandeja de plata?

Notó que el cuerpo de Duncan se le tensaba. Estaba claramente molesto.

—Parece que, por lo común, tú me crees capaz de hacer cualquier trampa imaginable. ¡Dime aunque sea una sola cosa en que yo te haya mentido o te haya ocultado algo!

Elizabeth reflexionó un poco, pero no se le ocurrió nada. Excepto…

—Esa primera vez, en la casa de campo. Me sedujiste para vengarte de mi padre.

Duncan refunfuñó.

—¿Ya estamos a vueltas con el tema? ¡Creía que ya lo habíamos dejado de lado hacía tiempo!

—¡Pues no! —replicó ella—. ¡Me engatusaste con tu historia, pero nunca me has contado cómo terminó!

—¡Pero si no querías saberlo!

—Yo nunca he dicho tal cosa —exclamó ella, colérica.

Duncan suspiró, dándose por vencido.

—Es cierto. Al parecer, es verdad que o nos peleamos o nos amamos. La cuestión es saber en qué somos mejores.

Duncan le mordió suavemente el hombro y ella, para su disgusto, notó en la espalda que él se excitaba. Con la mano le recorrió los pechos y el vientre, y finalmente la fue a posar entre los muslos. De nuevo Elizabeth fue presa de un calor denso y vivo que siempre sentía cuando él la tocaba de ese modo. Se le escapó un gemido y, sin querer, enarcó el cuerpo ante aquellos dedos curiosos. De todos modos, le retuvo la mano.

—Quiero saberlo. Dime qué planes tienes con el Almirantazgo y cuéntame cómo terminó la historia.

—Desde la asamblea mis planes son como un libro abierto, aunque no el modo en que pienso llevarlos a cabo. En cualquier caso, nada de ello tiene que ver con la traición, en absoluto. —Apartó la mano de entre los muslos y entrelazó los dedos con los de ella—. En cuanto a mi historia… Tuvo un final feliz. Después de que mis padres murieran, me presenté ante mi abuelo, el padre de mi madre, al cual yo aún no conocía. Él se había distanciado de mi madre antes de que yo naciera.

—¿Por qué?

—Porque mi padre no era de su agrado. Era un simple pescador y un arrendatario pobre, sin tierras propias. Mi abuelo había amenazado con matarlos si alguna vez volvía a verlos. Ni siquiera en la peor de las necesidades mi madre se atrevió a pedirle ayuda. Eso la gente no lo sabía cuando de pronto me encontré solo en el mundo; lo único que les constaba era que aún me quedaba un abuelo. Y me llevaron con él.

—¿Y él se hizo cargo de ti?

—Bueno, si a eso se le puede decir hacerse cargo, entonces sí. Me puso un tutor, una persona insoportable e insulsa que me torturaba medio día con sus clases, que eran de un aburrimiento letal. La otra mitad del día la pasaba con mi abuelo en su astillero. Me dio un martillo, clavos y un montón de planos, y me enseñó todo lo que puede saberse sobre construcción naval. Sin embargo, yo sentía más inclinación por probar esos barcos. La primera vez que hui de casa tenía doce años. Me enrolé como grumete en un barco de río y recorrí el Támesis arriba y abajo. Cuando mi abuelo me pilló, recibí la paliza de mi vida. Durante unos meses hice ver que estudiaría y sería un buen chico, pero volví a escaparme. Esa vez hice de paje en una fragata que navegaba por el Mediterráneo. Estuve en ella durante casi medio año. Después empezó otra tanda de palizas, hasta que al fin me presenté decidido ante mi abuelo y le dije que volvería a escaparme porque en lugar de construir barcos yo prefería navegar en ellos. Él me contempló detenidamente durante un buen rato y finalmente dijo que, al parecer, yo había heredado la maldita terquedad de mi madre. Aquella fue la única ocasión en todos esos años que me habló de ella.

—Me parece que él era por lo menos tan obstinado como tú —apuntó Elizabeth. Aún lo tenía agarrado de la mano porque percibía que a él le inquietaba hablar del pasado.

—No tanto como para no darse cuenta de que de mí no saldría ningún constructor naviero —matizó Duncan—. Dijo que si mi mayor deseo era navegar por el mar, sería mejor que lo hiciera con todas las de la ley. Así pues, me envió a Oxford para que adquiriera la base necesaria para emprender la carrera de oficial de la Marina.

—¿Fuiste a la universidad? —preguntó Elizabeth, estupefacta.

—De mala gana. Aquello fue un suplicio y solo se trataba de establecer relaciones con algunas personas influyentes. ¿Para qué, si no, servían la retórica y la filosofía? Lo más importante para mí fueron las clases privadas que me dio durante ese tiempo un viejo capitán con mucha experiencia. Gracias a él adquirí sólidos conocimientos de interpretación y trazado de planos de navegación, de construcción y uso de instrumentos náuticos, y también me enseñó todos los fundamentos teóricos de navegación. Todo eso me allanó el camino pues al poco tiempo pasé de lugarteniente a primer oficial de una fragata real. Hacía poco que tenía en el bolsillo mi diploma de capitán cuando estalló la guerra civil y lo echó todo a perder. La flota se disgregó y yo pedí la licencia. Mis conocimientos en construcción naval me resultaron de utilidad enseguida porque con el dinero que había ahorrado hasta entonces logré reflotar una carraca y navegar con mi propio barco como filibustero con la bendición de la Corona.

—¿Tu abuelo sigue con vida?

—No. Murió hace seis años.

—¿Y qué fue de su astillero?

—Existe todavía. Nombré administrador al capataz principal y, de vez en cuando, me ocupo de él.

—¿Te llevabas bien con tu abuelo?

—No mucho. Era un hueso difícil de roer: irreconciliable, cascarrabias, decepcionado con la vida… Sin embargo, gracias a él me convertí en el hombre que soy ahora: el capitán de mi propio barco. De no haberlo conocido, tal vez ahora yo solo sería un simple pescador, como mi padre. Además, tampoco puede decirse que en casa de mi abuelo yo hubiera pasado una infancia triste. Él se había casado en segundas nupcias con una mujer muy dulce y cariñosa, que ejercía sobre él una enorme influencia. Aunque era mayor, mi abuelo compensó conmigo lo que le había negado a mi madre. Y su esposa era amable y buena, conmigo y con él, y me dio mucho cariño. Por desgracia, murió también hace tres años. Ahora no tengo familia; no, al menos, en Inglaterra. Ahora tengo una mujer y un hijo en Barbados. —Le apartó el cabello y le besó la nuca—. Bueno, pues ya conoces toda la historia.

Elizabeth se sintió extrañamente próxima a él. Después de todo lo que le había contado sobre su vida, descubría en él facetas de su modo de ser que hasta entonces le habían sido vetadas. Aun así, estaba convencida de que todavía le quedaba mucho por saber de Duncan, sobre todo acerca de los últimos años. Notó además su impaciencia y la excitación que sentía en ese momento y que no había disminuido durante su narración. Él se restregó contra ella de forma insinuante.

—¿Dónde nos habíamos quedado antes?

Elizabeth se revolvió entre sus brazos y se arrodilló entre sus rodillas. Le acarició el pecho firme y caliente por el sol para luego recorrerlo lentamente hacia abajo con las yemas de los dedos.

—Creo que en algún punto de aquí…

Esa vez se dedicaron más tiempo. Aquella fue una relación más satisfactoria. Más tarde, cuando Duncan la tenía entre los brazos se sintió tan fascinado por ella que se inquietó. Con las mujeres no acostumbraba a perder de ese modo el control de sus sentimientos, pero con Elizabeth aquello le pasaba constantemente. Ella era como una sirena atractiva y cautivadora. Ocupaba su pensamiento de un modo tan persistente que le costaba concentrarse en los problemas que se le presentaban, algo que, precisamente en aquella situación, resultaba por completo inapropiado.

Había considerado la posibilidad de aplazar su propuesta de matrimonio hasta que se hubiera resuelto el conflicto entre Barbados e Inglaterra, pero como no había manera de saber cuándo y de qué modo acabaría aquel conflicto, prefería tener las cosas claras con Elizabeth. Además, era imprescindible evitar que William Noringham se le adelantara y, al final, él saliera perdiendo. El joven lord tenía todas las cualidades para resultar atractivo a una joven viuda. Duncan se dijo, con amarga ironía, que, de ser él mujer, no habría vacilado en aceptar que William Noringham la cortejara. ¿Para qué elegir a un filibustero de vida peligrosa y mala reputación cuando era posible tener un hombre serio, bien educado, rico y agradable como William? Y estaba también la historia con Harold Dunmore. Duncan había visto con horror de qué modo miraba a Elizabeth aquel tipo después de haberla arrojado al suelo de un puñetazo. En sus ojos se habían reflejado la desesperación, la rabia y la lástima, pero también un deseo furtivo. Dunmore lo contenía y lo ocultaba o, por lo menos, lo intentaba pues no podía hacer otra cosa. Sin embargo, el mero hecho de que el viejo albergara ese tipo de sentimientos por Elizabeth provocaba un gran desasosiego en Duncan. La próxima vez que él levara anclas, ella y el pequeño estarían a bordo. Tampoco ese profundo instinto de protección era algo con lo que había contado hasta entonces. Saber que tenía un hijo le había desatado unas emociones que, por su intensidad primaria, lo inquietaban incluso más que sus sentimientos hacia Elizabeth, contra los cuales no podía hacer nada. Le dolía haber perdido por culpa suya tantos meses y estaba decidido a compensarlo cuanto antes.

Elizabeth se soltó de su abrazo y se levantó con agilidad. Se mostró ante él con las piernas largas, desnuda, con el cabello rizado cayéndole hasta la cintura, sudorosa y sucia de arena, y con esos ojos suyos de color turquesa que refulgían en su rostro moreno. Era bella como una diosa pagana. Se sintió idiota por no poder apartar la vista de ella.

—Vamos a nadar —dijo Elizabeth.

Duncan se incorporó con un gemido porque le dolía la espalda. Se dijo que ya era demasiado mayor para permanecer tanto tiempo reclinado en troncos de árbol o suelos de piedra. No así Elizabeth. Con una vaga inquietud cayó en la cuenta de que ella apenas tenía veinte años mientras que él le llevaba casi doce años. Si ahora él empezaba a mostrar sus flaquezas… Se puso en pie con otro gemido, pero muy decidido, y la siguió hasta el agua. Mientras ella se zambullía de cabeza en las olas entre gritos de júbilo, él entró andando tranquilamente. No estaba dispuesto a demostrarle que sentía cierta aprensión por el agua. No hacía ni medio año que había aprendido a nadar, pero eso ella no tenía por qué saberlo. Sin embargo Elizabeth se percató, y eso a pesar de que él había practicado mucho desde entonces.

—Sacas la cabeza del agua como si fueras una oca —le dijo nadando de espaldas ante él y dirigiéndole una sonrisa traviesa—. Me parece que hace muy poco que has aprendido a nadar.

—Muy pocos marineros saben. Yo soy uno de ellos.

Al hablar, Duncan perdió la coordinación de los movimientos que tan cuidadosamente ejecutaba y tragó agua. Era evidente que era incapaz de nadar y hablar a la vez. Oyó que Elizabeth reía, burlona. ¡Lo que reiría si llegara a enterarse de que él había aprendido por ella! Claire, que a su vez lo sabía por Harold Dunmore, era quien le había contado que Elizabeth salía a nadar con regularidad con una criada irlandesa y que al parecer nadaba como un pez. A partir de entonces, curiosamente no saber nadar empezó a resultar a Duncan muy molesto. John Evers había tenido que dedicar muchas horas libres a enseñarle.

—Nadar tiene sus peligros y, además, es un modo complejo de desplazarse —le explicó Duncan con dignidad. Sin embargo, al decirlo reparó en lo zafio que había sonado aquello, sobre todo al ver a Elizabeth dar vueltas en el agua en torno a él como si en su vida no hubiera hecho otra cosa.

Ella se burló.

—Pero si es muy fácil. ¡Incluso Johnny sabe nadar!

Duncan la miró, asustado.

—¿Te metes en el agua con mi hijo?

Habría sido mejor que se hubiera ahorrado esa pregunta porque, una vez más, una ola le dio en la cara y le entró agua en la boca. Ya había llegado demasiado lejos. Estaba harto. Abandonó aquel chapoteo inútil y dejó de moverse. A fin de cuentas cuando nadaba era lo bastante prudente para no perder contacto con el suelo en ningún momento.

—Recogeré nuestras cosas y a los caballos —dijo mientras regresaba a la orilla.

Elizabeth no lo oyó pues rompía las olas con movimientos rápidos y se adentró a nado un poco más. Cuando su cabeza desapareció dentro del agua y no volvió a asomar, Duncan se quedó paralizado, dispuesto a arrojarse al mar y arriesgar su vida para protegerla de los tiburones o de cualquier otro animal salvaje. Pero entonces la vio culebrear en el fondo del agua, de un lado a otro, como si estuviera haciendo hallazgos de gran importancia. Estaba claro que Elizabeth no solo dominaba a la perfección la natación, sino también el buceo. Suspiró con alivio cuando por fin vio que su cabeza asomaba por encima de las olas.

—¡Sal de una vez! —gritó él—. ¡Todavía tenemos cosas que hacer!

—¡Duncan! —exclamó ella entre risas mientras nadaba en dirección a la playa—. ¡Eres incansable!

—En ese caso, me temo que voy a decepcionarte.

A duras penas podía apartar la vista de sus pechos ligeramente bamboleantes y cubiertos de gotas brillantes. Se retorció el cabello con las manos. El agua le recorrió el abdomen y el vientre hasta ir a parar al triángulo de vello crespo que tenía entre los muslos. Duncan carraspeó.

—Me gustaría enseñarte algunas cosas sobre las armas para que puedas protegerte mejor. Cuando nos vayamos a caballo de aquí habrás aprendido a manejar el puñal y la pistola.

—¡Oh! —exclamó ella. Casi parecía decepcionada. Luego clavó la mirada en la erección que él empezaba a tener—. ¿Estás seguro de que no te refieres a otras armas?

A Duncan no le quedó más remedio que sonreír. La vida con ella iba a ser realmente divertida. De repente se sintió feliz, casi de un modo pueril. ¿Sería eso el amor? A falta de algo con que compararlo, tenía todo el aspecto de serlo. Años atrás, John Evers le había descrito cómo era el amor verdadero: «Es como colgarse sin remedio de un gancho y no querer bajar nunca más». Estaba en lo cierto, a fe que sí. Por lo tanto, mejor acostumbrarse pronto a eso y disfrutarlo al máximo.