44
Elizabeth y Felicity llevaban horas yendo de un lado a otro del dormitorio. Tenían los puños ensangrentados de tanto golpear contra la puerta y contra las tablas de madera de la ventana, y se habían quedado sin voz de pedir ayuda agritos.
Elizabeth había intentado quitar las tablas golpeándolas con el escabel, pero Harold las había clavado a conciencia, y no logró moverlas ni un centímetro. Cuando ya no pudo más, Felicity la había sustituido y había probado suerte, también sin éxito. Al final, las dos se habían desplomado agotadas en la cama, diciéndose mutualmente que pronto acudiría alguien y las rescataría. A fin de cuentas, Martha no podía dormir para siempre, por mucho láudano que hubiese tomado; en algún momento se despertaría y les abriría la puerta.
La última vela que les quedaba se consumió al cabo de un rato y Felicity empezó a temblar y a sollozar, cada vez más fuerte. Elizabeth la estrechó entre sus brazos y la consoló.
—¡Vamos a morir! —gimió Felicity—. ¡No saldremos nunca de aquí!
Elizabeth, casi loca de preocupación, se puso a rezar fervorosamente. Suplicó a Dios que no le ocurriera nada a su hijo. No quiero vivir si Johnny no está, se decía. Nunca había comprendido cómo había mujeres capaces de llevar una vida normal después de perder un hijo. Cómo podían levantarse todos los días, llevar a cabo sus quehaceres y acostarse todas las noches, como si alguna vez las cosas pudieran volver a la normalidad. ¡Dios mío!, suplicaba en silencio en aquella oscuridad. ¡Que venga Duncan! ¡Que me traiga a Johnny sano y salvo!
De pronto, como si el Señor hubiera atendido sus plegarias, se oyeron unos pasos en la escalera. Elizabeth se levantó de un salto de la cama y avanzó a tientas hacia la puerta. Tropezó con el escabel y renegó como un arriero, ajena al reciente diálogo que había mantenido con Dios.
—¡Socorro! ¡Estamos aquí! —De nuevo agarró el escabel y lo golpeó contra la puerta hasta que sintió que los huesos le temblaban—. ¡Aquí arriba!
Alguien forcejeó la puerta y se oyó una voz de mujer, pero Elizabeth no entendió lo que le decían porque el corazón le palpitaba tan fuerte que le retumbaba en los oídos.
Es Martha, pensó agradecida. ¡Por fin!
La llave giró y la puerta se abrió. Delante de ella apareció Deirdre, que miraba a Elizabeth con espanto.
La joven criada, que iba envuelta en una capa raída, se retiró la capucha y entró en la habitación. Suspiró aliviada al ver a Felicity.
—¡Gracias a Dios que ambas estáis a salvo!
—¡Deirdre! —Elizabeth no salía de su asombro—. ¿De dónde vienes? —Su mirada se posó entonces en el joven desgarbado que había detrás de la irlandesa y que sostenía un fanal—. ¿Y quién es él?
—Es Edmond Fitzgerald —dijo Deirdre—. Ha venido para ayudarme a liberaros.
El hombre se quitó el sombrero y se inclinó brevemente. Iba vestido de forma sencilla, como un criado, y tenía el cabello enmarañado y de color castaño mucho más corto de lo habitual. Su rostro delgado y pecoso parecía acongojado, pero resuelto. Algo en su pose dejaba entrever que no era un criado. Elizabeth reparó entonces en la cruz de plata que le colgaba en el cuello y se acordó de su nombre. Tenía que ser ese sacerdote del que Harold le había hablado. El joven notó cómo lo miraba y contempló a Elizabeth con una mezcla de orgullo y resignación; ella le correspondió con una sonrisa, aunque vacilante, de agradecimiento.
—¿Cómo has sabido que estábamos aquí encerradas? —preguntó a la criada.
—Por Rose. Nosotras estamos… en contacto.
—¿Y dónde está Johnny? —le urgió Elizabeth.
—Antes de marcharse a Rainbow Falls con Paddy y Rose, míster Dunmore ha llevado el pequeño con Miranda.
Elizabeth suspiró más tranquila. Su hijo estaba bien. Eso era lo más importante.
Felicity, que estaba junto a Elizabeth, lloraba de alivio.
—¡La buena de Rose! ¿Dónde está?
—En Rainbow Falls. —La expresión de Deirdre se relajó un poco—. ¡Cuánto me alegro de que estéis bien! Rose me ha dicho que… —Deirdre calló y negó la cabeza con alivio—. Bueno, ahora ya todo está resuelto.
Elizabeth, conmovida, tomó a la muchacha de las manos; sin embargo, aquel gesto no le pareció suficiente. Rodeó a Deirdre con los brazos y la estrechó con fuerza.
—¡Qué buena eres! ¡Estoy en deuda contigo! —Y, mirando por encima del hombro de Deirdre, dijo al joven sacerdote—: No os preocupéis, míster Fitzgerald. Vuestro secreto está a salvo conmigo.
Elizabeth constató lo delgada que estaba Deirdre. Sin soltarla se apartó un poco de ella para mirarla.
—¡Por Dios bendito! ¡Qué delgada estás! ¿Dónde has estado todas estas semanas? ¡Te he buscado! ¡No puedes imaginarte lo preocupada que me has tenido!
—No quería que míster Dunmore volviera a verme jamás.
—Oh, Deirdre, yo me habría encargado de que no volviera a pegarte —insistió Elizabeth. Al decirlo fue consciente de que tal vez no habría podido impedirlo. A fin de cuentas, en una ocasión ya había llegado demasiado tarde.
»Tú deberías regresar a tu país —dijo Elizabeth de forma espontánea—. Te pagaré el pasaje y te daré dinero suficiente. ¡Y romperé el contrato de sometimiento! ¡Tienes que ser libre!
Deirdre tragó saliva, sorprendida.
—¿Vos haríais eso por mí?
—Por supuesto.
Deirdre llevaba la ropa tiesa de suciedad y en su rostro se reflejaban las privaciones sufridas durante las pasadas semanas; su melena pelirroja, en otros tiempos brillante, estaba áspera y enmarañada, pero cuando respondió con timidez a la sonrisa de Elizabeth, resplandeció de nuevo su encanto natural. Elizabeth notó que el joven sacerdote miraba a Deirdre y vio en sus ojos la expresión de una renuncia desesperada. Edmond Fitzgerald bajó rápidamente la mirada y dio un paso atrás.
—Tenemos que marcharnos, Deirdre. En la ciudad corremos demasiado peligro. Alguien podría reconocernos. —Se caló el sombrero, que le ocultó el rostro casi por completo. Ataviado de ese modo, parecía un trabajador más. Hizo una ligera inclinación ante Elizabeth—. Milady. Vamos, Deirdre. Nuestra misión ha terminado.
Deirdre se unió a él y volvió la mirada atrás.
—¡Adiós, milady! ¡Os deseo todo lo mejor a vos y a miss Felicity! ¡Un beso para el pequeño de mi parte! ¡Lo echo mucho de menos!
—¿Dónde podré encontrarte? —preguntó Elizabeth.
Deirdre, aún en la escalera, se limitó a negar con la cabeza de un modo apenas perceptible. Su expresión revelaba una gran desesperación.
—¡Muchas gracias! —gritó Elizabeth—. ¡Y a vos también, míster Fitzgerald!
Los pasos de ambos se alejaron, y la luz titilante de la lámpara desapareció en la oscuridad.
Deirdre siguió a Edmond por el vestíbulo, y luego continuaron por el patio hasta alcanzar el portón de salida. No había ni un alma en el lugar y la puerta estaba abierta de par en par. Cualquier persona habría podido entrar allí.
—¡Qué raro! —comentó Deirdre, acercándose a Edmond.
—¿Qué es raro? —preguntó el sacerdote, volviéndose hacia ella.
Deirdre señaló el portón con el entrecejo fruncido.
—¿Te parece que antes, cuando hemos venido, estaba tan abierto?
—No me he fijado. —Edmond aceleró el paso—. ¿Te sientes mejor después de haberla ayudado?
—Era lo mínimo que podía hacer por ella —replicó Deirdre—. Ella también me ayudó.
—Pero no consiguió librarte de su marido.
—No fue culpa suya.
—Oyéndote hablar así, parece que no fue culpa de nadie.
En su voz se adivinaba un deje de amargura. Deirdre lo miró de reojo mientras se apresuraba junto a él. En su rostro entrañable se reflejaba una expresión que a ella ya le resultaba familiar. Cada vez con más frecuencia él le parecía enojado y a la par, en cierto modo, preocupado por ella. Al principio pensaba que Edmond se preocupaba de forma compasiva por todas las almas descarriadas que habían encontrado el camino hacia él en las colinas. Rezaba con todos los irlandeses y los escoceses que habían llegado a su escondite, y a los que se quedaban él les brindaba la posibilidad de esconderse. Siempre actuaba poniendo en riesgo su vida, tanto celebrando misa como ayudando a fugados como Deirdre. Todos era proscritos y, si los atrapaban, su vida carecería de valor alguno.
Él la había llevado al escondite donde se encontraban también los demás criados sometidos a contrato junto con los esclavos huidos; sin embargo, después de la siguiente misa, que celebraron en aquella choza de madera del bosque y que Edmond llamaba capilla, había surgido un problema para el cual él solicitó su ayuda. Una de las criadas sometidas a contrato había sido expulsada a latigazos por su amo a causa de su avanzado estado de gestación, sin que le importara lo más mínimo ser él el culpable de su deshorna. Antes de que Edmond hubiera podido llevarla al campamento de los demás fugados, la mujer había dado a luz en la capilla. Al rato, el pequeño murió, y la mujer estaba demasiado débil para levantarse y seguir. Tenía fiebre y nadie podía saber si lograría sobrevivir. Edmond entonces había pedido ayuda a Deirdre y ella había accedido. Los dos habían velado a la enferma; rociándola con agua y poniéndole compresas frías habían rezado con ella y le habían prometido enviar en su nombre un mensaje a sus padres. Se habían esforzado por facilitarle la existencia hasta que, con el siguiente aguacero, la muerte se coló en el estrecho espacio de esa capilla sofocante y atestada de mosquitos y se llevó consigo a la mujer. Enterraron su cadáver justo al lado del de su hijo recién nacido, al cual Edmond logró bautizar antes de fallecer. Juntos habían permanecido frente a la tumba mientras la lluvia caía desde las copas de los árboles y convertía el mundo en una niebla húmeda. Deirdre había llorado mientras Edmond rezaba los salmos.
—El Señor es mi pastor; nada me falta. En campos de verdes pastos me hace descansar; me lleva a arroyos de aguas tranquilas. Me infunde nuevas fuerzas y me guía por el camino correcto, para hacer honor a su nombre. Aunque yo deba pasar por el valle más sombrío, no temo sufrir daño alguno. Sé que su bondad y misericordia me acompañarán todos los días de mi vida.
Al oírlo Deirdre se había sentido tremendamente triste, débil y sola. De otro modo no lograba explicar por qué se había acercado a él en busca de consuelo. Edmond entonces le había pasado el brazo por los hombros en actitud fraternal y protectora, y ella se había arrimado todavía más a él y lo había abrazado. Tras vacilar un momento, Edmond también la había abrazado, sosteniéndola, y se había quedado de pie con ella bajo la lluvia. Ella notó la calidez de su cuerpo y siguió llorando un buen rato hasta que, de pronto, se había sentido mucho mejor.
Desde entonces no había ocurrido nada más entre ellos, aunque se habían visto a menudo, no solo para la misa o la confesión. Siempre había tareas en las que ella podía ayudar, como limpiar la capilla; o, si un criado sometido a contrato llevaba trozos de cera vieja, hacer velas; o eliminar unas plantas trepadoras que querían entrar por las dos ventanas estrechas del interior de la mísera iglesia de madera. Deirdre continuamente se ofrecía para ayudar, y Edmond siempre aceptaba de buen grado. Además, él la trataba de un modo que la hacía sentir una persona valiosa y bien considerada. En esos instantes, toda la suciedad y la miseria en que ambos vivían y con la que se ocultaban del mundo se volvían cosas secundarias. Cuando ella estaba con él por dentro se sentía a salvo.
Edmond iba a grandes zancadas, sosteniendo la lámpara ante él con actitud furiosa. A Deirdre le habría gustado tomarlo del brazo porque sentía la necesidad de sentirlo cerca, pero no podía permitirse de nuevo esas confianzas con él. Por otra parte, la joven suponía que la exasperación que él sentía tenía que ver con todo lo que ella había sufrido en Dunmore Hall. Al parecer, a él le costaba más aceptarlo que a ella.
—Edmond, andas demasiado rápido —dijo Deirdre sin aliento—. ¡Creo que ya estamos bastante alejados de Bridgetown!
Él aminoró la marcha al instante y le sonrió con gesto arrepentido.
—Disculpa. Soy un bobo muy desconsiderado.
Entonces ella se dio cuenta de qué era lo que había sentido todo ese tiempo. ¡Oh, qué Dios la ayudara! Amaba a ese hombre.