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Entretanto, en la casa de la Asamblea la espera agonizante tocó a su fin. Un mensajero llegó a todo correr, bañado en sudor, agarrándose el sombrero con las manos para que no se le cayera.

—¡Ya llegan! —gritó precipitándose por la puerta en el interior de la sala baja y repleta de humo de tabaco en la que los miembros del Consejo apenas podían controlar su nerviosismo—. ¡Ya llegan! —repitió sin aliento mientras se detenía atropelladamente.

—¡Por Dios bendito! ¿Quién llega? —gritó Benjamin Sutton—. ¿No serán los soldados?

—No lo sé —respondió el hombre, compungido.

—¿Cuántos botes has visto? —inquirió Sutton.

El hombre se quitó el sombrero y se lo apretó contra el pecho.

—Solo uno —dijo—. Dentro van tres hombres.

El alivio fue general. Las tropas todavía no habían sido enviadas a tierra.

—Hay uno que enarbola una bandera blanca —añadió el mensajero.

Aquello disipó las últimas dudas. Habían enviado a tierra a unos negociadores.

Los miembros del Consejo se encaminaron hacia el amarradero charlando con excitación; mientras elucubraban todo tipo de conjeturas, aguardaron la llegada de la chalupa remada por dos marineros. Las velas de la embarcación ya estaban recogidas cuando el bote se acercó y uno de los marineros arrojó una soga. El oficial que llevaba la bandera blanca subió al muelle y escrutó a su alrededor hasta que vio el grupo de autoridades que, sin duda, aguardaban su llegada. Sin embargo, en lugar de ir hacia ellos, mantuvo una actitud altiva que provocó rumores de irritación entre los terratenientes. Finalmente, Jeremy Winston ordenó a su sobrino Eugene que fuera a dar la bienvenida al recién llegado en nombre de la House of Burgesses de Barbados. Eugene, un joven algo entrado en carnes que valiéndose de su escasa perilla intentaba sin éxito desviar la atención sobre sus mofletes rosados, parecía sobrepasado por la orden, pero por fin recobró la compostura, se acercó al parlamentario e intercambió unas palabras con él. Mientras lo hacía señaló a Jeremy Winston, quien sonrió y saludó amablemente. El oficial asintió sin más y, a continuación, depositó en la mano del sobrino de Winston un documento enrollado; luego, para asombro de todos los presentes, volvió a embarcarse en la chalupa. Los marineros soltaron la soca, tomaron los remos y, al cabo de un momento, el bote volvió a alejarse en dirección a la flota que estaba anclada frente a la bahía. Luego se izaron las velas, y la chalupa tomó velocidad hasta convertirse, al momento, en una mancha blanca dentro del mar de color turquesa. Eugene se acercó corriendo con el documento al gobernador, el cual, molesto, lo desenrolló y lo apartó de sí con el brazo extendido, contemplándolo con los ojos entrecerrados.

—¿Qué dice? —quiso saber Benjamin Sutton.

—Apenas puedo leerlo, el sol me deslumbra —repuso el gobernador, y entregó el documento a Sutton.

—Conozco ese sello —comentó este—. Y la firma es del almirante Ayscue, el comandante en persona de la flota.

Se oyó un murmullo de reconocimiento; ese nombre les era familiar a todos. Sin embargo, Sutton tampoco podía leer el texto porque también tenía problemas con el sol. En sus intentos por descifrar el documento, su brazo parecía volverse más largo cada vez. En cambio Duncan Haynes, que había presenciado todo lo ocurrido y podía ver por encima del hombro a Sutton, tenía una vista excelente. Él leyó el texto en voz alta. Cuando terminó, se hizo un silencio absoluto. Luego se desató la indignación.

George Ayscue, quien según su firma era almirante de la flota del Parlamento, fijaba unas exigencias que no podían considerarse más que una afrenta sin parangón. Exigía nada más y nada menos que el sometimiento sin condiciones. Según el escrito, se suspendía al Consejo de todas sus tareas y competencias, y al carecer de todo tipo de legitimación, tenía que ser considerado como inexistente. A partir de ese momento, proseguía la misiva, la isla iba a ser gobernada directamente por el Parlamento de Londres. Solo quienes estuvieran dispuestos a rendirse sin presentar batalla quedarían impunes y el resto tendría que atenerse a unas consecuencias dramáticas.

—¡Esto es abominable! —gritó Sutton.

—¡Indignante! —corroboró el gobernador.

Junto a ese panfleto se adjuntaba el texto de la ley de navegación, por la cual no solo quedaba prohibido el comercio con todas las naciones excepto Inglaterra, sino que también estipulaba que todos los contingentes de carga, los precios de compra y los márgenes comerciales serían fijados de forma exclusiva por los funcionarios de la Cámara Baja.

Por todas partes se levantaron gritos de enojo y muchos puños se alzaron con rabia hacia el cielo, que para entonces ya estaba cubierto con nubarrones grises, en perfecta consonancia con la crispación que, de pronto, había hecho mella entre los miembros del Consejo. Al cabo de un instante empezaron a caer las primeras gotas. Los hombres a duras penas lograron llegar a la casa de la Asamblea con el pelo seco; allí se lanzaron de inmediato a redactar una réplica bien argumentada a aquel mensaje tan impertinente. Sin embargo, no existía ningún punto en el que hubiera unanimidad. Parecía como si todos quisieran cosas distintas. No eran pocos los que estaban a favor de hacer hablar a los cañones. Al resto, atraídos por la perspectiva de la impunidad en caso de transigir, les gustaba la idea de enviar una declaración de capitulación al buque insignia de la flota y se negaban en redondo a aceptar las propuestas belicosas del otro bando isleño. Al poco rato, los miembros del Consejo andaban a la greña los unos con los otros.

En ese momento entró William Noringham. Llevaba el brazo izquierdo vendado y en cabestrillo, lo cual provocó miradas de preocupación. Él hizo un ademán tranquilizador para quitarle importancia y explicó que había tenido un pequeño accidente al cargar su pistola. Preguntó de pasada al sobrino del gobernador si Harold Dunmore ya había aparecido por allí. Eugene le dijo que no.

—Lo han visto por Bridgetown, pero no ha venido aquí. Se diría que ya le da igual aportar su granito de arena a nuestra lucha por la libertad y eso que la ha defendido durante mucho tiempo. Hace un rato me han informado de que ha regresado a su plantación. Es una vergüenza que no haya enviado a nadie de su gente para contribuir a la causa. Vos, en cambio, habéis enviado a la milicia a todos los trabajadores sometidos a contrato. Ciertamente, vos sois un hombre del cambio y del progreso.

William, en realidad, se sentía como el hombre del desastre, pero entonces contempló a los miembros del Consejo, que seguían hablando acaloradamente. Notó a la vez una mirada clavada en él y volvió la cabeza. Duncan Haynes lo observaba con aire pensativo desde su asiento, algo apartado del resto. Por motivos inexplicables, aquello despertó en William la necesidad de sobreponerse. Se irguió, adoptó una actitud más positiva y fue a reunirse con el resto del Consejo. Aún no podía darse por vencido con su declaración. Era buena y adecuada, y él lograría imponerla con todo su poder de convicción. Si se retiraban en principio los puntos que provocaban incomprensión en los demás y se posponían, no encontraría objeciones en el resto. Con esa esperanza, fue a tomar la palabra. Como no todos le atendieron al instante, obtuvo la ayuda inesperada de Duncan Haynes.

—Caballeros, parece que este joven lord tiene algo que deciros. Por favor, dedicadle vuestra amable atención.

A fin de subrayar su petición, Haynes sacó su puñal y lo arrojó a la mesa en torno a la que estaban reunidos los terratenientes, donde quedó clavado vibrando con un ruido claramente perceptible.

Al instante el silencio se impuso en la sala, y William empezó a hablar.