61
Harold asió la antorcha que le entregó uno de los hombres y encendió la madera. Al instante el aceite se levantó en llamas. El esclavo dejó oír un penetrante grito de guerra. Estaba sentado delante de los barrotes de la jaula e intentaba separar la madera con los pies; sin embargo, las sogas que llevaba en los tobillos le impedían una buena libertad de movimientos. Harold tomó una lanza e hizo retroceder a Akin. Algunos trozos de madera ya habían empezado a arder. El viento tempestuoso atizaba más el fuego e hizo que se levantara un humo penetrante. No faltaba mucho para que las llamas prendiesen y alcanzaran el suelo de la jaula, en la que Harold también había vertido algo de aceite. Los hombres permanecían allí, riéndose sarcásticamente y contemplando cómo empezaba a arder todo. Harold constató con satisfacción que había encontrado a los tipos adecuados para sus propósitos. En el puerto todavía había más como ellos. Había empezado a buscar su ayuda al tener noticia de que Akin había sido apresado. En cuanto hubiera acabado con el negro, le llegaría el turno a Elizabeth. Harold había decidido perdonarla. El niño, por supuesto, tenía que desaparecer, igual que Haynes, ese criminal. Luego Elizabeth sabría cuál era su lugar.
Se sobresaltó al oír una voz aguda de mujer. Por un momento le pareció como si Martha lo llamara por su nombre, pero eso era, a todas luces, absurdo. De todos modos, su espanto fue tremendo cuando se volvió y se topó con Celia. Aunque iba envuelta en una manta la reconoció al instante. En un primer momento, cuando ella se abalanzó con un grito desesperado hacia la jaula, él se sintió demasiado asustado para actuar. Pero entonces cayó en la cuenta de que no tenía que hacer nada; ella ya no podía detener aquello. La jaula era presa del fuego y el calor era demasiado intenso para acercarse a más de dos o tres pasos. Akin estaba encogido en su interior y se apartaba con gritos penetrantes de las llamas que se levantaban de forma salvaje. Pero aquel era un gesto en vano porque no tenía escapatoria.
Jeremy y Eugene Winston habían salido a toda prisa de su residencia, claramente asustados por el fuego que se veía en el lugar de la ejecución. El gobernador iba armado con un mosquetón y miraba alrededor con nerviosismo.
—¿Qué ocurre aquí? —gritó, haciéndose oír por encima del viento de tormenta—. ¿Acaso no tenemos suficientes problemas en este día aciago?
Harold no contestó, a pesar de que cada vez acudía más gente y miraba sin comprender la jaula en llamas. Rápidamente ordenó a los dos granujas pagados por él que apresaran a la mulata, pero Celia retrocedió y se quedó entre el gobernador y su sobrino. Mientras los dos se volvían hacia ella con perplejidad, la tormenta le arrebató la manta de los hombros y todos los presentes la reconocieron como la asesina condenada.
—¡Prendedla! —gritó Eugene como para demostrar la importancia de su persona.
Sin embargo, Celia dio un paso intimidatorio hacia el gobernador y le arrebató el mosquetón. Luego apuntó con el arma a los hombres que se le acercaron y así logró detenerlos.
—¡Apagad el fuego! —gritó la mulata con la voz teñida de zozobra y la desesperación escrita en el rostro—. Abrid la jaula y sacadlo de ahí.
Sin embargo, nadie le obedeció. Era demasiado tarde. Las llamas habían prendido en el cuerpo del negro y lo tenían apresado en una agonía estremecedora, haciéndole subir y bajar las extremidades, que se quemaban en una danza atroz hasta que lo único que se movió fue el fuego. Este siguió devorando con fiereza a Akin, rugió en torno a su cuerpo caído y lo convirtió en una antorcha azotada por la tormenta. El hedor a carne quemada rodeó la jaula pero, al cabo de unos instantes, el viento se lo llevó.
—¡Padre! —gritó Celia. Su mirada fija se clavó en Harold, que se estremeció y miró a su alrededor con pánico—. ¡Padre! ¿Pretendes presentarte ante el Creador con estos pecados? ¿Vas a permitir que personas inocentes paguen por tus propios actos?
Harold inspiró profundamente. Era imposible que alguien la creyera. A esa furcia negra, no.
—¡Sí! ¡Miradlo bien! ¡Mirad a mi propio padre! ¡Es mi padre! El que mató a mi madre porque llevaba en el vientre a un hijo de él. Ella era su primera esclava, y él la preñó. Y ella tuvo que pagar con la vida por eso. Huyó, dio a luz en la selva y me abandonó porque él la acosaba como un animal. ¡No logró escapar de él! Él la mató. La estranguló con sus propias manos. Igual que mató también a mistress Martha.
Harold notó miradas de incredulidad clavadas en él. Quiso protestar, pero fue incapaz de decir nada, porque entonces reparó en que Elizabeth también estaba allí. Se hallaba al otro lado, en el camino que llevaba a la iglesia. Felicity se encontraba a su lado, y detrás de las dos iba Duncan Haynes con el niño en brazos. Harold quiso ir hacia él, matarlo, pero le parecía que tenía los pies clavados en el suelo. Era como si Celia, esa bruja oscura de ojos amarillos, lo hubiera exorcizado para que él escuchara lo que ella tenía que decir. Como todos los demás. El maldito gobernador y su cobarde sobrino. Los hombres que, de hecho, tenían que vigilar la guarnición o luchar contra los parlamentarios. Elizabeth, que no debía saber nada de todo eso.
—¡Él fue quien mató a mistress Martha! Y no solo eso… ¡También mató a lady Harriet por haberlo rechazado en su momento! E intentó también matar a lady Anne para hacerla callar, pero ella consiguió escapar y me lo contó todo. ¡Ella está viva y puede dar cuenta de todo! Pero esto no es lo más grave. Él ha cometido el peor de los crímenes.
De pronto la voz de Celia adquirió un tono profundo y pareció que resonaba; desplegaba una fuerza especial, incomprensible, como un remolino que atraía a Harold hacia una oscuridad que lo acechaba como una brasa encendida dispuesta a engullirlo. Incluso el viento parecía haber enmudecido ante aquella acusación y había refrenado su embate primitivo y ensordecedor, como si quisiera que todo el mundo entendiera bien a la muchacha. Los ojos de Celia parecían iluminados desde el interior, y su presencia se volvió tan irreal y, a la vez, tan sublime que Harold, presa de un terror indecible, se quedó sin aliento cuando ella anunció la última y la peor de las verdades.
—Este hombre mató a su propio hijo. Mató a Robert. Y lo hizo porque quería a lady Elizabeth para él solo.
Harold abrió la boca para replicar. La gente no podía creerla sin más. Sin embargo, la lengua se le paralizó al mirar a su alrededor y ver aquellas caras llenas de espanto y repugnancia. La creían.
—¡Eres mía! —gritó a Elizabeth—. ¡Por esto tuve que hacerlo!
Como todos lo sabían, podía explicar también por qué no le había quedado otra opción.
De pronto se dio cuenta de que podía mover los pies y se precipitó contra Celia.
—¡Tú eres la culpable de todo! ¡Bruja! ¡Tienes un pacto con el diablo!
Sacó el látigo del cinturón. Celia lo apuntó con el mosquetón y apretó el gatillo, pero no ocurrió nada. Tal vez el arma ni siquiera estaba cargada. Jeremy Winston jamás la había disparado. Harold tomó impulso para propinar a la mulata un azote tremendo, pero el viento impidió que diera en el blanco y desvió la correa a un lado. Arrojó el látigo al suelo con enojo y propinó un puñetazo a Celia. Al verla en el suelo, fue a pisotearla, pero ella se apartó rápidamente y se levantó para correr hacia Elizabeth.
—¡Prendedlo! —exclamó el gobernador.
Para su horror, Harold se dio cuenta de que la orden no se refería a nadie más que a él. Entonces sopló una ráfaga tremenda de viento que levantó unas llamaradas enormes en la hoguera, la cual se extendió por la plaza. Él aprovechó el tumulto que se produjo por los gritos de espanto y la desbandada que siguió. Apartó con un golpe a las personas que tenía a su alrededor y se alejó corriendo. A sus espaldas se extinguió el crepitar de las llamas con el bramido del viento.
Al cabo de unos minutos la tempestad se convirtió en huracán. A nadie se le pasó por la cabeza perseguir a Harold Dunmore; solo querían ponerse a salvo. El intenso vendaval doblaba las palmeras hasta el suelo y, al poco, una de las cabañas de madera más livianas que había al borde del camino quedó destrozada y salió despedida por los aires. Elizabeth hizo a un lado a Felicity y así evitó que esta recibiera el golpe de un madero que había salido despedido. De pronto, el aire se llenó de remolinos agitados de escombros: trozos de tejados rotos, paja y costillares, encofrados de paredes, y además, todo tipo de inmundicia procedente de callejones y jardines, así como desechos de la playa, cocos, ramas y, sobre todo, cantidades ingentes de arena. Apenas era posible verse las propias manos y no siempre lograba esquivarse todo cuanto volaba alrededor. Duncan se había puesto al pequeño debajo de la capa y lo apretaba contra el pecho mientras procuraba, no sin dificultad, mantener el equilibrio. Elizabeth marchaba abrazada a Felicity; aun así, en una ocasión ambas estuvieron a punto de salir volando. Celia no tuvo tanta suerte, era más menuda y ligera y no podía agarrarse a nada. La tempestad la apartó del camino y fue a dar contra una palmera; sin embargo, al poco tiempo volvió junto a ellos, indicándoles con gestos que siguieran adelante.
Empezó a llover. No se trataba de gotas pequeñas sino más bien de una cortina de agua que caía con fuerza y les daba de costado, igual que en su día en el Eindhoven. Incapaces de ver más allá de dos pasos por delante, se desorientaron. Al cabo de unos minutos todo estaba a oscuras, como si aquella fuera la más negra de las noches. No podían hablar entre ellos porque el bramido de la tempestad era demasiado intenso. Lo único que podían hacer era avanzar penosamente, paso a paso, cada vez más, hasta que por fin atisbaron la iglesia ante ellos. Dos siluetas femeninas se cruzaron en su camino. Llevaban el pelo tan mojado que se les había adherido a la cabeza, y el viento solo les agitaba unos pocos mechones en torno a la cara. Iban vestidas con harapos y tenían la piel muy lastimada. Solo tras fijarse bien en ellas Elizabeth las reconoció.
—¡Anne! ¡Deirdre! —exclamó. Sin embargo, la tempestad era tan fuerte que ni siquiera ella se oyó.
Deirdre asía a Anne con fuerza y la sostenía mientras ambas avanzaban contra el viento con las últimas fuerzas que les quedaban. Llegaron a la puerta de la iglesia casi a la vez que Elizabeth, que posó la mano sobre la de Deirdre cuando esta iba a abrir. Era casi como si el destino los hubiera reunido a todos en ese mismo momento. La joven irlandesa levantó la mirada. Tenía el rostro extrañamente pálido y sus ojos parecían muy grandes. Los labios le temblaban y los tenía de color azulado; estaba helada. Elizabeth reparó entonces por primera vez en el frío que hacía. Apretó la mano de Deirdre y juntas abrieron la puerta.
Elizabeth siguió a Anne y a Deirdre al interior de la iglesia y aguardó a que Duncan, Felicity y Celia hubieran cruzado también el umbral para apresurarse de nuevo a cerrar la pesada puerta de madera. Lo hizo en el momento oportuno, pues entonces se oyó un golpe tremendo contra la puerta que la hizo temblar; el huracán se había llevado por delante unos escombros de piedra de gran tamaño.
En el altar había un reloj de vela encendido y su luz titiló con la corriente de aire. En la iglesia, el fragor de la tempestad resultaba más amortiguado, pero una y otra vez se oían objetos que chocaban contra el muro con un crujido sordo. Duncan entregó a Elizabeth el pequeño, que lloraba desconsolado. Al cogerlo en brazos, vio desconcertada que Jonathan tenía la cara cubierta de sangre.
—¡Dios mío! ¡Está herido!
Febrilmente le empezó a buscar la herida. Felicity gimió de dolor y quiso ayudarla, pero sus manos eran, en realidad, un estorbo.
—No tiene nada —dijo Duncan.
Tenía el rostro contrito de dolor. Al apartarse la capa mostró que su camisa estaba empapada de sangre en la zona del hombro derecho. Tenía clavada en la carne una astilla grande y gruesa como un dedo; Duncan se la quitó de un tirón. A pesar de la fuerte hemorragia, el hueso parecía ileso. Celia le vendó el brazo con unas tiras de tela que hizo con las enaguas de Elizabeth, quien la ayudó a hacerlo. Cuando Celia terminó el vendaje, se retiró a un rincón de la iglesia y se acurrucó allí. Elizabeth la siguió y se sentó junto a ella en el suelo.
—¿Cómo supiste que Harold había matado a Robert? —le preguntó en voz baja—. No estabas allí, ¿verdad?
Celia negó con la cabeza.
—Lo supe en el momento en que lo dije. Lo… sentí.
La mulata miró a Elizabeth fijamente. La luz lejana de las velas se reflejaba en sus ojos y creaba en ellos un brillo irreal. Elizabeth tragó saliva e hizo otra pregunta.
—¿Quién te dijo que Harold era tu padre?
—Lady Harriet —respondió Celia sin más—. Un día, cuando yo aún era una niña, le pregunté quiénes eran mi madre y mi padre y entonces me lo contó. Antes de que yo naciera, en Barbados había muy pocos esclavos y, entre ellos, apenas había mujeres. Harold Dunmore había comprado una: una esclava joven y bella que quedó embarazada al cabo de unos meses. Cuando llegó el momento de dar a luz, ella desapareció en la jungla y, al cabo de un tiempo, fue hallada muerta, asesinada, pero sin su hijo. A mí me encontraron cerca de la casa de Summer Hill; seguramente mi madre me dejó allí antes de intentar escapar. Como yo tenía la piel clara, cuando encontraron el cadáver de mi madre lady Harriet extrajo sus propias conclusiones. Ningún otro blanco excepto Harold se había acercado a mi madre, así que solo él podía ser mi padre. Él había sido débil una única vez. —La voz de Celia se cubrió de amargura—. Había traicionado sus principios sagrados y había tenido relaciones con un ser de una raza inferior. Y, por supuesto, eso no podía ser culpa suya, sino de mi madre; así pues, era preciso que ella muriera antes de que todo el mundo supiera de las debilidades y de la vergüenza de él.
Elizabeth recordó que Harold estaba casi obsesionado por impedir que Robert recurriera a mujeres negras. Era evidente que temía que el pasado volviera a repetirse.
—¿Y lady Harriet sabía que Harold había matado a tu madre?
—Es posible que lo supiera, pero tal vez esa idea le resultaba demasiado horrible, ya que nunca dijo nada al respecto. De todos modos, ella pensaba que todo el mundo tiene derecho a saber quiénes son sus padres y de dónde vienen, y por eso me contó que Harold Dunmore era mi padre. No obstante, me hizo jurar que nunca hablaría de ello. Yo cumplí mi palabra hasta hoy.
—Has hecho bien diciéndolo.
—Lo sé. Solo espero que ella no esté molesta conmigo.
—No, lady Harriet, no. Lo habría comprendido. —Elizabeth escrutó detenidamente a la muchacha—. ¿Qué ocurrió en Summer Hill?
Celia le contó en voz baja lo que sabía. Elizabeth se quedó sentada y en silencio, esforzándose por no llorar. Incapaz de poder hacer nada, se preguntaba dónde podía estar William. Rezó con fervor para que él siguiera con vida. A unos pasos de ellas, Felicity limpiaba de sangre la cara de Jonathan y se aseguraba de que realmente no hubiera sufrido ningún daño.
—Pequeñín, ¡qué valiente eres! ¡Un día serás un gran héroe, como tu padre!
—Papi —dijo Jonathan señalando a Duncan.
—Vaya, vaya —dijo Elizabeth que, a pesar del espanto, no pudo contener una sonrisa temblorosa—. ¿Acaso se lo has enseñado de camino hacia aquí? Para eso has tenido que decírselo al oído.
Duncan se encogió de hombros con un gesto avergonzado; al instante lanzó un exabrupto pues se había olvidado de su herida. Deirdre, que estaba sentada con Anne en uno de los bancos de la iglesia, se santiguó rápidamente, lo cual hizo que Duncan carraspeara una disculpa.
—Solo le he dicho que su viejo papa cuidará siempre de él y que no tiene nada que temer.
Elizabeth, dejándose llevar por sus sentimientos, se sentó junto a Duncan y le tomó la mano.
—Lo siento. Eso te ha pasado por mi insistencia en venir aquí.
Él negó con la cabeza.
—Era un buen plan. De hecho, el único sensato. Estos muros tienen sólidos cimientos, a diferencia de las casas de madera. Además, la casa de Claire está demasiado cerca del agua.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que habrá una inundación. A saber qué será de Chez Claire. Eso siempre y cuando el huracán no la haya destrozado ya a estas horas.
—¡Tendríamos que habérnoslas traído con nosotros!
—Yo se lo he ofrecido, pero Claire se ha negado. Me ha dicho que cuando era pequeña aprendió a nadar y que lo que la tempestad pudiera llevarse de su fortuna ella lo recuperará de otro modo. —Negó con la cabeza—. Solo nos queda esperar lo mejor.
Elizabeth se mordió los labios pero, a la vista de aquellos tremendos acontecimientos, no quería agobiarlo a él ni a los demás con sus propias preocupaciones. Temía tanto por Pearl que le habría gustado salir corriendo para buscarla. Recordó que ya una vez, durante la travesía de ida a la isla, cuando estalló el otro huracán, ella había temido por la yegua. En esa ocasión Harold fue quien la ayudó. Se había ocupado de Elizabeth y de Pearl, y se había encargado de que ambas estuvieran a salvo. Se preguntó si tal vez entonces él ya planeaba ganarse sus favores.
La acusación de Celia había horrorizado profundamente a Elizabeth; le costaba hacerse a la idea de que Harold hubiera cometido todos aquellos crímenes. Se estremecía con solo pensarlo, e imaginarlo libre por ahí todavía lo empeoraba todo. ¡Cómo tenía que sentirse Anne! Elizabeth volvió a apretar la mano de Duncan y luego se levantó rápidamente para ver cómo estaban su amiga y Deirdre. Anne se había tumbado en el banco e incluso durmiendo tenía el rostro desencajado por el espanto. Deirdre se había abrazado a sí misma y se mecía suavemente, adelante y atrás, como queriendo tranquilizarse. Apoyaba la cabeza vuelta a un lado sobre las rodillas y tenía los ojos cerrados. Cuando Elizabeth se le acercó y la acarició suavemente, Deirdre levantó la mirada.
—¡Lady Elizabeth! —Por educación se dispuso trabajosamente a ponerse en pie, pero Elizabeth se lo impidió.
—Déjalo. Quédate sentada. Eres una mujer libre, no una criada. Encontré tu contrato entre los papeles de míster Dunmore y lo rompí. Te daré oro para que puedas regresar a casa sin problemas.
—No sé si quiero volver. —Deirdre parecía algo avergonzada—. Tal vez prefiera quedarme aquí.
—¿Con míster Fitzgerald?
—Con el padre Fitzgerald. —La vergüenza de Deirdre casi podía tocarse con las manos.
—¿Y dónde está él ahora?
Deirdre se encogió de hombros, preocupada.
—No lo sé. En el bosque yo no lo he visto. He venido a Bridgetown buscándolo. Tenía miedo de que lo hubieran apresado y encarcelado.
—En ese caso, cuenta con mi apoyo para que lo dejen libre. —Vacilante, Elizabeth añadió—: También existe otra posibilidad, Deirdre. Vosotros podríais venir con nosotros. Queremos empezar una nueva vida en otro lugar. Y vosotros también podríais hacerlo, como personas libres.
La expresión de Deirdre pasó de la duda a una esperanza vacilante.
—Oh, milady, eso sería… ¡Os lo agradezco mucho!
Anne estaba despierta y se incorporó lentamente entre gemidos. Elizabeth se sentó junto a ella y le pasó un brazo alrededor.
—Anne, querida… Lamento muchísimo todo lo que te ha ocurrido.
Anne asintió sin decir nada. La fiebre que le había provocado la mordedura de la serpiente había desaparecido, pero los terribles acontecimientos que había vivido en los últimos días la habían dejado sin fuerzas. La marcha forzosa de varios kilómetros hasta Bridgetown, a la que se había visto obligada tras una breve e inquietante noche en la cueva, dispuesta a buscar a su hermano en Bridgetown y pedir cuentas a Harold, la había dejado completamente exhausta. Elizabeth la apretó contra ella.
—¡Lo encontrarán y lo juzgarán!
Anne levantó la cabeza.
—¿Lo notas?
—¿Qué?
—¡Ha parado! —Una gran esperanza se dibujó en la cara de Anne—. ¡Por fin puedo salir a buscar a William! —Entonces se levantó trabajosamente y corrió hacia la puerta para abrirla.
Elizabeth aguzó el oído. En efecto, el fragor del viento ya no se oía. Con alivio, se puso en pie y se volvió hacia Duncan, el cual, rendido, permanecía sentado en un banco sosteniéndose el brazo herido.
—¡Ya ha terminado! —exclamó.
Celia también se puso en pie.
—¡No! ¡No salgáis! ¡Solo es el ojo!
—¿El qué? —Elizabeth se volvió perpleja hacia Celia.
—Es el ojo del huracán —corroboró Duncan—. Ahora el huracán está sobre nosotros. Esta calma es engañosa. No falta mucho para que empiece todo de nuevo.
Pero Anne no atendió a esas explicaciones. Había abierto la puerta y se disponía a salir cuando empezó a retroceder lentamente, con las manos hacia delante, en actitud defensiva.
—¡Ya te tengo! ¡Por fin! —dijo Harold Dunmore entrando en la iglesia como si fuera bienvenido.
La tormenta lo había vapuleado y tenía la cara cubierta de heridas. Vestido con el jubón oscuro, que llevaba rasgado por varias partes, y con el cabello negro desgreñado parecía una enorme ave de rapiña desfigurada dispuesta a hacerse con su presa.
De hecho, estaba decidido a matar. Había sacado un gran puñal; el filo brillante centelleaba con la luz de las velas del altar. Anne trastabilló hacia atrás para apartarse de él. Al cabo de dos pasos, resbaló y cayó al suelo. Harold se arrodilló junto a ella, casi con indolencia, y la sostuvo mientras alzaba el cuchillo.
Duncan se había levantado al instante de su asiento y había acudido hacia allí en el mismo momento en que Harold había aparecido, pero no había sido lo bastante rápido. De todos modos, aunque hubiera llegado a tiempo… Con el brazo derecho inutilizado, no era un buen adversario para Harold, más cuando encima se había quitado la canana. Elizabeth se había hecho a un lado porque Duncan no le dejaba ver bien. Jamás había contado con que Harold los seguiría en medio de la tempestad y que lograría encontrarlos, pero en ese instante decisivo no vaciló y actuó con frialdad, tal como se lo había enseñado Duncan. «Solo sobrevive el vencedor».
No apuntó bien, pues no había tiempo para ello. El disparo sonó en el preciso instante en que el cuchillo descendía. La bala penetró en el vientre de Harold y lo lanzó hacia atrás. El puñal cayó al suelo con estrépito. Harold se quedó tumbado boca arriba, pero intentó darse la vuelta y recuperar el arma. Celia se le acercó con unas pocas zancadas, y tomó el cuchillo y lo apartó, justo a tiempo de impedírselo. Él se dio la vuelta de nuevo entre gemidos y se la quedó mirando desde el suelo.
—¡Bruja! —murmuró—. ¡Maldita seas!
—Yo hace tiempo que estoy maldita, padre. Los dos lo estamos.
Celia se arrodilló junto a él, levantó el cuchillo por encima de su cabeza y lo bajó con fuerza. Luego se dejó caer hacia atrás y se quedó sentada, muy aturdida. La empuñadura del arma sobresalía como una exclamación a la altura del pecho de Dunmore. Él resolló e intentó levantar la mano para decir algo más, pero finalmente se quedó tumbado en silencio.
Deirdre estaba arrodillada en el altar, frente a la cruz, y rezaba. Felicity se unió a ella con Johnatan asustado y lloroso en brazos, mientras Celia, Anne y Elizabeth unían sus fuerzas para arrastrar el cadáver de Harold Dunmore y sacarlo de la iglesia. Fuera el cielo estaba oscuro, pero los escombros que se veían por doquier permitían adivinar el alcance de la destrucción. Cuando regresaron a la iglesia, Duncan posó con torpeza el brazo sano en torno a Elizabeth.
—¡Querida, qué bien lo has hecho! Pero, dime, ¿dónde, por todos los diablos, llevabas escondida esa maldita pistola? ¿No sería en ese liguero tan fino?
Elizabeth se asió el corpiño y se lo puso bien; por fin podía respirar a gusto. Sin embargo, le temblaban las rodillas y tuvo que agarrarse a Duncan porque, de lo contrario, habría caído al suelo.
—Tal vez algún día te lo diré.
Luego se acercó a la puerta de la iglesia para cerrarla. Fuera el viento había empezado a aullar de nuevo y, un poco más tarde, se levantó un bramido ensordecedor. Elizabeth se sentó en un banco junto a los demás y se acomodó. En algún momento la vela se apagó, pero eso ya no tenía importancia. Duncan había pasado el brazo en torno a Elizabeth y ella le apoyó la cabeza en el hombro. Entre ellos estaba el niño, que había vuelto a dormirse.
—¿Te parece que mañana la guerra continuará? —murmuró Elizabeth.
—Ojalá lo supiera —respondió Duncan.
Pero, en el fondo, les daba igual. Ocurriera lo que ocurriese, ellos estarían juntos. El resto no importaba. Los dos unidos se quedaron mirando la oscuridad y aguardaron a que llegara el final de aquella tempestad.