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Elizabeth se estremeció. Involuntariamente dirigió la mirada hacia el tajo y, de nuevo, deseó poder salir corriendo a toda prisa de ahí y no tener que presenciar aquello por más tiempo. Al llegar ante el palacio, la mera visión del patíbulo ya la había repugnado. El gran tablado, de construcción elevada y guarnecido con una tela negra, parecía un ataúd descomunal.

—¡Es un ultraje! —dijo el padre de Elizabeth. Lord Raleigh estaba pálido, y la voz le temblaba como si estuviera a punto de perder los nervios. Tenía el rostro petrificado; le costaba mucho mantener la compostura ante algo tan inconcebible.

—Desde luego, este espectáculo no contribuirá al buen nombre de Inglaterra —corroboró Harold Dunmore. El terrateniente tenía los brazos cruzados sobre el pecho y contemplaba lo que acontecía en el cadalso con el ceño fruncido, pero también con cierto interés.

Elizabeth, que tiritaba, se arrebujó más en la capa ribeteada de piel. Aquel era un día de enero muy frío, y el viento le azotaba la cara. Aunque se mantenía muy cerca de su padre, le resultaba muy difícil contener los deseos de huir lo más lejos posible de allí. ¡Ojalá todo hubiera terminado ya!

Había transcurrido casi una hora desde que el rey fuera conducido al cadalso desde una puerta-ventana de una sala de Banqueting House que daba directamente al patíbulo. Al parecer, el rey Carlos había querido dirigir unas últimas palabras a su pueblo, pero Cromwell, su enemigo mortal, había encontrado el modo de impedírselo. La zona en torno al patíbulo estaba rodeada por tropas. La caballería y la infantería habían cercado el lugar de la ejecución y bloqueaban el acceso desde la calle; así, era imposible que la multitud congregada pudiera entender nada de lo que el rey quería decir. Y no era poco. Carlos I llevaba un buen rato hablando con el obispo y los mandos militares que lo habían acompañado en sus últimos pasos. Un escribano se afanaba en anotar todas sus palabras. Los escasos dignatarios congregados en el cadalso permanecían de pie, cabizbajos, en actitud respetuosa y con caras largas. El verdugo y su ayudante, con los rostros ocultos tras unas máscaras oscuras, se mantenían en segundo plano, a la espera de poder ejercer su cargo.

Por las ventanas de Banqueting House se asomaban los curiosos, los funcionarios de alto rango, los religiosos y los pares que habían luchado a favor de Cromwell y que ahora eran recompensados con la mejor vista del final de la monarquía inglesa.

El porte del rey era digno. Se mantenía erguido y rígido, y hablaba con la cabeza levantada.

Durante el discurso del monarca uno de los militares se movió y golpeó, sin querer, la mesa en la que estaba el hacha de la ejecución. Un murmullo recorrió la muchedumbre mientras aquel hombre tan torpe se apresuraba a evitar que cayera al suelo.

Carlos I se interrumpió y, al parecer, hizo una observación divertida que provocó la sonrisa forzada del militar.

El rey continuó hablando un rato más; luego calló, pidió al obispo que le entregara un gorro y se lo colocó él mismo. A continuación, se dirigió al verdugo. A instancias de este, el rey se escondió los largos rizos de cabello bajo el gorro para que no entorpecieran la decapitación.

El padre de Elizabeth, incómodo, tomó aire.

—¡Por todos los diablos! —comentó, asombrado, Harold Dunmore—. El rey se enfrenta a la muerte sin temor alguno.

Robert, su hijo, se acercó a Elizabeth y la asió de la mano, tratando de consolarla.

Aquellos gestos espontáneos eran muy propios de él. Ella, agradecida, respondió al apretón y disfrutó por un momento de aquella atención. Seguía resultándole difícil hacerse a la idea de que ya llevaba dos semanas prometida a él. Su atractivo físico y el color moreno de su piel, adquirido en el Caribe, destacaban entre los pálidos rostros ingleses.

—Tal vez sería mejor que apartaras la vista —recomendó a Elizabeth—. Lo que va a ocurrir a continuación no es adecuado para las muchachas.

—¡Bobadas! —repuso su padre—. Elizabeth no es una de esas lloronas pusilánimes. Sin duda, una jovencita capaz de galopar por el campo montada en una silla de hombre tiene arrestos suficientes para presenciar la muerte de su rey. Después de habernos acompañado en el trayecto desde Raleigh Manor, ¿debería ahora negar el consuelo de su presencia al desdichado Carlos en el momento de su muerte?

Elizabeth levantó la barbilla, miró a su futuro suegro y replicó desafiante:

—¡No pienso apartar la vista!

No le pareció necesario precisar que ella no los había acompañado para que el rey no tuviera la sensación de morir solo entre enemigos, sino porque su padre la necesitaba. En aquellas tristes horas, él no contaba con ningún otro apoyo. Elizabeth sabía que el hombre prácticamente languidecía de preocupación y de miedo. Su honor lo obligaba a apoyar al rey, pero la ley de la prudencia le exigía no poner en peligro su vida. Los parlamentarios, conocidos también como round-heads y liderados por Oliver Cromwell, no tenían miramientos a la hora de castigar a los realistas que se rebelaban abiertamente contra los nuevos dirigentes. Su padre estaba obligado a obrar con prudencia, y aunque ponía todo su empeño en ello, eso lo desgarraba. De haber podido, él habría ofrecido su propia cabeza en lugar de la de Carlos Estuardo. Sin embargo, en el estado actual de las cosas, él no podía más que, en la hora más difícil de su señor, perseverar y acompañarlo hasta aquel amargo final. Aunque Carlos no pudiera dirigirse nunca más a sus amigos y compañeros, los vería allí y sabría que no estaba solo. Elizabeth apartó la mano de Robert, se colocó junto a su padre y le pasó el brazo por la cintura. Él apenas se dio cuenta. Entumecido por el dolor y el espanto, tenía la vista clavada en el tablado.

El rey se quitó la capa y el emblema de la Orden de la Jarretera, que entregó al obispo. A continuación se despojó del jubón y se volvió a abrigar con la capa. Con actitud resuelta, se arrodilló ante al tajo y pronunció una última plegaria con las manos en alto. Al terminar, apoyó la cabeza sobre el bloque de madera. Para entonces, el verdugo ya estaba dispuesto y agarraba el hacha. El monarca extendió la mano a un lado; era, a todas luces, una señal previamente acordada con el verdugo, el cual entonces descargó con fuerza el hacha sobre el cuello desnudo del rey. El hombre conocía muy bien su oficio: la cabeza se separó del cuerpo con un solo golpe.

Un gemido sordo se elevó alrededor, como si la muchedumbre agolpada fuera un único ser herido. Lord Raleigh también gimió, y Elizabeth notó cómo su padre se estremecía. La sangre, de color rojo intenso, salió despedida mientras el cuerpo del monarca se desplomaba contra el suelo; el ayudante del verdugo agarró la cabeza que había caído rodando a sus pies y alzó aquel trofeo empapado, lo mostró al gentío y gritó a todo pulmón: «¡Contemplad la cabeza de un traidor!».

Lord Raleigh se soltó del abrazo de su hija, dio un paso al frente y, enarbolando los puños y transido de dolor, bramó: «¡Cromwell, canalla despreciable! ¡Así ardas en los infiernos!». Su grito fue uno más entre muchos otros. Un alarido bronco se elevó entre el gentío a la vista de la cabeza ensangrentada. La muchedumbre se precipitó entre gritos hacia el cadalso, apartando a los soldados y abriéndose paso en dirección al tablado. Los gritos de rabia, los sollozos y los lamentos impedían oír cualquier tipo de orden; el tumulto era imparable. El cadáver del monarca y su cabeza ensangrentada fueron colocados a toda prisa en un ataúd revestido de terciopelo negro y este fue llevado rápidamente al interior del palacio. Entretanto la gente del público se aproximó en actitud amenazadora al cadalso y se dedicó a empapar sus paños con la sangre vertida; algunos entre lágrimas y otros riendo con burla, cada cual según su orientación política.

Robert Dunmore observó asombrado aquel trajín.

—¡Por Dios! ¿Por qué hacen eso?

—Algunos confían ciegamente en poder hacer un buen negocio con ello —dijo su padre.

—Pero ¿qué tipo de negocio? —quiso saber Robert.

Sin embargo, Harold Dunmore ya había dado la espalda a lo que estaba ocurriendo y se disponía a abandonar el lugar de la ejecución. Para él el asunto ya había terminado. Robert lo siguió encogiéndose de hombros. Mientras se alejaban, musitó para sí: Quizá por las reliquias. Mmm. Podría ser. Locos hay en todas partes, y en Inglaterra más que en cualquier otro sitio.

Elizabeth alargó el cuello y buscó a su padre. El gentío la había engullido. También Robert y su futuro suegro habían desaparecido de su vista. Había quedado atrapada en medio de espectadores furiosos que se regalaban improperios vulgares unos a otros. Los parlamentarios insultaban a los partidarios de los Estuardo y viceversa; aquí y allá empezaban a producirse las primeras riñas. Elizabeth fue zarandeada por distintos lados, apenas podía respirar, y corría el peligro de ser pisoteada o verse empujada al suelo. Unos instantes después, se desató justo a su lado una lucha a vida o muerte. Un hombre colérico, que por su sobria vestidura negra y su austero corte de pelo fácilmente podía reconocerse como un puritano, blandía un grueso bastón contra un caballero vestido con terciopelo y encajes, que se defendía al grito de: «¡Muerte a los asesinos del rey!». Aquel petimetre había desenvainado la espada y estaba dispuesto a utilizarla, pero el gentío lo empujó y le hizo perder el arma, así que continuó luchando con los puños.

Elizabeth no pudo esquivar la situación. Gritó cuando, aprisionada entre los cuerpos apelotonados, se encontró en medio de los dos adversarios; aun así, estuvo a punto de sufrir un varapalo por parte del parlamentario. Entonces, un empujón brusco y oportuno por la espalda la hizo trastabillar hacia delante, de forma que consiguió evitar el golpe por muy poco. Una mano la agarró por el cuello del vestido y la apartó de aquellos adversarios airados. Alguien la asió y se la llevó, más en volandas que tirando de ella, y Elizabeth notó cómo sus pies se arrastraban por el suelo. Mientras todo esto ocurría ella no podía ver nada, ya que la capucha del abrigo le había caído sobre la cara.

Ya fuera del tumulto, notó de nuevo el suelo bajo los pies. Rápidamente se retiró la molesta capucha y se topó con los ojos más azules que ella había visto jamás.

—¡Bien está lo que bien acaba! —dijo Duncan Haynes. Aún sostenía a la muchacha por los hombros para asegurarse de que se tenía en pie. Estaba lívida, y en el rostro se le leía el espanto por lo que acababa de vivir. Ella se tambaleó un poco e inspiró profundamente.

—¡Por poco! —balbuceó con voz temblorosa la joven—. ¡Os estoy en deuda!

—Me llamo Haynes. Duncan Haynes. A vuestros pies.

Se quitó el sombrero e hizo una reverencia educada sin dejar de sostenerla con la otra mano. Prefería ser prudente. Las delicadas jovencitas de la nobleza acostumbraban a perder el sentido en las circunstancias más imprevisibles, bien fuera por acontecimientos desagradables o por un corpiño apretado en exceso. Como en ese caso se habían dado ambas circunstancias, se dijo, era casi un milagro que la muchacha siguiera en pie.

La contempló con curiosidad. Era una joven hermosa, aunque de un modo particular. Las cejas se le arqueaban de forma marcada sobre los ojos de color turquesa, ligeramente rasgados y de pestañas espesas. Tenía la cabellera rizada del color de la miel, y esta contrastaba de forma notable con las cejas oscuras y con su piel, cuyo suave tono aceitunado distaba mucho del pálido ideal de belleza de las nobles inglesas. La curva sensual de su labio superior se veía deslucida por una barbilla muy marcada, en tanto que la nariz llamativa, de corte casi romano, parecía querer contener las redondeces delicadas y aún infantiles de sus mejillas.

Era, sin duda, una criatura llena de contrastes; a pesar de su elevada estatura, no podía decirse que fuera adulta. Duncan imaginó que tendría dieciséis o a lo sumo diecisiete años. A pesar de no conocer su nombre, él sabía que se trataba de la única hija de James Raleigh, ya que los había visto juntos antes y la joven se parecía mucho a su padre.

En los últimos meses, el vizconde de Raleigh había estado en el punto de mira de los espías de Cromwell a causa de su actitud irreconciliable con respecto al nuevo régimen. Posiblemente no había ingresado aún en prisión —a diferencia de otros muchos pares leales a la Corona— entre otras cosas porque durante su juventud se había llevado bien con Cromwell. Por otra parte, James Raleigh, aunque no de forma intencionada, había logrado la proeza de no prestar su apoyo al rey de forma abierta: ni se había lanzado a la guerra junto a él, ni había reclutado tropas para Carlos I. Lo primero no le había sido posible por motivos de salud (se decía que tenía un corazón débil) y lo segundo se debía a sus limitaciones financieras. Según sabía Duncan, el vizconde gozaba de una posición desahogada —de hecho, solo Raleigh Manor y sus fincas ya tenían un valor notable—; con todo, aquel patrimonio, en la época en la que el rey había solicitado apoyo a los pares económicamente fuertes, no pertenecía a James sino a su padre anciano y este, en sus últimos años, se había negado taxativamente a apoyar la causa de Carlos Estuardo, la cual de todos modos ya estaba perdida. Inmediatamente después del derrocamiento definitivo del monarca, el anciano había entregado su alma a Dios: demasiado tarde para que James pudiera demostrar su lealtad al rey.

La joven apartó la mano de Duncan de su hombro y forzó una sonrisa.

—Estoy bien —dijo educadamente mientras se ponía de puntillas y escrutaba a su alrededor.

Duncan se aclaró la garganta.

—Sin duda no habréis venido a este lugar inmundo sola —dijo con tono neutro—. ¿Me permitís que os ayude a encontrar a los vuestros, miss…?

—Elizabeth Raleigh. He venido aquí con mi padre. —Tras una vacilación apenas perceptible, añadió—: Y con mi prometido, Robert, y mi futuro suegro, Harold Dunmore.

Duncan disimuló su asombro. Aunque había oído decir que los dos Dunmore se habían desplazado de Barbados a Londres —el mundo era pequeño, sobre todo cuando se viajaba por las mismas rutas—, hasta entonces no había sabido el verdadero motivo. Duncan creía que los Dunmore habían acudido allí por el mismo motivo que el joven William Noringham, también propietario de una plantación en Barbados: para mejorar las condiciones comerciales del negocio del azúcar, del cual dependía su existencia. Había supuesto que Harold Dunmore pretendía presentar a su hijo a los nuevos gobernantes a fin de asegurarse, en esos tiempos confusos, un desarrollo económico fructífero y la continuación de las relaciones de suministro fundamentales para la pervivencia de su negocio. El hecho de que Harold Dunmore además —o tal vez exclusivamente— estuviera interesado en casar de forma beneficiosa a su único hijo y heredero era, desde luego, toda una novedad.

—Resulta incomprensible que vuestro prometido os haya dejado sola en medio de este tumulto —dijo Duncan—. De no haber intervenido yo en ese momento, vos habríais podido perder fácilmente la vida con un varapalo.

—Robert solo me ha desatendido un momento —adujo la muchacha para defender a su futuro marido.

Duncan arqueó las cejas en señal de asombro.

—¡Eso es imposible! ¿Qué hombre puede desviar su atención hacia otro lado si va con una muchacha como vos?

Ella enrojeció con elegancia ante el cumplido y luego lo miró con más atención. Era evidente que le gustaba lo que veía, porque las pestañas le temblaron ligeramente. Entonces bajó la mirada y carraspeó:

—Bueno, a fin de cuentas, el rey acababa de ser decapitado y, claro, eso ha captado la atención de muchos.

Él miró desconcertado la minúscula contracción en la comisura de los labios y reparó en que la muchacha se había permitido una ocurrencia. Y además una bastante contundente, por la cual más de un partidario del rey la habría agarrado por los pelos y la habría llevado a rastras a la torre de Londres para encarcelarla. Al instante ella reparó en la dimensión de su chiste y se sonrojó aún más. Duncan, en cambio, siempre dispuesto a celebrar una buena ocurrencia, echó la cabeza hacia atrás y rio a gusto. Con el rabillo del ojo se dio cuenta de que Elizabeth respiraba con alivio. Su cara dejaba entrever que se sentía avergonzada. Posiblemente había pensado en su padre, y se alegraba de que él no hubiera oído esa chanza suya a costa de Carlos Estuardo.

—Podéis estar segura de que al rey también le habría parecido divertido —la tranquilizó Duncan con una amplia sonrisa.

Elizabeth también sonrió, primero con timidez y luego de forma abierta, de un modo tan seductor que Duncan no pudo apartar la mirada de ella. Si antes ya le había parecido atractiva, esa sonrisa la transformaba a sus ojos en una joven cautivadora, con un brillo en la mirada que le recordó las claras profundidades de color turquesa del mar Caribe.

Al instante, la sonrisa de ella se desvaneció.

—Tengo que encontrar a mi padre —dijo con cierto pesar—. A buen seguro estará preocupado.

A Duncan le pareció como si, en realidad, fuera ella la que estaba preocupada por su padre. Sin duda, había sido precisamente por eso que ella había acompañado al vizconde a la ejecución. Solo se tenían el uno a la otra; en el curso de unos pocos años, su familia se había visto atrozmente diezmada a causa de distintas enfermedades. Primero habían fallecido de viruela la esposa del vizconde y sus tres hijos. Luego fue una hija, ya casada, quien murió al dar a luz, y a esta la siguió otra hija, esta vez víctima de una septicemia. En ese contexto, la muerte reciente del antiguo vizconde apenas resultaba digna de mención: a fin de cuentas el hombre se encontraba ya en una edad avanzada.

En resumen, la fortuna no había tratado muy bien a los Raleigh, y Duncan estaba muy al corriente de todas y cada una de aquellas calamidades.

Tomó a la muchacha del brazo.

—Venid conmigo. Buscaremos al vizconde. Me quedaré con vos hasta que lo encontremos.

—¿Cómo sabéis que mi padre es vizconde? ¿Lo conocéis?

—Muy poco —dijo Duncan. No le parecía necesario explicar de dónde procedía ese conocimiento.

—Por vuestro aspecto, parece como si vos vinierais del trópico —espetó entonces Elizabeth. Al momento, se mordió los labios—. Disculpad, esto ha sido una insolencia.

—¿Tan evidente resulta mi procedencia? —preguntó él con voz divertida—. ¿Qué os ha hecho pensar que vengo del trópico?

Ella rio entre dientes; a través del grueso tejido de su abrigo, él notaba bajo el corpiño apretado su silueta delgada. Siguió asiéndola del brazo mientras deambulaban entre la muchedumbre, que, ya más apaciguada, se iba dispersando lentamente, buscando con la vista al vizconde y a los Dunmore. Duncan agarró con fuerza el brazo de Elizabeth para apartarla de una boñiga de caballo que humeaba en el suelo a causa del frío.

—Estáis muy moreno —respondió Elizabeth con franqueza—, igual que mi prometido y su padre. Ellos son de Barbados. Está en el mar Caribe, junto a las Indias Occidentales. —Y, con un tono de voz apasionado, añadió—: Allí todo el año es verano. ¡Nunca hace frío!

—Lo sé —respondió Duncan—. He estado a menudo allí. Casi se podría decir que es mi hogar.

—¿Vivís en una de las islas?

—No. Mi hogar es el mar.

Él notó que lo miraba con curiosidad.

—¿Vos sois navegante? ¿Un capitán?

Duncan asintió.

—Tengo un barco, el Elise.

—En ese caso, si habéis estado en Barbados, conoceréis a los Dunmore.

—No más que a vuestro padre —afirmó Duncan—. De hecho, solo los conozco de nombre.

Entretanto, la muchedumbre se había dispersado casi por completo, pero aún quedaba el hedor de los cuerpos sudorosos. Y de la sangre y la muerte. La niebla había hecho acto de presencia y se extendía como una manta húmeda sobre el patíbulo negro y sus inmediaciones. Los curiosos que había en las ventanas de Banqueting House se habían retirado; la mayor parte de ellos para celebrar su triunfo, pero algunos, sin duda, para lamentar la pérdida de su rey. Ante aquel espectáculo indigno Duncan no había tenido sensación de odio, ni de júbilo; simplemente había sentido repugnancia por la humillación a la que se había sometido al derrocado y también preocupación, pues nadie podía prever cómo afectaría aquello a su negocio en los próximos tiempos.

Duncan contempló pensativo el magnífico edificio que se elevaba por encima de la niebla, la parte más reciente de Whitehall. Con el cadalso delante parecía un símbolo de la ascensión y el ocaso de la casa Estuardo. Carlos I se había arrogado un poder ilimitado, había disuelto el Parlamento y había pretendido dictar y ejecutar leyes en virtud de su propia majestad. Se había dado cuenta demasiado tarde de que se había excedido. Por otra parte, él también había sido víctima del abuso de poder de otros. Había sido ejecutado con arreglo a un falso juicio amañado y a una sentencia contraria a la Constitución, una acción indignante y criminal que ponía en tela de juicio si Inglaterra recuperaría alguna vez la paz tan deseada. Todo aquel que en los próximos tiempos no tuviera que vivir en esa parte del mundo podía considerarse afortunado. De pronto, y a pesar de que hacía muy pocos días que había echado el ancla, Duncan añoró regresar al mar.

—¡Allí! ¡Al otro lado! —exclamó Elizabeth—. ¡Allí está mi padre!

Duncan se volvió hacia donde ella miraba y reconoció al vizconde, apoyado sin fuerzas en un carruaje y sostenido en parte por el joven Dunmore, quien a todas luces intentaba tranquilizarlo con sus palabras. Harold Dunmore iba con impaciencia de un lado a otro y escrutaba por todas partes. Cuando su mirada se posó en Elizabeth se irguió y se detuvo. Sacudió la mano en lo alto.

—¡Aquí, jovencita! ¡Tu padre no se siente bien!

—¡Oh, Dios mío! —dijo Elizabeth y se apresuró hacia ellos.

—¡Que os vaya bien, milady! —exclamó Duncan. Pero la muchacha ya no le oía.

Harold Dunmore estaba visiblemente disgustado.

—¿Dónde has estado todo este tiempo?

Elizabeth no respondió y se apresuró hacia su padre, el cual esbozó una sonrisa de alivio al ver a su hija.

—¡Lizzie! ¡Gracias a Dios que estás a salvo! Empezaba a preocuparme. —Hablaba con dificultad. Tenía el rostro muy pálido, blanco como el encaje del cuello de su camisa. Tan solo sus labios estaban lívidos, como aquella vez cuando… Elizabeth se forzó a no pensar en ello.

—¡Toma aire, padre! —le urgió.

Robert, que todavía sujetaba al vizconde, le estorbaba. Elizabeth le apartó las manos a un lado y desabrochó rápidamente el cuello de la camisa del vizconde para que pudiera respirar mejor.

—¡Toma aire, padre! —repitió con urgencia. Era lo que le había recomendado el doctor el año anterior, cuando el vizconde había sufrido el segundo ataque grave.

—Tiene que tumbarse —dijo, mirando rápidamente a su alrededor. Al final, clavó la mirada en Robert—. ¿A quién pertenece este carruaje?

Él se encogió de hombros.

—Ni idea. Lleva todo el rato aquí.

El padre del joven se había aproximado y abordó con brusquedad al cochero de librea.

—Abre la portezuela.

—¡Sir, este carruaje pertenece a mi señor! —protestó el hombre.

Harold le dirigió una mirada gélida.

—Este señor es lord Raleigh, y si no puede tumbarse de inmediato morirá y será por tu culpa. Así pues, dime qué prefieres: colgar de la horca por la muerte de este caballero aquí presente o enfrentarte a la reprimenda de tu señor.

El cochero se apresuró a bajar del pescante y a abrir la portezuela. Con su ayuda, Harold y Robert levantaron al vizconde, que respiraba trabajosamente, y lo metieron en el carruaje, donde se tumbó en uno de los dos asientos acolchados. Entretanto, Elizabeth se arrodilló con sus voluminosas faldas a su lado y le dio aire con el abanico.

—Deberíamos llamar a un médico de inmediato —dijo, preocupada.

—Robert, ¿a qué esperas? —preguntó Harold Dunmore a su hijo.

—Es que no sé dónde…

—¡Pues pregunta! —le espetó el padre.

Robert vio la mirada suplicante de Elizabeth y se puso en pie.

—Por supuesto —dijo—. Veré qué puedo hacer.

Se marchó a grandes zancadas y desapareció en la niebla.

—¿Quién era ese tipo con el que hablabas antes? —quiso saber sir Dunmore, que estaba en la calle y la miraba a través de la portezuela.

Ella notó su desaprobación y levantó la barbilla.

—Un capitán. Él ha evitado que la muchedumbre airada me aplastara. Durante el tumulto he perdido de vista a mi padre. Y vos y Robert os habéis marchado tan rápidamente que no he podido seguiros.

—Lamento no haberte vigilado mejor —dijo el vizconde con voz débil.

Elizabeth, aliviada, se dio cuenta de que ya respiraba con más facilidad.

—¿Dónde está ese valiente que te ha ayudado? Quisiera darle las gracias.

—Se ha marchado en cuanto nos ha visto —explicó Harold Dunmore desde fuera—. Seguramente tenía intención de cortejar a vuestra hija, pero al ver que ella ya tenía protección masculina, se ha ido a toda prisa.

—No ha sido así —replicó Elizabeth con vehemencia—. Duncan Haynes es un caballero que…

—¿Has dicho Duncan Hayes? —Su padre se incorporó un poco. En su rostro se reflejó cierto malestar—. Ese nombre me resulta familiar.

—A mí también —dijo Harold Dunmore con expresión furiosa.

Elizabeth frunció el ceño.

—Sí, es posible. Me ha contado que navega a menudo por el Caribe. A él también le sonaba tu nombre, padre. Tal vez os hayáis visto en otra ocasión.

Su padre se encogió de hombros y no dijo nada, como si aquello no tuviera mayor importancia. No fue así en el caso de Harold Dunmore. La mirada del terrateniente tenía la misma expresión que si hubiera mordido un limón.

—Todo el mundo conoce a ese tipo, al menos en las islas del Caribe. Suele ir de una a otra isla de las Antillas y hace escala en todos los puertos en los que hay algo que transportar. Sin embargo, sobre todo se dedica a navegar por el paso de los Vientos y a atacar los barcos de otros capitanes.

Elizabeth abrió los ojos, asombrada. Al mirar atrás, de pronto le pareció percibir el aliento del peligro.

—¿Qué barcos? ¿Ingleses?

Harold Dunmore soltó una breve risa.

—Oh, no, querida. No se atrevería a una cosa así. Aunque, desde luego, nunca se sabe. El tipo es tan avaricioso y están tan obsesionado con hacer fortuna que carece de escrúpulos. Hasta hace poco se había limitado a los galeones españoles del Caribe, a los que apresaba con la bendición de la Corona. —Rio de forma maliciosa—. Pero ahora la Corona ya no existe. ¡Por todos los diablos! ¡Eso va poner en un aprieto a ese tipejo! ¡Salir a corso sin contar con el permiso de la Armada y llenarse los bolsillos a costa de ello es ser un criminal! De todos modos, es lo que siempre ha sido.

—Mister Dunmore tiene razón —musitó débilmente su padre—. Ese hombre es peligroso.

Elizabeth notó un escalofrío que le recorría el cuerpo.

—¿Duncan Haynes es un filibustero?

—Tal vez uno de los peores que hayan navegado jamás por el mar Caribe. Es un pirata sin escrúpulos que merece la horca. Lo mejor es evitar encontrarse con él.

—Pero me ha salvado la vida —objetó Elizabeth.

—Una vida que te puede quitar también en cualquier otro momento. Solo hay un lugar para él: el más profundo de los infiernos.