29
Antes de su partida, Harold Dunmore se presentó ante Elizabeth para disculparse por el puñetazo. Le dijo que había perdido la cabeza, que, después de la muerte de Robert, no pensaba con claridad; que no había sabido distinguir a sus amigos de sus enemigos. Ante ella, con rostro rígido, se humilló incluso delante de los Noringham, quienes se habían agrupado en torno a Elizabeth como si fuera hija suya; Harold Dunmore sintió el veneno de la ira ardiendo en su interior con una intensidad inquietante para él. Con todo, aceptó aquella postración porque el momento en que la había visto tumbada frente a él en el suelo, doblada sobre sí misma e intentando en vano respirar, había sido, de largo, peor que encontrarse en ese instante ante ella en actitud compungida y con la mirada de los Noringham clavada en él como si se tratara de un perro rabioso.
—Discúlpame —repitió con la cabeza vuelta a un lado para esquivar las miradas.
Elizabeth asintió sin decir nada, y Harold se volvió y se marchó. Martha, que seguía aturdida por el láudano, había sido trasladada por dos sirvientas al carromato. Felicity estaba sentada a su lado con todo el equipaje, dispuesta ya para la partida. Elizabeth había decidido abandonar Summer Hill al día siguiente porque, a causa del golpe en el vientre, necesitaba algo de descanso; de todos modos, acudiría puntualmente al entierro. La encargada de decírselo a Harold había sido Felicity, incapaz de ocultar que habría preferido permanecer otro día más allí con su prima.
Fuera, frente a la casa, Harold vio a Duncan Haynes. Sus miradas se encontraron. Con un gesto súbito, el terrateniente se dio la vuelta y se encaminó hacia sus caballos.
Duncan aguardó a que el carruaje se hubiera alejado y entró en la casa. Le bastó con mirar a Elizabeth para darse cuenta de que estaba totalmente abatida. Mientras ella estuviera en aquel estado, él no podría hablarle. Además, Anne Noringham no se apartaba de la joven, y William no parecía tener otra cosa que hacer que hacerle compañía.
No sin cierta ironía Duncan se dijo que la muerte del marido, en lugar de derribarlos, había levantado aún más obstáculos entre ellos. No hacía falta ser un gran observador para ver que la corroía el sentimiento de culpa. Como no podía ser de otro modo, la mayoría atribuía su abatimiento al dolor de la pérdida, pero esa impresión podría desvanecerse si alguien los observaba. Entonces no sería muy difícil extraer algunas conclusiones. Por ello ofreció el pésame a Elizabeth manteniendo una distancia prudente desde la puerta abierta, y ella se lo agradeció con voz indiferente, sin dirigirle ni tan solo una mirada. Anne estaba detrás de ella, con ambas manos posadas en sus hombros. Duncan se despidió con un breve saludo antes de que Anne pudiera extraer ninguna conclusión. William Noringham, siempre cargando los males del mundo a sus espaldas, lo acompañó al embarcadero.
—Seguramente nos veremos muy pronto —dijo.
—A lo sumo cuando los parlamentarios disparen desde los cañones —corroboró Duncan permitiéndose una broma poco entusiasta.
Una sonrisa fugaz asomó en la comisura de los labios de William, pero al instante recuperó su gravedad.
—El asesinato de Robert Dunmore es una carga muy dura para Summer Hill. Se ha derramado sangre en mis tierras y me siento responsable de ello. Sin embargo, tengo la esperanza de poder demostrar la inocencia de Celia. Lleva desde muy niña entre nosotros, y mi familia siente un gran afecto por ella.
—Sin duda nadie va a esforzarse mucho para encontrar pruebas en su descarga, ya que todos los indicios la acusan —dijo Duncan.
William asintió con la frente arrugada y una expresión de preocupación.
—Interrogaré personalmente a todos mis criados y esclavos. Tal vez alguno viera algo.
—¿Asistiréis al entierro?
—Por supuesto.
—De todos modos, vos no sentíais un aprecio especial por él, ¿verdad? —Duncan contempló con curiosidad a William—. En realidad, ayer en la asamblea me pareció que había cierta rivalidad entre vos y Robert. De hecho, os peleasteis.
William, apesadumbrado, levantó los hombros.
—Creedme, eso es algo que lamento muchísimo. Haría cualquier cosa para poder cambiar lo ocurrido.
—Como eso no es posible, no sirve de nada romperse la cabeza con ello. No se puede ser amigo de todo el mundo.
—Sea como sea, siento mucho que Robert tuviera que morir tan joven y, sobre todo, de ese modo.
—Muchos dirán que, con la vida que llevaba, se lo tenía bien merecido.
—Decir algo así no es de buen cristiano.
—Desde luego —aseveró Duncan algo lacónico. Y, con tono más serio añadió—: Tal vez ese fuera su destino. Muchas cosas ya están escritas en las estrellas tiempo antes de que ocurran.
—No me merece una gran opinión la astrología.
—Tampoco a mí. —Duncan sonrió—. De hecho, es un modo de hablar. Podemos llamarla tranquilamente divina providencia. Eso que los griegos denominaban prónoia.
—¿Sabéis griego clásico? —preguntó William Noringham, sorprendido.
—¿Acaso pensáis que los filibusteros somos inmunes a cualquier forma de educación? —preguntó Duncan, divertido.
William se sonrojó.
—Bueno…
Duncan lo salvó de su incomodidad y dirigió otra vez la conversación al destino de Robert.
—Hay personas que parecen movidas por una especie de anhelo de muerte. Creo que Robert era alguien así. Vivió siempre como si no hubiera un mañana. Y llegó un momento en que dejó de haberlo.
—¿Cómo lo sabéis? ¿Conocíais a Robert?
—En realidad, no. —Duncan recordó lo que Robert le había dicho a Claire y esta le había contado: «Yo acabaré mal. Me siento como una mecha que va consumiéndose».
William asintió, pensativo.
—¿Sabéis? Tal vez es cierto que Robert tuviera una especie de anhelo de muerte. Precisamente en los últimos años parecía muy… infeliz.
—Es evidente que su matrimonio no era de los mejores. —Duncan hizo esa constatación con intención.
William se encogió de hombros y su expresión se volvió reservada.
—Eso es algo que, evidentemente, no puede reprochársele a lady Elizabeth —dijo con cierta incomodidad.
Al hablar, reaccionó tal como Duncan esperaba. Sin embargo, eso no lo animaba precisamente. Aquel joven caballero, valeroso y sin tacha, estaba claramente enamorado de Elizabeth. Incluso durante la travesía en barco había sido difícil no darse cuenta; de hecho, no sin motivo en la asamblea del día anterior Robert había aireado su rabia acusando a William de ir tras su esposa. Después de los recientes acontecimientos, nadie se asombraría si William, después del período de duelo, pidiera la mano a Elizabeth. Harold Dunmore no podría impedirlo. Y él tampoco.
—Yo podría llevarla a Bridgeport con el Elise —dijo—. De ese modo ella no tendría que ir a caballo.
—Pero Elizabeth quiere cabalgar. —William no parecía muy contento con esa decisión—. Le he ofrecido acompañarla a casa con el carruaje, evidentemente con Anne, pero no ha querido.
Duncan no pudo evitar sentir una satisfacción ridícula al oír eso. Se tocó ligeramente el sombrero en señal de despedida a la vez que dirigía una sonrisa tranquilizadora a William Noringham.
—Sois una persona muy sensata. No cambiéis.
A la mañana siguiente, William insistió en que dos de sus criados sometidos a contrato acompañaran a Elizabeth en su recorrido a caballo de vuelta a Bridgetown. Eso le llevó casi el doble de tiempo que lo habitual pues la joven tuvo que hacer ir a Pearl al paso porque si no los hombres habrían tenido que correr para no perderla de vista. Los criados iban algo delante de ella, casi a su lado, con las cabezas gachas tapadas por sombreros deshilachados y las espaldas nervudas empapadas de sudor bajo camisas grises de algodón. El aire era tan espeso que casi se podía cortar. Sobre los campos de caña de azúcar zumbaban ejércitos de mosquitos y algunos se posaron sobre Elizabeth. Ella, impaciente, mató a esos insectos pesados antes de que le picaran. Algunos ya habían chupado algo de sangre, y se convirtieron en manchas rojas debajo de la palma de su mano. Cuando Elizabeth distinguió a lo lejos los muros blancos de Dunmore Hall le habría gustado dar la vuelta y marcharse. Sintió en su interior un nudo doloroso.
En la entrada había un crespón. Elizabeth entregó a Pearl al mozo de cuadras y luego entró, vacilante, en la casa. El silencio era sobrecogedor. Sus suegros estaban sentados, mudos y pálidos en el salón. Iban vestidos de duelo y solo parecían esperar a que llegara la hora del entierro. Cuando Elizabeth asomó por la puerta, Martha apenas levantó la mirada. Tenía el rostro tan deformado a causa del llanto que resultaba difícil reconocer sus rasgos.
—¡Ya estás aquí! —dijo Harold.
Su semblante era impasible y, cuando Elizabeth lo miró, apartó la mirada. La joven se aclaró la garganta.
—Voy a cambiarme.
Felicity se arrojó a sus brazos entre lágrimas cuando entró en la habitación.
—¡Por fin! ¡Ya no lo soportaba más! ¡Esto es como un sepulcro! Como si no fuera suficiente con que Niklas haya tenido que irse tan pronto. —Miró detenidamente a Elizabeth con cautela—. ¿Cómo estás?
Elizabeth se encogió de hombros y se acercó a la cuna donde Jonathan dormía. Tenía el cuerpo recogido, formando una especie de bola diminuta que respiraba, las piernecitas dobladas bajo el vientre y la cabeza vuelta a un lado. Tenía el pulgar en la boca. Elizabeth fue a sacárselo, pero finalmente lo dejó. No quería interrumpirle el sueño.
—¿Miranda se ha ocupado bien de él?
Felicity asintió. Ya estaba vestida para el entierro, y tenía una apariencia extraña y rígida con aquellas ropas negras. Elizabeth reparó en que llevaba la mantilla gris que no le quedaba bien con su llamativo vestido de baile.
Ella ya tenía dispuesto también su vestido de luto. Era el que llevaba cuando asistía a un funeral. Le iba demasiado estrecho, le molestaba debajo de los brazos y el tejido de seda era rígido y le picaba; se estremeció al verlo. La última vez que lo había llevado había sido para el entierro de una señora que había muerto de tuberculosis. Antes había sido por un muchacho que había sufrido unas fiebres. Constantemente en la parroquia morían conocidos de los Dunmore.
Excepto en esas muertes, Elizabeth luego no habría sabido decir en qué había pensado al dirigirse a la capilla. También vivió el funeral en un estado de extraña desconexión; ni siquiera levantó la mirada cuando, durante el sermón, el reverendo Martin dirigió unas palabras personales de condolencia a los parientes del difunto.
Como era de esperar, el cementerio de Saint Michael estaba abarrotado de gente vestida de negro. Tras la misa todos se reunieron cabizbajos en torno a la tumba abierta y contemplaron cómo el ataúd era bajado a su fosa. Los hombres se quitaron el sombrero y las mujeres juntaron las manos.
Martha había recuperado en parte la voz; sollozaba con desconsuelo y sus gemidos ahogados eran como los de un animal agonizante. Harold, con el rostro rígido y anguloso, sostenía a su esposa temblorosa por un lado mientras Elizabeth la asía por el otro. A pesar del sombrero, el sol incidía directamente en su rostro y la deslumbraba así que, cuando a su alrededor oyó los gemidos procedentes de las gargantas de otras mujeres, no pudo ver quién lloraba tanto a su difunto marido.
Felicity estaba detrás de ella con el pequeño en brazos, el cual iba vestido con un diminuto traje negro y un sombrerito también negro, en consonancia con la trágica ocasión. También él lloraba sin desconsuelo, aunque solo era porque veía llorar a su abuela. Elizabeth lo tomó en brazos, contenta de poder deshacerse de su suegra. Sostuvo a Jonathan de forma que pudo esconder el rostro detrás de él, y él le abrazó por el cuello con los bracitos y se apretó contra ella, asustado.
Al otro lado del sepulcro, en la segunda fila de los dolientes, vio a los Noringham. Lady Harriet llevaba velo y Anne, ataviada con su vestido de duelo, parecía una musaraña escuálida y oscura. William, alto y esbelto, tenía como siempre un aspecto atractivo, algo que no cambiaba por poco favorecedor que fuera el traje. Nervioso, hacía girar el sombrero entre las manos y tenía los ojos bajados en dirección al ataúd, sobre el cual el reverendo Martin acababa de lanzar una palada de tierra.
«De la tierra somos y a la tierra volvemos. Tierra sobre tierra, ceniza sobre ceniza, polvo sobre polvo. Lo que el Señor nos da el Señor nos lo arrebata. Bendito sea el Nombre del Señor».
Martha dejó escapar un grito ronco y se desplomó junto a Harold. Él la sostuvo con fuerza mientras caía más tierra con estrépito contra el ataúd. En algún momento se dijo el último «Amén» y, poco a poco, los asistentes al entierro se fueron disgregando. Ya había terminado.