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En Bridgetown reinaba un gran ajetreo. Lo que antes no había sido más que un rumor se estaba viendo confirmado por todos lados. Los pescadores provenientes de Saint Christopher contaban que una unidad de la flota, formada al menos por dos docenas de buques de guerra ingleses, atravesaba las Antillas.
En la isla estalló una actividad frenética. Se colocaron cañones a lo largo de la línea costera y se orientaron hacia las zonas navegables. La milicia, dirigida por Jeremy Winston y George Penn, se amplió con varias docenas de hombres capaces de manejar las armas y con más prácticas de tiro. Se celebró otra asamblea de terratenientes libres para que todos aquellos que tenían derecho a voto mantuvieran la misma actitud. El comando naval bajo el mando del almirante Ayscue, que gobernaba el buque insignia inglés, daría el primer paso y luego se decidiría qué hacer. Fuera como fuese, querían estar preparados para todo, incluso para lo peor, esto es, la invasión por parte de tropas de tierra.
Harold Dunmore se mantuvo lo más apartado posible de las actividades de la milicia y de las reuniones del Consejo porque tenía su atención centrada en Rainbow Falls. Quería cosechar cuanto antes las cañas de azúcar que habían sobrevivido al incendio y para eso era preciso que colaboraran todos sus criados sometidos a contrato, también los de Dunmore Hall, e incluso las doncellas y los ayudantes de cocina. En Dunmore Hall solo quedó el mozo de cuadras y Rose, que era demasiado mayor trabajar en el campo.
Inmediatamente después del incendio, Harold había hecho construir en la plantación una barraca para los trabajadores; allí tendrían que dormir todos, quisieran o no. Los que se quejaran o no se esforzaran suficientemente en la tarea conocerían al punto su nuevo látigo, el cual, según se decía, causaba peores heridas que el anterior. Harold no parecía pensar en otra cosa que no fuera levantar cuanto antes Rainbow Falls. Según había profetizado a Elizabeth y a Felicity durante la última comida que habían compartido, y que había tenido lugar varios días atrás, para el año siguiente en todos los campos volvería a crecer la caña de azúcar tan alta como una persona. Para entonces, añadió Harold, el nuevo molino ya estaría en marcha. Entretanto, había llegado a un acuerdo con Sutton y utilizaría su molino. ¿Para qué estaban los amigos si no para ayudar en la necesidad? Su voz y su expresión habían dejado entrever un deje suplicante, algo que hizo que Felicity después de la comida dijera a Elizabeth: «Ese hombre realmente me da miedo».
Al oírlo Elizabeth se había limitado a encogerse de hombros. No había olvidado lo brutal que su suegro podía llegar a ser. Aunque, mal que le pesara, lo admiraba por su energía y su inagotable autodisciplina, con él iba con mucho tiento.
Después de que Harold hubiera puesto a prácticamente a todo el servicio a trabajar en la plantación, Dunmore Hall casi parecía abandonado. Martha no salía casi nunca de su dormitorio, Felicity se pasaba el día preparando sus encuentros con Niklas Vandemeer, y Elizabeth se ocupaba de Jonathan y del resto de las tareas. Harold le había dado más dinero del necesario para la compra y la manutención, y la joven no había tenido que tocar ni una sola vez el que tenía asignado para gastos propios. Pronto se dio cuenta de que esa vida le gustaba. A veces, si ella tenía otras cosas que hacer, pedía a Miranda que fuera a la casa para que Jonathan estuviera vigilado.
A pesar de lo apacible de su rutina diaria, tampoco se le escapaba el hecho de que el ambiente en Barbados cada vez estaba más crispado. Una mañana en que había ido al mercado con Paddy a comprar pescado, la gente echó a correr de un lado a otro en medio de una gran confusión. Alguien gritó a todo pulmón entre el griterío: «¡Que vienen los ingleses! ¡La Armada ha llegado!». A continuación se produjo un tumulto. Sin embargo, luego resultó ser tan solo un grupo de cuatro mercantes holandeses que habían logrado escapar de la flota inglesa y les llevaba un día de adelanto. Sus tripulaciones confirmaron que, en efecto, la flota del Parlamento había abordado ya a docenas de mercantes holandeses en las Antillas. Al parecer, la época del comercio tranquilo había tocado a su fin. Los cuatro mercantes holandeses se deshicieron a toda prisa de su carga, hicieron acopio de agua fresca y de provisiones, cargaron las bodegas con todo el azúcar que pudieron obtener y partieron de nuevo el mismo día.
Cuando Elizabeth regresó del mercado, Felicity le comunicó entre lágrimas que Niklas Vandemeer iba a zarpar también al mediodía. Apenas tenía tiempo para despedirse de él. La mañana siguiente a más tardar la flota inglesa estaría allí, y entonces las vidas de las gentes de Barbados dejarían de ser seguras. Por primera vez Elizabeth tuvo miedo de una posible guerra.