52

—Y esta, ¿de qué es? —preguntó Elizabeth.

Estaba recostada en brazos de Duncan, con la cabeza hundida en su pecho, y le contaba las cicatrices. Había descubierto una larga e irregular peligrosamente cerca de la ingle y que todavía no estaba tan difuminada como el resto.

—Del capitán del último botín. Luchó como un león y me dejó este recuerdo.

—Pero tú le ganaste —constató ella.

—De lo contrario, no estaría aquí tan contento —admitió él, divertido.

—¿Lo mataste?

—No me quedó otro remedio.

—¿Y qué sentiste entonces?

—¿En el momento en que ocurrió? Una sensación victoriosa. Era preso del delirio del triunfo. En esos momentos no piensas en nada. La sangre te bulle en las venas, te sientes como un gigante y golpeas y apuñalas a cuanto se interpone en tu camino. Entonces todo es cuestión de quitar la vida o de perderla. A causa de esta herida que ves aquí estuve a punto de morir desangrado, pero solo me di cuenta de eso cuando hube derribado a todos los adversarios que tenía delante.

Elizabeth se estremeció. Sin percatarse, apretó la yema de los dedos en la cicatriz. Duncan le tomó de la mano y se la apretó suavemente.

—Luego, cuando todo ha pasado ya y has obtenido la presa, empiezas a reflexionar. La razón se impone y, con ella, la pena por haber tenido que llegar tan lejos. La mayoría arría las velas de inmediato, a menudo incluso antes del primer disparo. Saben que así no les pasará gran cosa. Excepto por la pérdida de la carga, no sufren ningún daño y pueden hacer escala en el siguiente puerto o seguir hasta su destino. Sin embargo, los hay también que disparan primero. Y los que luchan hasta el final, aun cuando saben que es inútil.

—¿Qué harías tú? —preguntó Elizabeth mientras acariciaba con el dedo otra cicatriz que recorría en línea curva el muslo de Duncan y le rodeaba la rodilla—. ¿Seguirías luchando a pesar de que fuera inútil?

Él contrajo un poco la pierna, porque sentía cosquillas.

—Pararía en el momento oportuno. —La tomó de la mano, se la acercó a los labios y le besó las puntas de los dedos—. Y ahora dejarás de examinarme las cicatrices porque no vas a acabar nunca.

—No vas a librarte tan fácilmente. ¿Cómo te hiciste esta cicatriz de la rodilla?

Duncan suspiró, dándose por vencido.

—Es muy antigua, de cuando aún era grumete. En una ocasión me quedé dormido en el puesto de vigía y, como no era la primera tontería que cometía estando de guardia, me castigaron a pasar por la quilla[4]. Tuve suerte y solo sufrí heridas en las piernas a causa de los moluscos del casco del barco. De hecho, había visto a otros a los que sacaban muertos del agua. El maestro de velas me cosió con los puntos más finos y durante tres días enteros me dejaron permanecer en el camarote con una gran botella de ron.

Elizabeth se estremeció de nuevo ante la indiferencia con la que Duncan hablaba de esas cosas, pues a veces aquella actitud lo hacía parecer rudo y carente de escrúpulos. Sin embargo, ella estaba dispuesta a jurar que en realidad él era una persona llena de bondad y amor: tan solo se le tenía que dar la ocasión de poner fin a su antigua vida y empezar una nueva. Ella estaba completamente convencida de que lo lograría junto a ella y a Jonathan. De todos modos, aún no habían hablado mucho sobre su futuro en común. Elizabeth se daba cuenta de que a él ese tema le disgustaba un poco; por lo menos, cuando la conversación tomaba ese derrotero él siempre cambiaba de tema. Decía que antes era preciso aclarar lo demás. Al parecer, en ese momento, la invasión de la flota inglesa era la mayor de sus preocupaciones. Elizabeth, por su parte, imaginaba escenas atroces de lo que Harold haría en cuanto supiera que ella iba a abandonar la isla con Duncan. Después de hacer el amor, había cerrado los ojos y se había quedado traspuesta; había soñado que Harold se inclinaba sobre ella empuñando un puñal ensangrentado y que le susurraba: «Ahora vamos a poner fin a este juego».

Entonces en sueños vio a Akin convertido en una sombra negra ante la cortina henchida por la brisa. «El día ha llegado». Aunque Akin hablaba, la voz que se oía no era la de él sino la suya propia, que sonaba en lo más profundo de su cabeza. «La tempestad propagará el fuego, y la tierra quedará anegada en sangre». Entonces se había incorporado, sobresaltada y con la respiración entrecortada, hasta que se había dado cuenta de que estaba a salvo y protegida entre los brazos de Duncan y que lo había soñado todo. Él también se había despertado y la había besado, y se habían vuelto a amar. Tumbados sobre la arena cálida, con la espuma de las olas acariciándoles los pies, se fundieron en un estrecho abrazo llevados por una pasión ciega, mientras las olas acallaban sus gemidos de placer. Después él le había dicho por primera vez que la amaba.

Elizabeth debería haberse sentido muy dichosa por ello —y, en cierto sentido, así fue—, pero eso no había logrado aplacar su temor por lo que estaba por llegar. De hecho, la contemplación de las cicatrices en el cuerpo de Duncan tampoco la animó, más bien al contrario. Cuanto más cosas descubría sobre él, más triste se sentía: Duncan tenía la espalda cubierta de cicatrices a causa de los numerosos azotes sufridos cuando era grumete. Debajo de la oreja presentaba una muesca roja y de aspecto desagradable porque, en una ocasión, en un combate en alta mar, un bucanero había intentado abrirle la garganta. En la nalga derecha tenía un orificio dentado del tamaño de un chelín; un amotinado bebido le había clavado ahí un cabillero aunque, en realidad, su intención era clavárselo en la espalda. Todo eso demostraba las veces que Duncan había escapado de la muerte.

Él se dio cuenta de su aflicción.

—Hablemos, para variar, de tus cicatrices. Por ejemplo, ¿cómo te hiciste esta? —Le señaló una línea blanca que tenía en el tobillo derecho.

—Me caí del caballo —dijo ella.

—¿Y esta de la pantorrilla?

—Me caí del caballo.

—¿Y esta de aquí, en el codo?

—Me caí del caballo.

Él se inclinó sobre ella y la examinó atentamente.

—Ya no tienes más cicatrices, ¿verdad?

—Sí, pero fueron por otra caída, mucho más profunda. —Ella señaló unas finas marcas nacaradas debajo del ombligo—. Estas aún no las habías visto.

—Ya sé de qué son —dijo él—. Es de cuando llevaste dentro a mi hijo.

—¿No te parecen feas?

Él se echó a reír.

—¡Qué pregunta más tonta! ¡Las adoro! Y espero que pronto tengas más.

—¿De verdad?

—A fe que sí. ¿Y a ti qué te parece? ¿Te gustaría tener más hijos?

—Me parece que esa decisión ya no la puedo tomar —respondió ella sin más—. Vuelvo a estar encinta.

Duncan se quedó paralizado.

—¿Estás segura?

En cuanto Elizabeth hubo asentido, él casi la ahogó con besos de entusiasmo. Pero luego se detuvo, muy preocupado.

—No vas a galopar más —declaró de forma categórica—. Y en cuanto encontremos un vicario que esté medianamente sobrio nos casaremos.

Corroboró esa promesa con otro beso.

—Dime, ¿para qué necesitabas mi ayuda aquí? —preguntó Elizabeth.

—Ah, eso. —Duncan se encogió de hombros—. Me gustaría saber una cosa del fondo marino de la zona. Todo lo que hay que saber sobre la navegabilidad de esta parte de la bahía. Pero olvídalo. No vas a sumergirte más.

Ella lo miró esperanzada.

—¿Se trata de cosas como la profundidad del agua y la presencia de corales? Para eso no necesito sumergirme, te lo puedo decir sin más, porque he venido muchas veces a nadar por aquí.

Mientras se vestían, ella le explicó dónde había bancos de corales, dónde se encontraban los bajíos rocosos y en qué puntos el fondo marino era arenoso y muy profundo. Duncan la escuchó atentamente; sin embargo, cuando ella quiso saber por qué le interesaba eso, él se limitó a decirle de mala gana:

—Puede que tenga que compensar a Ayscue indicándole una zona de desembarco tranquila. Y eso solo puedo hacerlo con esos datos.

—¿Pretendes decir al almirante dónde anclar sus barcos lo suficientemente cerca de la costa para poder llevar las tropas a tierra sin que sean el blanco de la artillería? —La voz de Elizabeth era glacial, y su tono, algo despectivo—. ¿Pretendes así traicionar una buena causa y salvar tu maldito barco?

Duncan se echó a reír y eso aún la encolerizó más.

—¿De qué te ríes ahora? —preguntó ella, indignada.

Él la miró, imperturbable.

—Querida, aquí no caben arrebatos patrióticos. «Libertad para Barbados»: este planteamiento, en teoría, tan idealista en realidad consiste solo en una única libertad, la de los terratenientes ricos. Su libertad para acumular aún más riqueza, para vejar hasta la muerte a negros y a irlandeses, para arar más tierra y para hacerse aún con más superficie para cultivar más azúcar. —Duncan enarcó las cejas con una mueca de sarcasmo—. La única persona a lo largo y ancho de la isla que podría dar un aspecto más honorable a los intereses del Consejo es ese joven y gallardo lord. Supongo que cuando hablas de traición a la buena causa solo te refieres a él. —Había pronunciado esas últimas palabras como una afirmación, no como una pregunta, lo que provocó la indignación de Elizabeth.

—¡William es una persona intachable y decente! ¡Jamás haría algo insidioso o con mala intención!

—A diferencia de mí, supongo. —Él se echó a reír de nuevo, aunque esa vez con cierto deje de amargura—. Lizzie, despierta. Ese caballero noble que tanto te gustaría ver en mí no existe.

Ella fue a interrumpirle, casi le habría gritado si no fuera porque reparó en la inseguridad que había en sus ojos y supo la verdad. Él temía por ella, por Jonathan y por el hijo que ella llevaba en el vientre. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por sacarlos sanos y salvos de la isla, daba igual si para ello tenía que cometer traición u otras vilezas. No se trataba tanto del Elise como de ella y de Johnny. Tras inspirar profundamente, forzó una sonrisa conciliadora.

—Está bien —dijo con dulzura. La miró con enfado, sin entender por qué ella se le acercaba y lo abrazaba—. Lo siento.

Duncan estaba tenso y, al notar sus brazos alrededor, aún se puso más rígido; pero finalmente cedió y correspondió a Elizabeth. Permanecieron un buen rato en silencio, abrazándose con fuerza, como queriendo asegurarse el uno al otro que hacían lo correcto y que todo saldría bien. A continuación se dirigieron hacia los caballos, a los cuales habían atado a una palmera algo más tierra adentro, Pearl y el viejo caballo castrado que Robert montaba en sus tiempos y luego, hasta su desaparición, Deirdre. Por cierto: Deirdre… ¿Cómo estaría? Elizabeth se habría encargado de buena gana de que la irlandesa pudiera salir indemne de la isla, pero mientras no supiera dónde se escondía la muchacha, no podía hacer nada. Duncan montó en el caballo y llevó al castrado en dirección al camino de la costa. Unos pasos después, se detuvo y se quedó mirando el mar.

—Aguarda un momento —pidió a Elizabeth.

—¿Qué ocurre? —preguntó la joven, que cabalgaba tras él.

Duncan sacó el catalejo de la alforja y contempló el oleaje. Se quedó un rato allí, mirando atentamente, como si hubiera algo más que unas olas abatiéndose en una monotonía eterna.

—Ese mar de fondo no me gusta nada.

—¿Qué pasa? —insistió Elizabeth. Tiró de las riendas de Pearl, que se agitaba nerviosa—. A mí me parece como siempre.

Duncan negó con la cabeza.

—El oleaje es distinto. Vamos a tener temporal. Mañana, como muy tarde.

—En esta época del año siempre hay tormentas aquí —repuso ella.

—Lo sé. Pero esta será muy intensa.

Elizabeth miró un tanto incrédula el mar, que apenas se movía, y luego levantó la vista hacia el cielo, de un agradable color azul y que al oeste, en el horizonte, el sol de la tarde teñía de rojo.

—¿Quieres decir como aquella vez durante la travesía en barco? ¿Un huracán?

Duncan asintió. Pearl estaba cada vez más nerviosa. Iba a un lado y al otro y levantaba la cabeza. Cuando Elizabeth se preguntaba si la yegua, como Duncan, también tenía premoniciones parecidas, vio asomar unas siluetas no muy lejos de la plantación abandonada, en el linde de un bosque.

—Fíjate —dijo.

Duncan dirigió el catalejo hacia allí y lo bajó inmediatamente.

—¡Tenemos que marcharnos de aquí ahora mismo! —exclamó.

Al instante, propinó un golpe en el flanco trasero de Pearl y clavó los tacones en su caballo castrado. Elizabeth reparó de inmediato en el motivo de esa urgencia. Unos hombres se les acercaban a toda prisa mientras dejaban oír voces de lucha y barrándoles el paso. Eran ocho: cinco negros y tres blancos, todos ellos armados con machetes, lanzas y pistolas. Un blanco llevaba un mosquetón y, cuando estaba a poco más de veinticinco metros de ellos, se arrodilló y apuntó cuidadosamente.

—¡Agáchate! —gritó Duncan.

Elizabeth obedeció sin pensar y, al instante siguiente, se oyó el disparo. La bala pasó muy cerca de las orejas de Pearl, hendiendo el aire con un siseo por donde un instante atrás Elizabeth tenía la cabeza. Observó de reojo que Duncan, que estaba en diagonal detrás de ella, se había inclinado peligrosamente a un lado de la silla y utilizaba el caballo a modo de escudo entre él y su adversario. De repente se alzó con la pistola dispuesta para disparar. Su tiro, sin embargo, no dio al hombre del mosquetón, cuya arma era inútil tras el disparo, sino a un negro. El arma con que este los apuntaba cayó al suelo mientras él se desplomaba entre gritos, girando sobre sí mismo en una lluvia de sangre.

—¡Cuidado! —gritó Elizabeth, que en ese momento estaba detrás.

Duncan se había interpuesto entre ella y los agresores, que ya estaban a punto de llegar a su altura. Uno de ellos, que sostenía ante sí una lanza y parecía dispuesto a arrojarla, enseñaba los dientes con una sonrisa salvaje. Duncan dejó caer la pistola, sacó el puñal y lo arrojó al aire con el brazo extendido, en un gesto único y ágil. El filo atravesó el cuello del hombre y, mientras ellos pasaban a su lado a caballo, él cayó de rodillas escupiendo sangre. Entretanto, uno de los blancos intentó detenerlos. Saltó directamente delante de Pearl en medio del camino y le quitó las riendas a Elizabeth. Ella contempló su expresión feroz cuando él la amenazó con el machete. Sin embargo, el arma nunca llegó a su objetivo. Como salido de la nada, un objeto pasó silbando a toda velocidad por encima del hombro de ella y se clavó en la frente del agresor. Mientras seguían avanzando, Elizabeth vio que se trataba del hacha de Duncan. Para entonces ya habían rebasado el grupo de hombres y se alejaban de ellos a galope tendido. Aunque aún les silbaron cerca del oído dos o tres disparos, ya no llegaron a darles.

Durante un buen rato, galoparon a toda velocidad por el camino de la costa. Luego detuvieron los caballos. Elizabeth desmontó y se inclinó al borde del camino para vomitar una y otra vez. Se encontraba muy mal, y no podía parar de devolver, a pesar de que ya había sacado todo el contenido de su estómago. Duncan la asió por los hombros.

—¿Estás herida? —preguntó, nervioso.

Ella negó con la cabeza sin decir nada, inspiró profundamente y se limpió la boca. Estaba muy impresionada y no se hallaba en disposición de pensar con claridad. Duncan la abrazó y la apretó contra él, y solo cuando ella notó los latidos de su corazón en la mejilla volvió a sentirse a salvo. Se daba cuenta de que ambos habían sobrevivido gracias a la determinación de él y a su habilidad para pelear. Ella aún llevaba esa estúpida daga en el liguero pero, al encontrarse en peligro, había sido incapaz de pensar siquiera en esa cosa, y menos aún en usarla. Duncan, en cambio, había utilizado sin vacilar prácticamente todo su arsenal, incluso el hacha que llevaba en las alforjas. En pocos instantes había matado tres hombres como si durante años no hubiera hecho otra cosa.

Lo cierto era que no había hecho otra cosa durante años. Elizabeth reparó de pronto en que debía su vida precisamente a la cualidad de él que siempre había detestado: su intransigente disposición para matar. Ya fuera a causa de aquella conclusión devastadora o porque la tensión había remitido, el caso era que Elizabeth estalló en lágrimas y le costó mucho tranquilizarse, a pesar de que Duncan la asía con paciencia y le murmuraba palabras de consuelo.

—Tenemos que regresar a Bridgetown —dijo él al cabo de un rato—. Pronto se pondrá el sol.

Elizabeth recobró la compostura.

—Lo siento. De hecho, odio esa llorera. Es que… —Ella negó con la cabeza, incapaz de encontrar palabras para explicarse. Se secó los ojos con una punta de su vestido y suspiró temblorosa—. Te agradezco mucho que me hayas salvado. —Lo dijo desde lo más profundo de su alma, y se juró a sí misma no recriminarle jamás aquel lado oscuro de su persona, ni en palabras, ni de pensamiento.

Duncan ya estaba centrado en otros problemas; aquel incidente no parecía haberlo inquietado mucho.

—Llevaban armas y pistolas —dijo reflexivamente y como para sí mismo mientras seguían cabalgando el uno junto al otro en dirección oeste—. Y sabían manejarlas.

—Seguramente eran algunos de los esclavos y criados sometidos a contrato que huyeron de Rainbow Falls. Se dice que los sublevados crean inseguridad en la zona, sobre todo en el norte, con asaltos por sorpresa.

Duncan frunció el entrecejo.

—Aquí hay algo más. Puede que no solo nos amenacen sorpresas desagradables por parte de la flota inglesa. Eso no era solo chusma dispersa en una incursión hostil. Han actuado como un pelotón de asalto, como una especie de vanguardia, bien coordinada y planificada.

—¿Cómo te has dado cuenta?

—Es cuestión de experiencia. Resulta difícil de explicar. Es como eso del mar de fondo. Yo puedo adivinar los indicios de un temporal cuando los veo. —Apresuró un poco el paso del caballo castrado—. Me parece que esta noche será decisiva.

Con esas palabras en la cabeza, Elizabeth lo siguió a trote intenso. «Una noche decisiva. Indicios de tempestad…». ¡La tormenta! Se acordó entonces de que había soñado con ello y, de pronto, también ella la percibió agazapada detrás del horizonte.

Duncan condujo a Elizabeth a Dunmore Hall lo más directa y rápidamente posible. Le pidió papel para escribir y garabateó un mensaje que dobló y entregó a uno de sus hombres. Confidencialmente, le dio instrucciones precisas sobre qué hacer con ella; luego el hombre salió corriendo a toda prisa en dirección al puerto. A los otros tres, Duncan les ordenó defender la entrada con la máxima determinación. Ordenó que si Harold Dunmore iba allí, lo mataran del modo más discreto posible y que hicieran desaparecer su cadáver. A Duncan no se le escapó que Elizabeth se estremecía al oír esas palabras, igual que sabía que, en otras cuestiones, ella lo tenía por un canalla sanguinario. Sin embargo, aquel no era el momento de andarse con esas consideraciones. Aquello no era el plácido Raleigh Manor, donde ella se había criado protegida de la realidad sangrienta del resto del mundo y sin conocer jamás el hambre o la miseria. No cabía duda de que los reveses del destino que había sufrido, como la pérdida de su madre y de sus hermanos, y últimamente también de su padre, la habían afectado en grado sumo, pero nunca había tenido que luchar por su vida. Ni tampoco contra alguien como Harold Dunmore. Desde hacía un tiempo, Duncan albergaba una sospecha atroz. Todavía no había hablado de ello con Elizabeth —de todas maneras, ella no habría querido volver a oír nada de eso—, pero él pensaba andarse con el doble de tiento, y no toleraría que nadie se entrometiera.

El viento se volvió más frío mientras Duncan prosiguió a caballo hasta la ciudad. Aunque ya contaba con ello, no por esa razón su preocupación era menor. Al llegar a Bridgetown, sus temores sobre la sublevación se vieron confirmados: la noticia de que en casi todas las parroquias habían huido cientos de esclavos y criados sometidos a contrato corría como una bola de fuego. Cuando no se escondían, los sublevados actuaban contra sus propietarios con una crueldad extrema. Uno por uno, los terratenientes que se habían negado a unirse a la milicia junto con sus hombres y que se habían quedado en sus tierras habían pagado su celo por la hacienda con su vida. Poco a poco iban trascendiendo más detalles sobre las atrocidades. En el curso del día habían ido llegando a Bridgetown gentes que habían podido escapar de las matanzas, entre ellas algunos terratenientes con sus familias, así como esclavos fieles y trabajadores que habían preferido su condición de sometidos a contrato a la vida incierta en libertad. Hablaban de grupos muy bien armados, casi militares, que no solo sembraban el pánico y el terror en las plantaciones sino también en muchas localidades pequeñas. Se decía que en una aldea una banda de negros y de criados sometidos a contrato habían juntado a todas las personas y los animales que vivían allí, y al parecer los que se habían rebelado habían sido matados a cuchillo.

Entre esa multitud agitada, Duncan buscó con la vista a William Noringham. Al no verlo en ningún sitio, preguntó por él a Eugene Winston, quien le informó de que Noringham se había marchado hacía ya una hora.

—Unas gentes de Holetown han hablado con él y le han dicho que hoy habían pasado por Summer Hill y que habían encontrado a su madre muerta así como un montón más de cadáveres. Él lo ha dejado todo en el acto y se ha ido hacia allí. Yo ya le he preguntado a qué venía ahora eso, cuando estamos tan cerca de la guerra. Si en su casa, en la plantación, están todos muertos, ¿a quién pretende salvar? —Eugene se encogió de hombros, indignado—. Él me ha amenazado con pegarme. ¡A mí! ¡Yo que por nuestra libertad empeño hasta la última gota de mi sangre!

A Duncan se le agotó la paciencia.

—¡Pues yo no quiero ser menos que él! ¡Os debo una!

—¿Qué queréis decir con ello? —preguntó Eugene con auténtica indignación. Sin embargo, no aguardó a recibir la respuesta y se dio la vuelta—. Tengo que marcharme. Por mí, podéis seguir hablando con quien os plazca.

Duncan extendió la mano y agarró a Eugene del brazo.

—¿Qué planes estáis tramando? —inquirió con una amabilidad fingida—. ¿Acaso queréis hacer llegar un mensaje a Ayscue prometiendo entregarle a vuestro tío? —Levantó la mano y tiró con fuerza de la chorrera de Eugene—. ¿Tenéis la esperanza de que yendo así vestido obtendréis un cargo noble, del cual estáis convencido que os queda mejor a vos que a él? —Le asió la chorrera y se la retorció con un tirón fuerte.

Eugene estaba muy sonrojado, y miró rápidamente a su alrededor, a todas luces temeroso de que alguien hubiera podido oír esos reproches. Iba a arreglarse la ropa y a negarlo todo, pero Duncan se lo impidió acariciándole la mejilla en un gesto de amistad fingida.

—Aún os quedan muchos años antes de que tengáis ni la mitad del entendimiento que hace falta para un cargo así. Tal vez es mejor que os paséis un rato por Chez Claire y os entretengáis hasta que todo haya pasado. Jugad un poco a los dados, o bebed ron o retozad con Claire entre las almohadas… Quizá así no cometeréis ningún error. —Sacudió la cabeza con un esbozo de sonrisa—. O, mejor dicho, ninguno peor que los que yo he cometido.

Dicho eso, se dio la vuelta y dejó a Eugene.