4

Felicity, la prima de Elizabeth, hojeaba las notas de un tal Richard Hakluyt. Algunos pasajes la habían maravillado tanto que de vez en cuando soltaba grititos de espanto o de admiración.

—¡Oh, Dios mío, Lizzie! ¡Imagínate! No muy lejos de Barbados hay una isla habitada por caníbales. ¿Qué haremos si atacan Barbados de forma furtiva porque se han quedado sin comida?

Elizabeth, que había leído varias veces las notas de viaje de Hakluyt y de muchos otros, y que ya se había planteado anteriormente esas preguntas, abandonó su propia lectura —un aburridísimo tratado titulado Guía para la joven novia— y se levantó de su butaca para aproximarse a la ventana.

—No lo harán. No tenemos que temer por ellos. Robert me ha dicho que no se atreven a ir a Barbados. Además, entre Barbados y las islas donde viven esos salvajes hay mucha distancia. Está demasiado lejos para ellos.

Elizabeth miró por la ventana con melancolía. El cielo se mostraba oscuro y encapotado, pero se estaba aclarando por el este. Ese día podría salir a caballo: el viento le quitaría de la cabeza pensamientos enojosos.

—¡Oh, Lizzie! ¡Estoy tan nerviosa…! —Felicity dejó a un lado el texto de Hakluyt y se acercó a la ventana junto a Elizabeth—. ¡Quedan aún dos jornadas! ¡Y por fin será el gran día! ¿No te hace ilusión?

«¿Cómo que dos jornadas? ¡Pero si faltan tres!», iba a replicar Elizabeth, pero entonces reparó en que Felicity no hablaba de su partida sino de la boda. Elizabeth procuraba con todas sus fuerzas no pensar en ninguna de ambas cosas. La idea de convertirse en una mujer casada al cabo de pocos días y de cruzar el océano con su marido tenía un matiz desagradablemente definitivo para ella. Al pensarlo ya echaba de menos a su padre y se le encogía el corazón al darse cuenta de que no lo vería durante mucho tiempo, tal vez incluso nunca más. Tener permiso para que su prima la acompañara le daba confianza, pero eso no impedía que sintiera aprensión ante la inminente despedida.

Felicity revoloteó en torno al vestido de novia que colgaba en la pared: era una hermosa prenda de seda clara, con corpiño estrecho, mangas de farol y verdugón, que hacía que oscilara la tela ligeramente por todos los lados.

—¡Vas a parecer un hada de cuento! ¡Y olerás igual!

Olfateó la tela que las modistas habían envuelto en saquitos de flores olorosas durante una semana antes de cortarla. Siguió revoloteando, primero hacia los zapatos, que estaban decorados con bordados de perlas y hebillas de plata. Luego contempló el adorno para el cabello: una tiara de lapislázuli que, sobre un fondo de terciopelo, competía en destellos con los de sus ojos. Acarició el velo y las medias así como la enagua blanca, y comentó emocionada todos y cada uno de los detalles, aunque fueran nimios, a pesar de que previamente las dos ya lo habían examinado todo con atención por lo menos tres veces. El entusiasmo de Felicity por cualquier cosa relacionada con la inminente boda no tenía límite, a pesar de que, tal como el vizconde había subrayado desde el principio, la celebración sería sencilla, con una ceremonia discreta, en la intimiedad y con pocos invitados.

Personalmente, Elizabeth también lo había querido así. Apenas hacía un año que habían fallecido su madre y sus hermanos, y le parecía que celebrar una fiesta por todo lo alto no era adecuado. Si, a causa de los parlamentarios, no hubiera sido tan acuciante celebrar una boda políticamente adecuada, ella jamás se habría prestado a ello, y menos aún con un hombre al que apenas conocía. Con todo, se decía, habría podido ser mucho peor. Robert Dunmore no era de origen noble, pero era culto, y su familia era acomodada. Además se trataba de un hombre extraordinariamente atractivo: alto, esbelto y con un rostro que provocaba miradas furtivas entre las criadas de Raleigh Manor, incluso por parte de la vieja cocinera. La propia Felicity se deshacía a cada paso en elogios hacia el futuro marido de Elizabeth y auguraba, con toda suerte de florituras, un amor eterno, pues según ella entre dos personas tan bellas no podía darse otra cosa.

En la planta baja, en el vestíbulo, colgaba un óleo en el que se veía un mensajero de los dioses de rizos dorados y ya en edad adulta. Aquel personaje se parecía a Robert de un modo tan asombroso que se podría pensar que había posado como modelo para el pintor. Además, su prometido tenía un carácter alegre y afectuoso, buscaba con frecuencia la cercanía de ella y a menudo la tomaba de la mano para apretársela un poco. En una ocasión, estando a solas en la biblioteca contemplando el gran globo terráqueo, Robert se había inclinado hacia ella y le había dado un beso en el cuello. Un suave escalofrío le había recorrido todo el cuerpo, y si en aquel momento no se hubieran oído los pasos firmes de su padre aproximándose a la puerta, tal vez él se habría permitido algo más.

—Muy pronto —le había murmurado al oído acariciándole el cabello con los labios—. ¡Muy pronto serás mía!

Durante un buen rato, el corazón de Elizabeth había palpitado con fuerza.

Por lo demás, hasta el momento no había habido ninguna oportunidad de estar a solas. Allí donde se encontraba Robert, acostumbraba a estar también su padre. Pocas veces perdía de vista a su hijo. En una ocasión, ella había bromeado un poco al respecto con Robert, a lo cual el joven, tras asegurarse de que su padre no los escuchaba, había respondido con una sonrisa: «De joven estuve a punto de morir ahogado. Desde entonces mi padre teme que me pase algo antes de hacerlo abuelo. Tienes que saber que su mayor deseo es fundar una dinastía y, cuanto antes, mejor».

Al oír esas palabras, Elizabeth se había sentido algo incómoda, aunque no estaba segura de si le había inquietado la idea de ser madre muy pronto o le molestaba más pensar que tal vez Harold Dunmore la controlaría igual que a su hijo.

—Voy a salir a caballo —dijo a Felicity con decisión.

Su prima hizo un gesto de contrariedad.

—¡Oh! ¡Pero si hace muy mal día! Mejor juguemos a piquet. O toquemos un poco de música…

—Esto lo podemos hacer cuando caiga la tarde y haya oscurecido.

Elizabeth no quería renunciar a aquella salida. Estaba dispuesta a disfrutar hasta el final de las pocas ocasiones en que aún podía recorrer a caballo las tierras que le eran familiares. Se vistió con la ropa de cabalgar y bajó la escalera. En el vestíbulo oyó, por la puerta entreabierta de la biblioteca, las voces de su prometido y de su futuro suegro.

—… podrás hacer lo que quieras, pero hasta entonces te vas a controlar, ¿te ha quedado claro? —estaba diciendo a Harold Dunmore.

—Por supuesto —repuso Robert.

Parecía disgustado. Era evidente que le molestaba que su padre lo controlara tanto; a fin de cuentas, no era un niño. Ya tenía veintiún años. A ella misma, con diecisiete, hacía tiempo que su padre ya no la trataba como una niña pequeña. Al contrario: a veces le parecía que ella era la adulta y el vizconde la persona a su cargo.

De camino a los establos encontró a su padre, con las botas cubiertas de barro y la cara enrojecida de frío. Los perros retozaban a su alrededor entre ladridos, pero callaron de inmediato en cuanto él se lo ordenó.

—Lizzie —dijo sonriendo. Ella se dio cuenta, aliviada, de que se había recuperado. Después del último ataque al corazón había temido mucho por su vida, pero, para su alegría, al cabo de unos pocos días él ya volvía a ser el de siempre—. ¿Vuelves a salir a caballo?

Ella asintió.

—Por supuesto. Luego voy a tener que prescindir de ello durante semanas.

El vizconde le acarició el cabello; luego se dejó llevar por sus sentimientos y la abrazó cariñosamente.

—Voy a echarte mucho de menos, hijita.

Elizabeth sintió un nudo en la garganta. No. No iba a ponerse a llorar entonces porque sabía que si lo hacía, a su padre se le partiría el corazón. Después de que uno de sus informadores de Londres acudiera con el mensaje de Harold Dunmore, él había accedido a escuchar al terrateniente tras muchas vacilaciones. Elizabeth había sido la que lo había animado a llevar adelante el asunto, pero solo después de haber visto a Robert por primera vez y haberse dado cuenta de que, al menos externamente, tenía todo cuanto una chica joven podía desear en un hombre. Era consciente de que la situación de Raleigh Manor no era óptima. Aunque, gracias a los buenos ingresos que proporcionaban las tierras, había suficiente dinero, el vizconde tenía enemigos en el Parlamento por haber defendido con vehemencia y hasta el final la causa del rey, y no haberse puesto a tiempo del lado de los republicanos. De hecho, le habían llegado noticias de que se estaba considerando la posibilidad de encarcelarlo. Así las cosas, unir a su hija en matrimonio con un puritano íntegro como Harold Dunmore parecía ser el único camino sensato.

Todos los implicados se beneficiarían de ello: el vizconde, porque dejaría de temer la acusación de traidor; los Dunmore, porque, con la dote generosa de la novia, podrían comprar más tierras en Barbados, y finalmente Elizabeth, porque celebraría un buen matrimonio.

El padre la miró inquisitivamente.

—¿Estás segura de que hacemos lo correcto? Basta con que tú me digas lo contrario y lo desharé todo.

—Claro que estoy segura. Apenas puedo esperar que llegue el momento de ver el Caribe. ¡Imagínate, allí el invierno no existe! Podré cabalgar todos los días, año tras año.

—¿Y… Robert? ¿Crees que será bueno contigo? —Lord Raleigh la miró con cierta preocupación.

Hasta ese momento él no le había planteado esa cuestión de un modo tan directo, pero a Elizabeth tampoco no le costó disiparle las dudas con respecto a su futuro marido.

—Robert es atento y amable. Su padre tal vez es… bueno, algo severo. De todos modos, yo no me caso con él, sino con Robert. ¡Y la verdad es que lo aprecio mucho! Seguro que llevaremos una vida maravillosa en Barbados.

Miró a su padre con los ojos brillantes. Al parecer, había logrado transmitirle su felicidad por el futuro que le aguardaba, porque el vizconde respondió a su sonrisa con un alivio evidente.

—¡Vamos, vete a cabalgar! —le dijo en tono cariñoso—. Si no, lograrás que me resfríe.

Llamó a los perros con un silbido y se marchó hacia la casa. Elizabeth lo vio partir, con el corazón henchido de amor y de preocupación. Luego se volvió y se encaminó hacia los establos.

El mozo de cuadra ya había ensillado a Pearl. Elizabeth ofreció a la yegua blanca una manzana arrugada, que desapareció al instante. Luego sacó a Pearl del establo y montó con un salto ágil. Sabía que a sus espaldas la criticaban por montar en silla de hombre. Al principio incluso su padre había intentado quitárselo de la cabeza, pero siempre se había mostrado muy transigente cuando ella pretendía imponer su voluntad.

A ella le había preocupado que su nueva familia —y, en concreto, su futuro suegro— pudiera criticar esa afición e incluso se la prohibiera, pero, para su asombro, Harold Dunmore había dicho, mientras se encogía de hombros, que a él le importaba un comino cómo montaba a caballo una mujer. Lo único importante para él era que lo hiciera bien y que no se cayese. Además, había añadido, se encargaría personalmente de que durante la travesía a la yegua no le faltara de nada; a fin de cuentas, ya había trasladado al otro lado del océano, sanos y salvos, media docena de caballos.

Elizabeth dejó que Pearl se desplazara un poco por el patio; luego la hizo pasar junto al prado con los manzanos y finalmente la dirigió hacia el sendero trillado que iba en dirección al mar. En cuanto llegó a un espacio abierto, hizo trotar a la yegua. Al cabo de un rato, se cansó de aquel paso, clavó los talones en los flancos de Pearl y levantó las riendas.

—¡Arre! —gritó—. ¡Arre, preciosa!

Se lanzó a galope tendido y cabalgó por sotos espesos, por prados y entre arbustos. Aquel paisaje, levemente ondulado, con riachuelos y torrentes en medio de vegas verdes y densos bosques, era su hogar. Conocía todos los rincones y habría sido capaz de encontrar el camino que descendía hacia la costa incluso con los ojos cerrados. Aquí y allá había casas de campo agazapadas detrás de muros de piedra y setos, rodeadas de campos y pastos para el ganado, y unas aldeas diminutas bordeaban el camino. El cielo entretanto se había despejado un poco, y las nubes casi se habían retirado por completo. El humo se levantaba ondulante por encima de las chimeneas, elevándose por el cielo despejado de invierno. Elizabeth atravesó a caballo una de esas aldeas, vio el humo a sus espaldas y fue presa de una extraña sensación de pérdida. Varias miradas la siguieron desde las puertas de los hogares, y algunos aldeanos la saludaron con alegría. En general, la hija del vizconde era apreciada, aunque se cuchicheaba acerca de su escandaloso modo de montar y se criticaba su falta de pudor.

Elizabeth oyó y olió el mar, y en cuanto dejó atrás la última población lo vio al fin. Las olas arremetían ruidosas contra la costa rocosa, y el viento glacial llevaba consigo el olor salobre de la espuma. Al ver el mar pensó en el filibustero, en la extraña sensación que había despertado en ella saber de sus salidas a corso, una mezcla de fascinación y de tremendo pavor. Era como encontrarse ante un camino del que no se sabía si ocultaba peligros, promesas, o ambas cosas. Para su disgusto, desde ese día en Londres, había pensado a menudo en él. Se había intentado imaginar qué clase de persona podía ser; se preguntaba si tenía familia y dónde podía vivir, aunque, tal vez, lo hacía en su barco. Con todo, se dijo, probablemente no lo volvería a ver nunca más y era inútil calentarse la cabeza pensando en él.

Cabalgó por el camino que acostumbraba a tomar, pasando junto a cascajales y maleza hasta que asomó ante ella la casa de campo derruida, la cual estaba medio escondida detrás de unas matas de enebro espesas. Para su asombro, observó que de la chimenea salía humo. Aquella casita vieja y medio ruinosa siempre había estado deshabitada. Cuando salía a caballo a menudo iba allí y dejaba que Pearl paciera un poco mientras ella se sentaba en el borde de piedra de la terraza y contemplaba el mar.

Extrañada, descabalgó y tomó a Pearl por las riendas. Al acercarse a la casa vio a un hombre de pie cortando madera entre los arbustos de rosas abandonados. Estaba de espaldas a ella y, mientras alzaba el brazo con el hacha para golpear los leños, la camisa se le agitaba con el viento. Llevaba el cabello oscuro recogido en la nuca e iba arremangado. Entre los omóplatos, en la camisa, tenía una mancha oscura a causa del sudor; cuando, después de dar el último hachazo, se volvió a un lado para colocar un nuevo leño en el tajo, Elizabeth se dio cuenta de que su rostro también estaba bañado en sudor.

Soltó un grito de espanto al reconocerlo. ¡Era Duncan Haynes, el capitán! En un instante de locura pensó que eso no era más que un espejismo creado por sus necios pensamientos. Pero él la había oído y se había dado la vuelta, tan sorprendido como ella. Se acercó poco a poco, con una sonrisa de asombro en la cara. Con una mano sostenía el hacha tranquilamente, mientras con la otra agarraba una punta de su camisa para secarse el rostro con ademán negligente. Se inclinó un poco y no pareció que le molestara llevar la camisa tan abierta que dejaba totalmente al descubierto el pecho y el vientre.

—¡Lady Elizabeth!

—Mis saludos, capitán Haynes —balbuceó la joven.

De pronto el corazón le empezó a latir con tanta fuerza que incluso lo notaba en el cuello. Parecía aún más corpulento y alto que como ella lo recordaba. Él le sonrió.

—¿A qué debo el honor de vuestra visita?

Elizabeth se esforzó por no mirar su pecho amplio y la marcada musculatura de su vientre. Tenía el cuerpo tan moreno como la cara, la cual, a causa de la sombra de la barba, aún resultaba más oscura, de ahí que el blanco de sus dientes destacara tanto. Ella recuperó la compostura, inspiró profundamente y, esperando que él no notara su nerviosismo, buscó una respuesta adecuada.

—No puede considerarse una visita, pues no sabía que os alojabais aquí. Vengo a menudo cuando salgo a cabalgar porque, hasta hoy, creía que la casa estaba deshabitada. Mi padre no me ha dicho que la había vuelto a arrendar.

—No la he arrendado. En rigor, me alojo aquí sin permiso.

—¿Por qué? —quiso saber ella, perpleja.

—Mi familia vivió aquí en otros tiempos. Era la casa de mis padres.

—¿De verdad? —Elizabeth sacudió la cabeza, asombrada—. ¡Qué pequeño es el mundo! —Sonrió algo temblorosa mientras se esforzaba por contener las emociones que la embargaban—. Así pues, queríais visitar la casa para recordarla, ¿es así? En tal caso, estoy convencida de que mi padre no se opondrá en absoluto.

—Bueno, yo que vos no estaría tan seguro.

Ella lo miró con asombro.

—¿Qué queréis decir con eso?

Él la escrutó con la mirada.

—Hace muchos años, vuestro padre expulsó de aquí a mis padres.

—¿Por qué haría él tal cosa?

—Por lo mismo por lo que en otros tiempos muchas familias perdieron su hogar: no podían pagar el arriendo. Era una mala época: había habido muchas cosechas malas, y la gente no tenía nada que echarse a la boca. Ni dinero. Mi padre era un simple pescador, que dependía de que alguien le comprara su pesca. Mi madre y mi abuela cultivaban fruta y hortalizas para la gente del pueblo, pero tampoco había quien se las comprara, y eso a pesar de que la gente pasaba hambre. Nadie tenía ni un solo penique. El arriendo, en cambio, se tenía que pagar de todos modos. Primero se nos llevaron el caballo, luego el carro y, finalmente, los aperos. Cuando eso tampoco fue suficiente, nos arrrebataron las provisiones que guardábamos para el invierno. Y luego nos quitaron incluso el techo sobre nuestras cabezas. Un día apareció el capataz de vuestro padre acompañado de un puñado de hombres armados que nos expulsaron a golpes de varas. Mi abuela se enfrentó a uno de ellos, y la reacción fue tan violenta que, tres días más tarde, murió a consecuencia de los golpes recibidos.

Elizabeth estaba horrorizada. Sin embargo, sacudió la cabeza con un gesto decidido.

—Mi padre jamás habría permitido algo así. ¡Él trata bien a sus arrendatarios! Además, Raleigh Manor y las demás granjas en arriendo pertenecían entonces a mi abuelo.

—El cual, en esa época, había ido a la guerra y había cedido la administración a vuestro padre —dijo Duncan secamente.

—¡No tolero que habléis así de mi padre! —repuso ella, tajante.

—En tal caso, será mejor que calle. —Él se encogió de hombros y se volvió de nuevo hacia el tajo donde cortaba la leña.

Ella se enfadó al ver cómo le volvía la espalda sin más.

—¡Aguardad! —le ordenó en un tono enérgico.

Dado que Duncan no se detenía, se le acercó, indignada ante una conducta tan poco educada. Él no le hizo caso, colocó otros leños en el tajo e, imperturbable, empezó a cortarlos con el hacha. Las astillas que levantaba iban a parar a la capa y al cabello de ella, pero eso a Elizabeth la traía sin cuidado.

—¿Qué ocurrió después de la muerte de vuestra abuela? —quiso saber.

—Algo peor.

—¿Qué fue?

Él no respondió, y ella se enojó aún más.

—¿Por qué calláis? —Como él seguía sin decir nada, informó—: Se lo preguntaré a mi padre. Seguro que lo sabe.

—No me cabe la menor duda —replicó Duncan.

—¡En ese caso, vos mismo podríais decírmelo ahora!

—Ha sido un error mencionar eso. Y también ha sido un error venir hasta aquí.

—¡Llevo años cabalgando hasta aquí!

—No hablaba de vos. Olvidad lo que os he contado. Son historias antiguas y rememorarlas no sirve de nada. Os ruego encarecidamente que lo dejéis.

Elizabeth tuvo que contenerse para no continuar avasallándolo a preguntas. Le habría gustado saber cómo se había llegado hasta la expulsión de su familia y qué cambios había experimentado la vida de él a partir de entonces. Tenía que haber alguna explicación razonable. La causa de que la abuela de Duncan Haynes muriera de un modo tan terrible sin duda tenía que deberse a unos acontecimientos y malentendidos trágicos. Fuera lo que fuese, estaba decidida a averiguarlo.

Él blandió el hacha, cortó fácilmente el último leño y lo arrojó con el resto a una pila. Examinó el resultado de su tarea.

—Creo que con esto será suficiente. —Hizo una mueca involuntaria—. La verdad es que es de locos cortar leña ahora, cuando no tengo tiempo para hacer lumbre. Tan solo quería comprobar si el hogar funciona, ¿sabéis? Mi padre lo construyó con sus propias manos. —Señaló la chimenea de piedra que sobresalía en el tejado de ripia podrido—. El tiempo no ha podido con ella; solo he tenido que sacar un par de nidos. Sigue tirando a la perfección. En cambio, el resto de la casa está inhabitable.

Recogió una funda del suelo y metió cuidadosamente en ella el hacha. Elizabeth reparó en que aquella no era una simple herramienta. El filo, brillante y muy bien afilado, y la empuñadura, muy fina y pulida, hacían que pareciera un arma más que un apero. Y para acabar de rematarlo, Duncan la pendió inmediatamente en su cinto; luego se remetió la camisa en el pantalón y se puso el jubón que había colgado en un viejo manzano.

Elizabeth se preguntó sin querer cuántos años tendría. La vida ya le había dejado sus primeras huellas en la cara. No solo la tenía curtida por el viento y las inclemencias del tiempo sino también, y sobre todo, por lo que había vivido, tanto lo bueno como lo malo. En las comisuras de los ojos tenía unas arrugas que tanto podían ser de reír como de estar demasiado bajo el sol; también en torno a los labios y sobre la nariz asomaban unas marcas que, sin duda, no resultarían tan notorias si su vida hubiera sido más sencilla. Era un rostro franco, con una nariz prominente y llamativa, una mandíbula marcada, y una frente despejada y ancha. Todo en él irradiaba dinamismo y fuerza, y desprendía un atractivo subyugador que despertaba las ganas de tenerlo como amigo, aunque solo fuera para no tenerlo como enemigo.

Había sostenido todo el rato la mirada de Elizabeth sin decir nada.

—Pronto partiréis de viaje, ¿verdad? —preguntó de repente.

Ella asintió, sorprendida.

—Pasado mañana es la boda. Y al día siguiente embarcamos hacia Barbados. Nuestros baúles ya están dispuestos.

—¿Nuestros? ¿Os referís a vos y a los Dunmore?

—Sí, por supuesto. Pero también a Felicity. Es una prima segunda que hace dos años que vive en mi casa como doncella y dama de compañía. Toda su familia murió durante la guerra civil, y su hogar fue pasto de las llamas. Ella quiere acompañarme y es algo que me alegra mucho.

Elizabeth no mencionó las atrocidades que habían sufrido Felicity y su familia durante el asalto de unos merodeadores escoceses. La guerra había exigido sacrificios tremendos a las dos partes y había dejado un cisma imborrable. Felicity sentía aprecio por el vizconde pero, a diferencia de este, había aplaudido la ejecución del rey, porque lo consideraba responsable de la pérdida de su familia y de su hogar. Lo que para ella había sido un desagravio, para James Raleigh suponía el final vergonzoso de todo cuanto él había defendido. Felicity se sentía agradecida de poder dar la espalda a aquel dilema y acompañar a Elizabeth.

—Es tranquilizador para vos poder emprender ese viaje contando con una persona de confianza.

—Pearl también viene —le espetó Elizabeth. Se dio cuenta de que se sonrojaba—. Bueno, Pearl no es una persona. Es mi yegua.

La comisura de los labios de él dibujó una pequeña sonrisa que, inmediatamente, se amplió. En la mejilla derecha asomó un profundo hoyuelo.

—¿Es esa pequeña belleza? —Se acercó a Pearl y le acarició el cuello; la yegua resopló suavemente y le apretó la cabeza contra la mano, como si quisiera más caricias—. Esperemos que soporte bien el viaje. La travesía no es precisamente un paseo. No lo es para las personas y desde luego tampoco para los animales. —Dirigió una mirada de curiosidad a Elizabeth—. ¿Qué barco os llevará a Barbados?

—El Eindhoven.

Elizabeth inspiró profundamente, nerviosa al notarlo de pronto tan cerca de ella. Percibió el olor de su cuerpo, a sudor reciente, con cierto matiz a madera de sándalo y algo más, algo desconocido que la confundía. La sensación se parecía a la que la había inquietado ya en su primer encuentro; la única diferencia era que en ese momento era mucho más intensa. De nuevo notó el latido potente de su corazón.

—El Eindhoven es el buque de carga holandés con el que los Dunmore hicieron el viaje de ida —añadió—. El capitán se llama…

—Vandemeer. Niklas Vandemeer.

—¿Lo conocéis?

—¡Y tanto! Somos incluso buenos amigos. En cierto modo las Antillas son como un pueblo, y la mayoría de los mercantes navegan bajo la bandera holandesa. Llega un momento en que todo el mundo se conoce, al menos los que sobreviven en los mares a pesar de las tempestades, los piratas y las guerras.

—Navegar por el mar es muy peligroso, ¿verdad? —preguntó Elizabeth. Ya había oído hablar mucho de los inconvenientes de la travesía. Había leído varios relatos de viajes, llenos de aventuras, que trataban acerca de motines y odiseas, vientos imprevisibles y olas altas como torres, barcos hundidos cargados de oro, corsarios sedientos de sangre y marineros amotinados.

—En todo caso es más peligroso que viajar por tierra —afirmó Duncan—. Sin embargo, hoy en día, la posibilidad de arribar a la costa es mucho mayor que la de quedarse en el mar. —Sus ojos le brillaron, traviesos.

—Así pues, en vuestra opinión, ¿no debería preocuparme?

Su expresión se volvió seria.

—Según de qué. No debéis temer que el barco yerre el curso. Niklas es un capitán extraordinario y uno de los mejores navegantes con los que trato. Conoce la ruta como nadie; en cambio, hay otros capitanes de barco que a menudo pasan por delante de su destino a cientos de millas de distancia por no saber manejar bien el backstaff.

—¿Qué es el backstaff?

—También se conoce como cuadrante de Davis. Es un instrumento de navegación. Preguntádselo a Niklas cuando estéis a bordo. Seguro que os explicará encantado en qué consiste.

—Lo haré, sin duda —afirmó ella, presa de una creciente curiosidad.

Aunque había leído todos los libros que le habían caído en las manos durante las escasas semanas transcurridas desde la llegada de los Dunmore, sabía muy poco de la vida en el mar. Había acosado a preguntas a Robert para que le contara más detalles, pero él no le había dicho gran cosa. «Resulta bastante incómodo, sucio y estrecho», se había limitado a comentar. «Y… ¡Ah, sí!, la comida es horrible. Lo mejor es dormir el máximo de horas posible, así todo transcurre más rápidamente». Luego, tras dirigir una mirada apresurada a su alrededor y cerciorarse de que nadie los observaba, la había atraído hacia él y con los labios muy cerca del oído le había susurrado: «Sin duda alguna, el trayecto de vuelta no será, para nada, tan aburrido como el de ida». Acto seguido, había posado los labios en los de ella y había apretado el cuerpo contra el suyo. Luego Elizabeth le había notado la lengua, como una promesa pendiente, y había sentido un sobresalto en el corazón. Sin embargo, entonces se habían oído voces en la estancia contigua.

—¿Vos partiréis también pronto hacia el Caribe? —preguntó al capitán. Atendió al sonido de su voz y notó en sus propias palabras una nostalgia extraña, apenas perceptible, como si en verdad quisiera saber si volverían a verse alguna vez.

—Pronto —contestó él.

Dio un paso al lado para que ella pudiera dirigir la vista hacia el mar y admirara la bahía por encima del muro de roca que protegía la casa. Amarrada al desembarcadero había una chalupa, con la que era evidente que él había llegado. Algo más lejos se veía un barco anclado, con las velas recogidas y mecido por el oleaje, que aquel día estaba más tranquilo que lo que había estado en los últimos tiempos. Elizabeth no sabía nada de barcos, pero aquel, con sus tres altos palos, el bauprés alargado y el casco fino, le pareció imponente y bello.

—¿Es ese? —preguntó de forma impulsiva—. ¿Es el Elise?

—No habéis olvidado el nombre de mi barco —constató él con asombro.

—¿Por qué debería? —No pudo reprimir una sonrisa—. A fin de cuentas, se llama casi como yo.

Duncan la miró como si en ese momento cayera en la cuenta del parecido entre los nombres.

—Es cierto. ¡Qué coincidencia más curiosa!

Elise. Parece francés. ¿Por qué pusisteis ese nombre a vuestro barco?

Él soltó una carcajada y, de nuevo, asomó en su cara aquel hoyuelo que le hacía parecer mucho más joven.

—Ya se llamaba así cuando me apoderé de él. Como me gustó el nombre, lo conservé. —Luego añadió, a modo de explicación—: Antes había pertenecido a un francés.

—¿Vos lo… tomasteis como botín? —Ella contuvo el aliento mientras por su mente se sucedían imágenes de él abordando el barco con violencia, profiriendo gritos de muerte, con el alfanje desenvainado, saltando por encima de cubierta y abatiendo a sus enemigos.

—Fue en justa lid. Por lo menos, a partir del momento en que empezamos a responder a los disparos.

—Entonces ¿se lo arrebatasteis a un pirata?

—A fe que sí.

—¿Y qué ocurrió al resto de la tripulación?

—Algunos optaron por proseguir bajo mi bandera y se pasaron a nuestro bando. Los demás… bueno, fueron llevados a los esquifes y abandonados a su suerte.

—¿En mitad del océano?

—Faltaba un buen trecho hasta la costa —admitió Duncan—. De todos modos, llevaban un poco de agua y una brújula, lo cual es mucho más de lo que ellos habían permitido a los hombres de los barcos que habían abordado hasta entonces. —Se encogió de hombros y luego dijo con franqueza—: Si llegaron a tierra, tuvieron mucha suerte.

—¡Lo decís como si os resultara totalmente indiferente!

—Y así es —replicó él, sin inmutarse—. Es el procedimiento habitual. En este caso podían considerarse afortunados de salir tan bien parados, porque eran unos canallas repugnantes a los que habríamos podido obligar a pasear por la tabla.

Elizabeth se estremeció al oír aquel modo tan rudo de expresarse.

—¿Qué significa «pasear por la tabla»?

—Cuando alguien va de paseo por la tabla pasa a hacer compañía a los peces —explicó Duncan secamente—. Para el resto de su, para entonces ya, breve vida. —Su semblante adoptó una expresión seria—. La vida en el mar no solo es dura, milady, sino que además acostumbra a ser muy cruel. Es una única y gran batalla: contra los elementos cambiantes, contra el destino… Un día una tempestad embravecida se nos puede llevar y, al siguiente, arrojarnos despedazados al fondo del mar. O bien podemos quedarnos expuestos a un período de calma chicha, y pasar semanas de hambre y sed. —Se apartó el cabello sudoroso y se colocó un sombrero—. Y, naturalmente, luchamos también contra las tripulaciones de otros barcos que no quieren doblegarse ante nosotros. Es una lucha a vida o muerte, y solo gana el más fuerte.

Su poderosa voz sonaba tranquila, pero en ella se adivinaba una determinación de acero que atraía y a la vez inquietaba a Elizabeth. Sin duda, él había matado personas con sus propias manos, las había hecho pasear por la tabla y había permitido que se ahogaran. Había hundido barcos y había abandonado a su suerte a marineros en alta mar a bordo de esquifes, y todo eso solo y únicamente por dinero. No era mejor que cualquier otro pirata. En su cabeza resonaron las palabras de Harold Dunmore: «Lo mejor es evitar encontrarse con él».

—Tengo que marcharme —dijo ella sin moverse.

—Yo también —respondió él con desenvoltura—. Es la hora de despedirse. ¿Os despediréis de un marinero solitario según la tradición, Elizabeth?

Él extendió la mano y le acarició la mejilla.

—¿Qué tradición es esa?

A duras penas logró articular la pregunta. Los dedos callosos de él le quemaban en la piel, como si fueran de fuego. Una voz en su interior la conminaba a subir rápidamente a su montura y partir como alma que lleva el diablo. Pero era incapaz de moverse. Una fuerza desconocida la había dejado inmóvil.

Todo cuanto había oído decir acerca de él era cierto. Duncan Haynes era peligroso. Elizabeth lo constató alarmada cuando él se le acercó aún más, quedándose a menos de un palmo de ella. Percibió el olor de su cuerpo con una intensidad tan inesperada que se quedó sin aliento. Pero aquello no fue nada comparado con el escalofrío que la recorrió cuando él la asió por la barbilla con el pulgar y el índice, y le alzó un poco la cara para que lo mirase. Tenía el rostro ensombrecido por el ala del sombrero y sus ojos se veían tan oscuros como la noche. Sin quererlo, ella clavó la mirada en su boca, que tenía muy cerca. Elizabeth era incapaz de contener el calor que crecía en su interior de forma desconocida para ella hasta ese momento. El aliento de Duncan levantaba nubes de vapor ante su cara, envolviéndolos a ambos. Sintió el pulso acelerado y empezó a temblar.

—Es tradición —susurró él— que cuando un marino parte de un puerto tiene que besar a una muchacha a modo de despedida. Se dice que él debe llevar consigo ese beso de recuerdo durante el viaje porque eso aumenta sus posibilidades de regresar un día sano y salvo.

—Estoy prometida —musitó ella.

—Lo sé. —Él sonrió—. No os preocupéis, no voy a casarme con vos. Tan solo os besaré.

Elizabeth fue incapaz por completo de apartarse de Duncan cuando la rodeó suavemente con sus brazos; permitió, también sin resistirse, que él posara los labios en los suyos y se los entreabriera, primero con delicadeza y luego apasionadamente hasta obtener un beso que iba más allá de todo lo que ella había imaginado hasta el momento. Su lengua buscó la de ella y, tras un instante de estupor, fue como si surgiera una chispa y los abrasara. Su boca era cálida, y sabía a humo y sal. Nada le impidió abandonarse a ese impulso impetuoso que no podía decir si procedía de Duncan o de ella. Se entregó a aquel beso y respondió a él con un ardor tan desatado como si nunca hubiera querido hacer otra cosa. Cuando él deslizó las manos por debajo de su capa y le acarició el pecho Elizabeth volvió en sí.

—¡No! —dijo apartándolo—. ¡No podéis hacer eso!

Duncan se separó de ella inmediatamente.

—Por supuesto. Disculpad mi conducta grosera. He pasado demasiado tiempo en el mar, donde es fácil que un hombre olvide sus modales.

Ella se apartó de él trastabillando hacia atrás, sin aliento y dolorosamente acalorada, muy lejos de tener la cabeza en su sitio. Montó con rapidez en el caballo. Duncan se quedó de pie con los brazos cruzados y la mirada expectante clavada en ella. Su expresión era impasible. Elizabeth tuvo la sensación de que debía decir algo más, pero no se le ocurrió nada.

—¡Adiós! —exclamó mientras espoleaba a Pearl.

Para regresar al camino tuvo que pasar por delante de él. Duncan le sostuvo la mirada.

—Tengo que volver al barco. Pero si venís mañana a la misma hora os contaré lo que ocurrió con mis padres.

Se volvió antes de que Elizabeth pudiera responder y se marchó a grandes zancadas en dirección a la playa. Ella, aturdida, contempló su figura al alejarse.