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El velatorio tuvo lugar en la mansión después de que los criados sometidos a contrato lo hubieran trasladado allí por orden de Noringham. Lavaron cuidadosamente el cadáver, taparon las heridas de su nuca y lo vistieron con ropa limpia. Cuando terminaron, Robert parecía dormido, con un rostro tan bello como el de un ángel caído del cielo. En torno a él titilaban las velas que había encendido uno de los criados irlandeses.

Martha estaba hundida en una butaca, muy cerca de su hijo muerto. Tras proferir chillidos agudos durante minutos, se había quedado muda. Incluso con la voz rota, había intentado seguir gritando aún un buen rato hasta que, al final, eso también dejó de ser posible. Desde entonces lloraba de un modo atrozmente silencioso, sacudiendo el cuerpo como si estuviera siendo azotada, con el rostro abotagado y tan rojo que parecía escaldado.

Elizabeth estaba paralizada a los pies del féretro y miraba a su esposo. Había aceptado el gran número de condolencias con indiferencia. Igual que en muchos momentos de su matrimonio había deseado poder amar a Robert, ahora anhelaba poder llorarlo porque sospechaba que a quienes la rodeaban tenía que parecerles muy raro que ella no expresara su dolor de un modo más intenso. Por otra parte, se odiaba por dedicar en esas circunstancias el único pensamiento de lo que los demás podrían pensar. Martha, que acostumbraba a dar importancia a lo que la gente pudiera decir de ella, era ajena a todo. No le preocupaba apestar como un animal, que su cabello gris le cayera en finos mechones hasta la cadera, que su camisón estuviera manchado del vómito que había arrojado cuando se le comunicó la noticia, que sus pies descalzos tuvieran durezas, amarillearan y estuvieran sucios. Estaba allí sentada, sin más, abandonada a su dolor y a su espanto, como si en el mundo solo estuvieran ella y el cadáver de Robert.

Llegó un momento en que Elizabeth no pudo más. Abandonó la casa y salió para saber si había alguna novedad. La mulata había desaparecido. Ninguno de los esclavos ni de los criados sometidos a contrato decía haber visto u oído algo; de todos modos, era evidente que la desaparición de Celia tenía que ver con la muerte de Robert. Harriet había dicho, con voz tajante, que Celia era incapaz de hacer daño a nadie. Sin embargo, los hechos hablaban por sí solos. En la barraca donde la mulata había pasado la noche se había encontrado una camisa manchada de sangre y hecha jirones y, debajo de ella, un anillo propiedad de Robert. No se trataba de ninguna joya valiosa, sino de una bagatela de colores que él acostumbraba a regalar a las mujeres de las que se servía. Siempre llevaba alguna consigo. Elizabeth lo había visto tintinearlas muchas veces. Incluso en una ocasión le había dejado a Jonathan una pulsera para jugar, y ella se la había tenido que quitar para que no se la pusiera en la boca. Sabía muy bien por qué Robert llevaba siempre esas baratijas.

Benjamin Sutton, al que a menudo se le habían escapado esclavos, había organizado de inmediato patrullas de búsqueda. Se había hecho con más perros sabuesos que pertenecían a una de las plantaciones colindantes y había organizado a los hombres por grupos. Harold no vaciló en unirse a uno de los destacamentos. En el momento de la partida, él no era más que una sombra de sí mismo, pero en sus ojos Elizabeth había visto algo que internamente la había dejado helada. Alguien, sin duda, pagaría por la muerte de Robert.

George Penn y otros terratenientes más se habían dedicado a entrenar y a dotar de armas una milicia. Tenían que estar preparados por si las negociaciones previstas fracasaban. Según les había contado de forma insistente, era preciso practicar la lucha con espada y planear estrategias de ataque, y había subrayado, además, la experiencia bélica que había adquirido en Marston Moor[3]. Por lamentable que fuera la muerte del malogrado joven Dunmore, dijo, él se veía obligado por la necesidad a ceder a otros la búsqueda de la asesina huida. Para George, el bienestar de la isla se hallaba por encima de todo y él estaba dispuesto a sacrificarse hasta su último aliento. La mayoría de los invitados que habían pasado la noche en Summer Hill aprovecharon la ocasión para irse con él.

A Elizabeth le pareció que Anne apreciaba que George se hubiera marchado. Estaba sentada en la galería exterior, pálida y ensimismada, con una labor sobre las rodillas en la que no podía trabajar porque los dedos le temblaban demasiado. Cuando Elizabeth se le acercó, levantó la vista con los ojos velados.

—Sea lo que sea lo que haya ocurrido, estoy segura de que Celia no ha tenido nada que ver.

No. No es culpa suya, pensó Elizabeth. La única culpable era ella, se dijo, por haberlo apartado de su lado. Anne intuyó lo que pensaba y negó con la cabeza. No se atrevió a decir nada porque su madrastra estaba sentada junto a ella. Lady Harriet estuvo de acuerdo con Anne.

—Celia es una muchacha encantadora y temerosa de Dios.

Una imagen asomó en la mente de Elizabeth. Pies golpeando en el suelo, cuerpos bañados en la luz de la luna, uno de ellos manchado con la sangre de un animal. Entonces la imagen se desvaneció y solo quedó esa extraña perplejidad inexplicable. Elizabeth, extenuada, se apoyó en la columna detrás de la cual la noche anterior Felicity se había despedido de su capitán. El Eindhoven había partido poco antes de la salida del sol, más o menos a la misma hora en que el capataz había encontrado a Robert. Niklas, como el resto de los capitanes mercantes holandeses, quería anclar en el puerto de Bridgetown y hacerse con toda la mercancía posible.

Vandemeer no sabía nada del asesinato, y eso hacía que su partida fuera aún más dolorosa para Felicity porque en esos momentos, reconoció ella sollozando con amargura, le habría venido bien tenerlo cerca. De todos modos, Felicity no lloraba la muerte de Robert, ni siquiera por compasión hacia Elizabeth, de quien sabía que mantenía su duelo dentro de unos límites. Su pesar en realidad se debía a que se sentía muy próxima a unos cambios bruscos que escapaban a cualquier tipo de control. En resumen, ella tenía un miedo terrible al futuro. Ya en otra ocasión una guerra había desposeído a Felicity de todo cuanto amaba, y la había dejado deshonrada física y mentalmente. Se había refugiado en el dormitorio de Anne, donde permanecía sentada en la hamaca con rostro inexpresivo. No dejaba de darse impulso con una mano en la pared, haciendo que la hamaca se balanceara sin cesar.

Por fin Martha permitió que la apartaran del féretro y la acompañaran a la cama. Lady Harriet le preparó una bebida en la que mezcló un poco de láudano y, al poco tiempo, la mujer se tranquilizó. Lady Harriet permaneció sentada a su lado asiéndola de la mano hasta que Martha se durmió. No se resistió. Ante aquel horror su resentimiento contra los Noringham parecía carecer de cualquier importancia.

A primera hora de la tarde, Duncan Haynes acudió a la plantación acompañado de su primer oficial, John Evers. Lady Harriet encargó servir comida y bebida para ambos, y Duncan conversó con William Noringham y con Jeremy Winston.

Elizabeth evitó dirigir la mirada hacia los hombres, pero no pudo impedir notar las miradas de reojo y preocupación que Duncan le dedicaba. Era evidente que él ardía en deseos de hablarle de lo ocurrido. Pero ella no sabía qué decirle. Cada vez que lo miraba sentía unos remordimientos tremendos.

En cuanto las sombras se volvieron más alargadas, William Noringham ordenó a sus criados sometidos a contrato envolver el cadáver de Robert en un paño y llevarlo en carro hasta la iglesia de Bridgetown antes de que el cuerpo empezara a oler mal. No quería tener en casa el cadáver por más tiempo. El funeral, a fin de cuentas, iba a celebrarse al día siguiente; con aquel clima no era posible esperar más tiempo.

Apenas había partido el carro, regresó a Summer Hill una de las patrullas de búsqueda, la formada por Benjamin Sutton y dos criados sometidos a contrato, que estaban sudados y cubiertos de arañazos de las ramas y tenían las caras rojas a causa de la marcha prolongada a través de terrenos intransitables. Los dos perros que los acompañaban tiraban de sus correas. Llevaban la lengua colgando, y los flancos les temblaban a causa del bochorno asfixiante. Sutton pidió con tono autoritario que les dieran agua. Uno de los dos criados tiraba de una chica atada. Habían encontrado a Celia.

Su aspecto era terrible. Tenía heridas en la cara, y las piernas le sangraban debido a los mordiscos de los perros. Cuando el criado la empujó hacia el espacio que había delante de la mansión ella apenas podía mantenerse de pie y temblaba. El cabello ondulado le caía desmadejado por la cara y tenía los ojos muy abiertos a causa del miedo y del dolor.

—¡No fui yo! —gritaba implorando.

Sus palabras no sonaban con claridad, porque la boca se le había inflamado por los latigazos. La nariz le sangraba.

Sutton rio burlón.

—Ahórrate el aire para que puedas gritar porque por ahí viene Dunmore.

En efecto, en ese momento apareció Harold Dunmore, igualmente exhausto y tan sudado como los otros dos hombres de su patrulla. Al momento gritó al capataz de los Noringham:

—¡Agarra a esa zorra y átala a ese árbol! Y luego, mátala a latigazos.

El capataz tragó saliva y miró a su alrededor, inseguro. Harold Dunmore en persona tomó la iniciativa. Asió a la mulata y, cogiéndola por el cabello, la arrastró hasta una palmera, donde la ató con gesto experto. Ella era incapaz de ofrecer resistencia a su fuerza bruta y cayó postrada de rodillas entre sollozos, fuertemente apretada contra el tronco de la palmera y con el cuerpo encogido.

—¡Os lo ruego! ¡Yo no he hecho nada!

Harold sacó el látigo y lo blandió contra la muchacha. Los gritos agudos de ella convocaron al momento a los moradores de la mansión y a los invitados que todavía estaban en la plantación. Elizabeth fue más rápida que los demás y, al instante, se dio cuenta de lo que tenía que hacer. Todavía recordaba, una y otra vez, cómo él había azotado a Deirdre: era casi como si el destino la obligara a impedir a cualquier precio que eso volviera a repetirse. Sin vacilar se abalanzó sobre su suegro y le quitó el látigo.

Él reaccionó como un poseso. Más tarde Harold afirmaría que no se había dado cuenta de que era ella, y que solo había querido defenderse de un supuesto atacante.

Le propinó un puñetazo brutal a la vez que profería un fuerte gruñido. Elizabeth cayó al suelo agarrándose el vientre. Había recibido el golpe en el diafragma y no podía respirar. La oscuridad asomó ante sus ojos y su capacidad de reconocer las cosas de forma consciente quedó limitada a unas pocas impresiones. En algún lugar se oyeron gritos de mujer. Anne, Felicity y lady Harriet. Elizabeth percibió, como entre brumas, que Duncan se abatía sobre su suegro con un grito sordo y lo derribaba. Cuando Harold se puso en pie y sacó el puñal, Duncan desenvainó una pistola y soltó el gatillo de forma claramente perceptible.

—¡Inténtalo si quieres!

Mientras Elizabeth trataba de coger aire entre gemidos y no lograba abrir sus pulmones más que un poco, William se inclinó sobre ella.

—¡Por Dios bendito, Elizabeth! —La levantó cogiéndola en brazos y la entró en la casa. Por encima del hombro le dijo a Harold—: Si volvéis a tocar otra vez mi propiedad, os retaré a un duelo.

—En fin —dijo Sutton, nervioso, a Harold—, cuando alguien tiene razón, hay que dársela. La mulata es suya. —Se volvió entonces hacia Jeremy Winston—. Pero, al menos, debería ser encerrada, ¿no? Tú, como representante de la autoridad, la podrías tomar en custodia.

Jeremy Winston asintió, solícito, claramente contento y aliviado de poder contribuir a la solución del problema de un modo tan sencillo y elegante a la vez.

—¡En efecto! Deberíamos encerrarla a cal y canto, y someterla a juicio igual que a cualquier otro asesino. Y luego la ahorcaremos, tal como es debido. Así lo dice la ley. Exacto. Haremos esto. —Winston asintió de nuevo, muy contento consigo mismo y con su decisión.

Harold Dunmore estaba sentado con las piernas recogidas en el suelo y la cabeza inclinada sobre las rodillas. La ira ciega lo había abandonado. Cuando logró ponerse en pie trabajosamente ayudado por Winston, todos vieron que temblaba.

Las mujeres siguieron a William al interior de la casa, y los sollozos de dolor de Felicity se oyeron durante un buen rato. A la orden de Winston, el capataz de los Noringham desató a la mulata de la palmera.

—Lo mejor es que me deis dos hombres para la custodia —dijo Winston—. Ellos velarán para que todo el proceso se desarrolle como es debido y que nadie pueda decir después que alguien ha atacado de forma injusta la propiedad de un tercero.

Sutton expresó su satisfacción ante tanta cautela. Luego reunió a sus perros y se despidió de los presentes antes de marcharse silbando por su camino.

Duncan Haynes contempló con disgusto cómo los criados sometidos a contrato se llevaban a la mulata atada bajo la supervisión de Winston. La muchacha sollozaba en voz baja. El látigo le había destrozado la ropa y por la espalda le corría la sangre.

Harold Dunmore la miró con los ojos encendidos de rabia.