43
Harold llevó a su nieto a casa de Miranda, a quien ordenó cuidar bien del niño hasta que volviera para recogerlo. Al notar el olor a ron en el aliento de la mujer, la amenazó con azotarla si tomaba aunque solo fuera un sorbo de esa bebida antes de que él regresara.
El marido de Miranda, un hombre calvo y de aspecto ajado que estaba sentado en una mecedora que había en un rincón de la desvencijada cabaña, sonrió con escepticismo al oír aquellas palabras. Por un instante, Harold se preguntó si era conveniente dejar el pequeño al cargo de la mujer, pero entonces vio que el pequeño se echaba confiadamente a los brazos de su ama de cría.
—Miranda —dijo Jonathan contento, antes de hundir la carita en el cuello grueso de la mujer.
Hubo algo en la sonrisa del pequeño que irritó a Harold, pero en ese instante no tenía ni tiempo ni ganas de pensar en ello. Abandonó rápidamente la cabaña para dirigirse a su carromato y partir en dirección noroeste. Rose y Paddy iban sentados en la superficie de carga, con los ojos respetuosamente bajados para no tener que intercambiar la mirada con él. Los había obligado a subir inmediatamente al carromato con el pequeño; no les había permitido hacer su equipaje, ni ellos se habían atrevido a preguntar a pesar de que habían visto perfectamente cómo él clavaba maderos frente a la ventana de la galería. Con todo, él se había sentido obligado a darles una explicación: «Las señoras necesitan aprender una lección. No os preocupéis. Al atardecer regresaré de nuevo». Había atado su caballo castrado detrás, en la lanza del carro, y les había ordenado que permanecieran sentados en el carromato mientras él iba un momento a ver cómo se encontraba mistress Dunmore.
Martha dormía, casi inconsciente, resollando y con la boca abierta, muy aturdida por el láudano. No había vuelto en sí cuando él se había inclinado sobre ella y le había hablado, ni siquiera cuando él la había sacudido por el hombro en un intento por despertarla. Harold no se había quedado mucho rato con ella.
Después de dejar el niño, arrió los dos caballos marrones. El sol estaba agotando su recorrido por el día cuando el carromato llegó a Rainbow Falls. El nuevo capataz había puesto a trabajar a los trabajadores sometidos a contrato tal como era debido, y estos habían avanzado bien. En los nuevos cobertizos destinados al almacenamiento ya se acumulaba la caña recién cortada, que él hacía transportar al molino de Sutton una vez al día. Harold ordenó a Rose que limpiara las barracas. Por ser anciana y no valer ya para las faenas de campo, ella no tenía que creer que podía estarse de brazos cruzados. A Paddy le encargó desguarnecer y dar de beber a los caballos. Él no se concedió ninguna pausa. Comió unos bocados de pan de pie y bebió un vaso de agua de la fuente. Por dentro se sentía tranquilo. Sabía muy bien lo que tenía que hacer a continuación. William Noringham le había señalado el camino. Pidió a Paddy que le llevara el caballo castrado.
—Regreso a Bridgetown —mintió—. Hay que liberar a las jóvenes señoras y atender a mistress Dunmore. Esta noche la pasaréis aquí.
Rose y Paddy pusieron caras de desagrado. Ellos, igual que el resto del servicio de la casa, habían tenido que cambiar sus agradables ocupaciones en Dunmore Hall por el trabajo duro de la plantación, pero no les quedaba más remedio que cumplir las órdenes de su amo.
Harold se cercioró de llevar la pistola cargada, la bolsa de pólvora llena y la canana bien provista de cartuchos; luego montó en la silla y partió a caballo.
Durante el camino hacia Rainbow Falls ya se había dado cuenta de que los tambores habían empezado a sonar de nuevo. En la noche pasada los negros habían tocado más el tambor que en las semanas anteriores; era casi como si la inquietud por la flota inglesa se hubiera propagado hasta el último rincón de la isla, y parecía que en todas partes reinara más agitación de lo habitual.
Al aproximarse a Summer Hill, Harold aguzó el oído. A veces le parecía oír ruidos donde no podía haber ninguno: un chasquido extraño entre los arbustos, un crujido demasiado fuerte en un campo de azúcar… Sin embargo, los tambores lo atenuaban casi todo, parecían cada vez más intensos y forzosamente tenían que estar muy cerca. Harold se aproximó a las cabañas de los esclavos de Noringham. Esa vez procedería con más cautela, aunque contaba con una ventaja muy valiosa: William Noringham no estaba. Y, mejor aún: el joven se había llevado consigo a todos los trabajadores sometidos a contrato. Harold sonrió, satisfecho. Ese capataz gordo solo no era bastante hombre para impedir que él le cantara las cuarenta a ese Abass. Si alguien sabía dónde se escondían Akin y la puta mulata tenía que ser ese viejo negro.
En las cabañas todo estaba tranquilo. A la luz del crepúsculo, con sus tejados de paja y sus formas redondeadas, parecían pequeñas colinas jorobadas. En el claro humeaban aún los restos de una hoguera. Harold descabalgó, desenfundó la pistola y se acercó sigilosamente, con el oído atento a su alrededor. Todo estaba tranquilo. Demasiado tranquilo… Entonces cayó en la cuenta de que el sonido de los tambores había cesado. ¿Cuándo había sido eso? ¿Cinco minutos atrás? No podía ser mucho antes. Propinó un puntapié contra la cabaña de la que había sacado al viejo a rastras la última vez, pero no ocurrió nada. Con cuidado, echó a un lado la cortina de arpillera. Al cabo de un momento vislumbró los detalles de aquel cuchitril oscuro, pero no distinguió en él ninguna silueta humana.
Extrañado pero todavía vigilante, se dirigió hacia la siguiente choza rudimentaria, que también estaba vacía. Inspeccionó una por una todas las chozas, pero no encontró a ningún esclavo. ¿Acaso habían sabido, de algún modo incomprensible para él, que iría? En cuanto llegó a la barraca del capataz, Harold desestimó aquella idea al punto. Ese hombre gordo yacía en el suelo de la entrada. Alguien le había abierto el vientre en canal y todas las vísceras le salían serpenteantes, formando una masa de color rojo azulado que hedía de forma desagradable. Aquello no podía haber ocurrido hacía mucho tiempo; el hombre no estaba muerto todavía, porque cuando Harold le golpeó con el pie dejó oír un leve resuello. De todos modos ya había perdido el conocimiento y estaba claro que nunca más volvería a hablar.
Harold escrutó atento a todos lados, sosteniendo la pistola con ambas manos. Aunque se había movido lentamente, estaba empapado de sudor. Era presa del miedo y de la excitación pero, sobre todo, sentía un regocijo inmenso por el mal ajeno. ¡Ese maldito Noringham! ¡Ahora ya tenía su propio alzamiento de esclavos! Harold lo disfrutó con tal fruición que estuvo a punto de echarse a reír a pleno pulmón. Golpeó de nuevo al capataz con el pie, esa vez con más fuerza, y al hacerlo sintió una furiosa satisfacción. ¿Y si ese tipejo hubiera guardado en algún sitio el látigo que le había pertenecido a él? Harold, decidido, pasó por encima del moribundo y entró en la cabaña. Se sobresaltó al encontrarse allí, en el suelo, más cuerpos: dos niños, que, por su aspecto, tenían que ser los hijos del capataz puesto que su piel era del color de la madera clara y, a pocos pasos de ellos, su madre, una negra gorda. Los tres habían sido asesinados atrozmente con el machete. En torno a ellos se habían formado unos charcos de sangre que todavía no estaban secos. Harold no se entretuvo en buscar su látigo. En vez de eso se dirigió a la mansión.
También en ella reinaba una tranquilidad escalofriante. En el salón y en la galería exterior las lámparas estaban encendidas; una luz acogedora acentuaba la luz vespertina. En una de las butacas de la galería exterior lady Harriet estaba sentada leyendo un libro. Era evidente que no se había percatado de lo ocurrido. Los sublevados tenían que haber sido tan rápidos como sigilosos al cometer esos asesinatos, puesto que seguramente ninguna de las víctimas había tenido tiempo de gritar. Harold contempló con atención a Harriet. El hecho de que esta no sospechara lo ocurrido le provocó una sensación de poder y superioridad. Se metió la pistola en el cinto y se acercó a ella.
—Vas a destrozarte la vista —dijo.
En cuanto lo hubo dicho se reprochó que no se le hubiera ocurrido nada mejor que esa observación tan vulgar; sin embargo, el espanto que provocó en ella no habría podido ser mayor, algo que a él le causó una maliciosa satisfacción.
—¡Harold! ¡Por Dios! —Harriet había dejado caer el libro al suelo y se apretaba las manos sobre el pecho. Tenía los ojos muy abiertos—. ¿Qué haces aquí?
—Quería hablar con uno de vuestros negros. El viejo de la cadena de conchas.
—¿Te refieres a Abass?
—En efecto. Pero no está. Y todos los demás han desaparecido también.
Ella frunció la frente.
—¿Qué quieres decir con que han desaparecido?
—Bueno, pues que se han ido. No hay ni un solo negro en Summer Hill.
Harriet se levantó de su asiento nerviosa.
—En ese caso, debería avisar al capataz…
—Olvídalo —dijo Harold—. Lo han degollado como a un cerdo. Igual que a sus hijos y a su puta. Están todos muertos en su cabaña.
Harriet se tambaleó y tuvo que apoyarse en una columna.
—¿Qué dices? —susurró. El color había abandonado su rostro, que estaba tan blanco como la columna que tenía al lado.
—¿Quién hay en casa? —preguntó él.
—Está Anne, y Ella, la doncella, y también está Mary, nuestra costurera. Dos criadas negras…
—Apuesto a que esas también han desaparecido. Podéis estar contentas de que no os hayan degollado también. —Harold escrutó a su alrededor—. Aunque… Tal vez esperen en la oscuridad a que yo me marche para terminar lo que han empezado. No creo que hayan pasado ni cinco minutos desde que han descuartizado al capataz.
Harriet se lo quedó mirando, aterrorizada.
—Pero ¿qué dices? ¡Dios mío, Harold!
—Harold, Harold… —Él la imitó con burla—. Por el modo en que hablas, se diría que me estás suplicando ayuda…
—Harold, te lo ruego, por el amor de Dios…
—¡No me vengas con el amor! —Él la interrumpió con brusquedad—. Tú no sabes qué significa el amor. ¿O es que no te acuerdas? Decías que me amabas, pero entonces apareció un lord ridículo, blandió ante ti un anillo de boda, y yo me convertí en el advenedizo miserable que no era lo bastante bueno para dedicarle toda la vida.
—¡Harold! ¡No tuve más remedio! Los niños, Anne y William… Le había prometido a mi hermana en su lecho de muerte…
—¡Tú estabas comprometida conmigo! —la interrumpió él, cortante.
Harriet se retorció las manos y se echó a llorar. Harold casi sintió compasión por ella. Casi. La ocasión para saldar esas antiguas cuentas pendientes era demasiado buena. Sacó entonces el puñal que llevaba en el cinto de armas, se acercó rápidamente a ella, la asió por el pelo, le echó la cabeza hacia atrás y le cortó el cuello de un solo gesto. Harriet cayó de rodillas, con las manos temblorosas levantadas hacia el cuello mientras la sangre le recorría los dedos y le empapaba la parte delantera del vestido.
Intentó decir algo, pero no logró más que abrir y cerrar la boca con impotencia. Entonces se desplomó sobre el suelo y se quedó tumbada en un charco de sangre cada vez más extenso. Sacudió los pies algunas veces mientras el estertor horripilante que le brotaba de su garganta partida languidecía poco a poco y, finalmente, dejaba de oírse.
Harold entró en la casa por la puerta abierta de la galería.
—Basta por hoy —dijo Anne—. Si tienes que trabajar siempre a la luz de las velas, al final todo saldrá mal.
Mary estaba de rodillas en el suelo, delante de ella, marcando con alfileres el dobladillo del vestido que Anne se probaba. Era su vestido de boda. Anne se contempló en el espejo, que había descolgado y había apoyado contra la pared de forma oblicua para poder ver mejor su aspecto. Medía un metro de alto y, sin duda, era el espejo más grande de toda la isla, pero colgado en la pared solo mostraba medio cuerpo, y precisamente con ese vestido era importante obtener una impresión general.
Mary levantó la mirada con un montón de agujas entre los labios. Farfulló algo que Anne interpretó como «un momentito». Se dio por vencida, asintió y dejó que Mary siguiera con su tarea. El vestido tenía una falda muy amplia y, por lo tanto, un dobladillo infinito; la parte superior, en cambio, no hacía alarde de mucha tela ya que el escote era escandalosamente pronunciado. Anne suspiró. No se sentía cómoda con ese vestido. Y no era porque no fuera bonito. Al contrario. Vestida con él estaba radiante, incluso a sus ojos, que eran tan críticos. El escote desviaba la atención de su barbilla puntiaguda y la cintura estrecha resaltaba su delgadez. Con un buen peinado y una amplia sonrisa sería una novia hermosa de verdad. El cabello, sin duda, podría arreglarse de forma satisfactoria, pero en lo tocante a la sonrisa la tarea iba a ser más difícil. Sentía malestar con solo pensar en la boda. Peor aún: con solo pensar en George. Se preguntó con aprensión dónde terminaría todo aquello. A cada día que pasaba, sus reservas hacia la boda se acrecentaban. Entretanto ella ya pensaba que jamás debería haberse prometido con él. George, por su parte, se había esforzado por complacerla y había vendido a la mujer que le había dado dos hijos a otra plantación alejada de la suya. Tras su nacimiento, el segundo niño no había logrado sobrevivir más de una semana; en cuanto al otro, había sido vendido junto con la madre, y el comprador incluso había pagado un poco más por él. Anne recordó la cara de George cuando se lo había contado. La miraba con los ojos brillantes de felicidad, convencido de que con ello él le ofrecía una auténtica prueba de amor.
—George —le había preguntado ella—, ¿qué sientes al pensar que ese niño que has vendido era tu propio hijo?
Él la había mirado con asombro. Su expresión reflejaba una incomprensión tan genuina que ella, incapaz de soportarla, había tenido que volver la mirada rápidamente hacia otro lado. No habían vuelto a hablar de aquello. En su lugar, habían acordado una fecha para la boda, pues George había insistido en ello.
—¿Para qué esperar? —le había dicho mientras miraba a su alrededor y se acercaba para besarla.
Anne le había dejado hacer, pero no había sentido ningún afecto, y menos aún deseo. Con preocupación creciente pensó en el matrimonio de Elizabeth. No. George no era un mujeriego como Robert, pero necesitaba una mujer en la cama con regularidad. Como ahora ya no tenía a la negra, no quería demorar mucho tiempo la boda.
Mary ya había puesto todos los alfileres en el dobladillo y se levantó para contemplar el resultado.
—Volveos un momento —pidió a Anne.
Anne hizo lo que le pedía. Su mirada se posó en el espejo. Primero solo se vio a sí misma: una novia de buen aspecto en un vestido de seda de color blanco intenso, con una parte superior bordada con perlas. Entonces, detrás de ella, en la puerta abierta, asomó una silueta oscura. Mary, que estaba de espaldas al hombre, no lo vio acercarse y aplaudió emocionada.
—¡Qué hermosa estáis!
Anne se volvió de repente y profirió un grito. Mary quiso darse la vuelta, pero fue demasiado tarde. Con dos zancadas el hombre se abalanzó sobre ella, la rodeó con el brazo y blandió en lo alto un cuchillo grande y ensangrentado. Al instante se lo clavó en el cuerpo, lo sacó y se lo volvió a clavar. A continuación la dejó caer al suelo y arremetió contra Anne. Con un horror indescriptible, ella reconoció entonces a Harold Dunmore. Lo esquivó con un chillido y corrió hacia la puerta. Él la persiguió, pero tropezó con el cuerpo de la irlandesa y cayó al suelo. Anne le oyó renegar mientras bajaba a toda prisa por la escalera recogiéndose las faldas. A media escalera yacía Ella, degollada y con los ojos desorbitados.
—¡Madre! —gritó Anne—. ¿Dónde estás?
Atravesó corriendo el salón hasta la galería exterior. Antes de ver el cuerpo de su madrastra en el suelo vislumbró el enorme charco de sangre en el cual se reflejaba la luz de la lámpara. A continuación vio el rostro pálido y sin vida de lady Harriet. Anne gritó, sollozó y quiso inclinarse sobre ella, pero entonces oyó en la escalera los pasos pesados del asesino. Harold entró en el salón corriendo desde el vestíbulo y su sombra se irguió gigantesca en la luz oscilante de las velas que ardían en los candelabros de la pared.
Anne volvió a levantarse la falda y saltó al suelo por la galería exterior. Prácticamente voló entre los arbustos de frangipani y se sumergió en la oscuridad de los árboles altos que conducían hacia el mar y protegían la vista de los cobertizos de los trabajadores y sus barracas. Se encaminó a toda prisa hacia las cabañas de los esclavos, pensando que podría encontrar ayuda allí, pero a cada paso que daba crecía en su interior la certeza de que, excepto ella y Harold Dunmore, en la plantación no había nadie más. En las cabañas solo había silencio. Ningún tamborileo, ninguna canción, ninguna risa nocturna, ningún grito de niño ante la casucha del capataz. Y sí, en cambio, en el desgastado camino de tierra, las botas de clavos de su acosador.
—¡Aguarda! —le gritó Harold Dunmore a su espalda. Tenía la voz ahogada, sin aliento—. ¡Quieta! ¡No te haré nada! ¡Solo hablaremos un poco! ¡Palabra!
Anne siguió corriendo como alma que llevara el diablo. Había dejado de gritar, consciente de la necesidad de ahorrarse el aliento. Era prácticamente de noche, y pensó que tal vez podría librarse de él pues Harold no llevaba ninguna luz. Sin embargo, se dio cuenta de que con aquel vestido tan blanco ella brillaba como una antorcha. Además, la tela voluminosa que tenía que arrastrar le frenaba el avance. Perdía fuerzas sosteniéndola en alto, y si tropezaba y caía al suelo, estaría perdida. La falda, que empezaba en la cintura, solo estaba hilvanada así que Anne se la quitó con unos fuertes tirones y luego echó a correr a toda velocidad. Aquella era una acción muy arriesgada y ocurrió lo que ella había temido: cayó al suelo.
Oyó sus pasos aproximándose, estaba casi sobre ella, Harold resollaba, agitado. Desesperada, Anne logró desembarazarse de la tela, volvió a ponerse en pie y siguió corriendo. Consiguió esquivarlo por muy poco; con el rabillo del ojo vio que él ya tenía el brazo levantado con el cuchillo. Harold renegó al ver que ella, vestida ahora con una enagua que le llegaba hasta la rodilla y que pesaba mucho menos, podía correr más rápido que antes y pronto se distanciaría de él. El miedo a morir dio a Anne una resistencia inusitada. Los pies, que llevaba embutidos en unas zapatillas finas de seda, golpeaban contra el suelo y se apresuró todavía más. Mientras avanzaba se desabrochó también el corpiño, que la comprimía, a fin de poder respirar más fácilmente. Siguió corriendo sin parar en aquella noche cada vez más próxima hasta que le pareció que los pulmones iban a estallarle. Pero ni siquiera entonces se detuvo; no se atrevía a aminorar el paso. En algún momento se desvió del camino; lo notó porque las ramas le daban en la cara y la fina camisa de seda se le enganchaba en la maleza. Allí no podía avanzar corriendo, pero siguió abriéndose paso en silencio entre la espesura que la rodeaba. Unos zarcillos le rasguñaron la cara, le desgarraron la camisa y se le engancharon en el cabello suelto. En la oscuridad de aquel bosque había perdido el sentido de la orientación y no sabía dónde se encontraba ni cuánto tiempo había pasado. Solo sabía que no debía quedarse quieta. No podía gritar ni llorar tampoco. Si lo hacía, él la encontraría. Algo le mordió en la pierna. Sintió mucho dolor y, al cabo de un rato, notó que tenía el pie entumecido, lo cual la hacía trastabillar cada pocos pasos. Las punzadas en el costado le resultaban cada vez más dolorosas, y el corazón le latía con tanta fuerza que Anne apenas era capaz de respirar. Tenía que descansar. Solo un momentito, se dijo. Se sentaría allí un instante, recuperaría la respiración y luego seguiría.
La pierna se le dobló. Anne avanzó titubeante un par de pasos más, pero se desplomó contra el suelo y cayó por una pendiente. Bajó rodando, incapaz de apoyarse ni de agarrarse a nada pues los brazos no le obedecían. Al final, dio con la cabeza contra el tronco de un árbol y el impacto le borró de inmediato toda percepción consciente.