11

Cinco semanas después el Eindhoven estaba casi parado, sumido en la calma chicha de un mar liso como un espejo. Durante un tiempo habían avanzado a buen ritmo y, en cierto modo, prácticamente corrían por delante del viento, con las velas casi a punto de reventarse por la fuerza de los alisios, que los condujeron en dirección sudoeste. A continuación unas grandes tempestades habían seguido desviando el barco. El capitán Vandemeer había necesitado varios días para retomar el rumbo. Elizabeth vislumbró entonces lo peligrosa que era la travesía y lo poderoso que era el océano, en cuyas extensiones infinitas el Eindhoven no era más que una diminuta mota de polvo, expuesta e indefensa frente a los elementos. Finalmente el buque había entrado en el temible cinturón ecuatorial, una zona de calmas donde apenas había viento. Hacía ya una semana que el Eindhoven avanzaba con grandes dificultades con cualquier leve brisa para luego quedar prácticamente detenido.

Entretanto, las reservas de agua también se habían hecho escasas. En popa no dejaban de oírse quejas por la falta de agua potable así como por el repulsivo sabor de la que quedaba. Además, la comida, toda en salazón y consistente en bacalao, cecina y frutos secos, acentuaba aún más la sed. Sin embargo, era preciso racionar las reservas de agua a menos que quisieran quedarse sin una gota en breve. Felicity había contado a Elizabeth bajo mano que, durante esos días, el capitán tenía que estar especialmente atento para que no se produjeran amotinamientos entre la tripulación. Podía ser que a los marineros se les ocurriera arrojar por la borda a los pasajeros que, a sus ojos, eran inútiles. O deshacerse de los animales que había en la bodega de carga, cada uno de los cuales requería más agua que cualquier persona.

Cuando Elizabeth oyó eso se dirigió de inmediato al capitán, muy preocupada por si Pearl estaba en peligro. Sin embargo, Niklas Vandemeer se había limitado a decirle que todavía no había de qué preocuparse, que con el Eindhoven él había logrado cruzar aquella zona de calmas incluso con menos agua a bordo y sin tener que sacrificar vida alguna: ni de persona, ni de animal. A ella no le quedó otro remedio que creerle. No obstante, a partir de entonces bebía el agua que le correspondía con un cuidado especial, tomándola a sorbos durante el día, pues había comprobado que la sed era peor si ingería toda el agua de una vez. En cualquier caso, se había repuesto definitivamente de sus náuseas. Desde el día en que su suegro había ordenado que le hicieran caldo de gallina, no había vomitado más.

Sin embargo, de un modo profético, parecía tomar forma aquello que le había pasado por la cabeza como un presentimiento al charlar con William Noringham. Todos los indicios apuntaban a que estaba encinta. No podía quitarse de la cabeza lo que él le había explicado acerca de su madre. Primero contó los días que habían pasado desde el día en que debería haber tenido el período. Acostumbraba a llegarle de forma puntual, y solo ocasionalmente había tenido que esperar al día siguiente. La primera vez que tuvo una falta, Elizabeth lo achacó al malestar que había experimentado durante el viaje y a su deplorable estado de salud. Aun así, todos los días se sentía mejor, y ya comía sin vomitar. Podía permanecer horas junto a la barandilla o sentada en una de las cajas que había atadas delante de los camarotes y contemplar el mar en movimiento. Ni las sacudidas más fuertes del barco le provocaban molestia alguna en el estómago. Mientras otros miembros del pasaje experimentaban náuseas ocasionales cuando el mar estaba revuelto, Elizabeth parecía ajena a ello; era como si las semanas de malestar la hubieran vuelto inmune a los mareos.

Sin embargo, el período no le llegaba. Al final, aquello llamó también la atención de Felicity; a fin de cuentas, ambas compartían un espacio muy reducido y no era posible ocultar nada a nadie.

Una mañana, mientras Elizabeth intentaba ponerse la camisa, su prima lo expresó en voz alta.

—Estás encinta —dijo con naturalidad.

Elizabeth se sobresaltó, pero no se atrevió a decir nada.

—Ya llevas dos faltas seguidas.

Felicity estaba sentada en un baúl y se peinaba los largos cabellos, bañados por la luz mortecina de la mañana que se colaba por el ventanuco del camarote. A pesar de aquella hora temprana, el calor ya resultaba sofocante, el aire era tan espeso que casi se podía cortar y la sensación de bochorno era muy desagradable.

Elizabeth se pasó la camisa por la cabeza para no tener que responder.

—¿Y de quién es? —quiso saber Felicity.

Los cordones del corpiño se enredaron entre los dedos temblorosos de Elizabeth.

—No sé de qué estás hablando. Quién si no Robert…

—¡Oh, vamos! ¡No seas ridícula! —la interrumpió Felicity—. Sé perfectamente cuándo ocurrió. A fin de cuentas, yo te ayudé a desnudarte después de la última excursión a caballo. Y vi cómo te bañabas en la tina. Lizzie, a mí no me engañas. Si incluso me imaginé lo que había ocurrido. Recuerda lo que me sucedió el año pasado.

Elizabeth tragó saliva. Felicity nunca le había contado lo que le había sucedido durante el asalto de los escoceses. Su padre solo le había dicho que esos hombres habían hecho «algo atroz» a Felicity. Las criadas habían cuchicheado algo acerca de una violación, pero a Elizabeth le había dado reparo molestar a Felicity con preguntas sobre los detalles, máxime cuando era evidente para todos que su prima no quería más que olvidarse de aquello. En vista de que, tanto física como psíquicamente, su apariencia era normal y saludable, y que estaba mucho más afectada por la pérdida de sus padres a manos de aquellos merodeadores, Elizabeth había llegado al convencimiento de que Felicity se había recuperado de aquella humillación y deshonra.

Sin embargo, cuando Elizabeth contempló a su prima delante de ella sentada en el baúl, cayó en la cuenta, con amargura, de que se había equivocado. Felicity estaba sudada y sucia, rodeada de mudas malolientes, flaca por la mala alimentación, con el pelo colgándole flácidamente y los pies desnudos y mugrientos, y aun así nada de eso podía apartar la atención de la furia intensa que se le reflejaba en los ojos. El recuerdo de lo que aquellos escoceses le habían hecho la afectaba sobremanera. Joven y sana como era, había superado rápidamente los efectos físicos, pero su alma había sufrido unas heridas de las que tal vez jamás lograría reponerse. El silencio se prolongó hasta que Elizabeth no pudo soportarlo.

—Nadie me violó, si es eso a lo que te refieres —dijo con cierto desánimo.

—Ya lo sé. ¡Que Dios me asista! Por desgracia conozco bien las señales y en ti no las vi.

Elizabeth se asustó al descubrir el dolor que se reflejaba en los ojos de su prima.

—Tú y yo nunca hemos hablado de lo que te pasó —dijo con tono vacilante—. Quiero decir, entonces, cuando tus padres… y tú… Mi padre me dijo que hablar de ello te haría sufrir inútilmente. Pero a menudo me he preguntado cómo… —Se detuvo, incapaz de seguir.

—Eran tres. Uno me cogió y me arrojó al suelo. Me forzó, y mientras lo hacía me sostenía la cabeza con las dos manos para obligarme a ver cómo el otro degollaba a mi madre y el tercero atravesaba a mi padre con la espada. Luego esos dos se me acercaron y me forzaron también, a la vez y simultáneamente con el primero. Con la sangre de mis padres y la mía chorreándoles aún, me hicieron cosas tan repulsivas que no hay palabras para contarlas. —Con voz vacilante Felicity prosiguió—. Al final, el dolor era tan tremendo que me desmayé. Cuando volví en mí habían desaparecido.

—¡Oh, Dios mío! —musitó Elizabeth—. No sabía que…

—No, claro que no. ¿Cómo podías? A fin de cuentas, tu padre no quería que yo hablara de ello. «Todo esto pasará», me dijo. Y añadió: «El rey no tiene la culpa, pequeña». Sostenía repetidamente que ese maldito cerdo Estuardo no había sido el responsable de que esas bandas de asesinos escoceses, que él había pagado, matasen a mi familia y me deshonrasen. Además me dijo: «No le cuentes esto a mi hija. Es una muchacha afable e inocente, a la que ya le está costando mucho asimilar la muerte de su querida madre y de sus hermanos». —Felicity adoptó una expresión reflexiva—. Por eso había que guardar silencio sobre lo que me había ocurrido.

De nuevo se abrió un silencio molesto entre las dos. El barco se mecía suavemente de un costado a otro, con una oscilación apenas perceptible y carente de rumbo en aquel océano sin viento.

—¿Estás… enfadada conmigo? —preguntó por fin Elizabeth, insegura.

Felicity negó con la cabeza, con un gesto de desmayo.

—No, por Dios, ¡contigo no! Sentí una ira tremenda contra tu padre, pero luego llegó un momento en que caí en la cuenta de que él no podía evitarlo. Él no era el responsable de mi pena. Fue ese maldito rey. Y, naturalmente, los escoceses. Pero, sobre todo, los tipos que nos hicieron todo eso a mis padres y a mí. No hay día en que no rece para que se consuman todos en el infierno. En fin… Cuando el rey llegó al patíbulo yo vertí lágrimas de agradecimiento. —Estuvo pensativa durante un instante y luego añadió con sinceridad—: Tu padre, Lizzie, se lo tenía bien merecido.

Elizabeth aún reflexionaba acerca del alcance de esas revelaciones cuando su prima retomó el tema original de la charla.

—En cuanto a tu estado, no tengo ni la menor duda. Pero no sé cómo ocurrió, mejor dicho, con quién. ¿Quién fue?

—¿A qué viene esto ahora? —le espetó Elizabeth. A continuación, con un tono más calmado, añadió—: ¿Y por qué no me lo preguntaste de inmediato cuando, según dices, resultaba tan evidente a tus ojos?

—No quería que algo se interpusiera en tu boda —respondió Felicity sin más—. Lo habría dado todo por dejar atrás Inglaterra. Me costaba mucho soportar la cercanía de tu padre. Seguramente con el tiempo todo habría ido mejor pues, como te he dicho, super ver que no era culpa suya; pero, a menudo, el buen juicio y los sentimientos siguen caminos opuestos. Mi deseo era marcharme lo más lejos posible, a poder ser al otro extremo del mundo. Así que me comporté como si todo fuera como se esperaba: la boda, la noche de bodas, la partida. Todo tenía que ocurrir como estaba planeado. Y así fue. —Volvió entonces la mirada a Elizabeth—. Fue aquel capitán, ¿verdad?

Elizabeth, atónita, clavó la mirada en su prima.

—Lizzie, vi tu cara cuando me contaste cómo te había salvado de la multitud. Además, también oí que preguntabas a tu padre acerca de él.

—¿Nos escuchaste a escondidas?

—La puerta estaba entreabierta. Lizzie, la verdad es que eres muy pícara. Me parece que tienes una debilidad trágica por las aventuras. —De repente, Felicity volvió a hablar en el tono animoso que hacía que mucha gente la tomara por superficial e inocente, por una chica a la que solo le interesaban los vestidos bonitos y todas las cosas inofensivas de las que todo el mundo creía que alegraban el corazón de cualquier mujer.

—Solo Dios sabe lo mucho que me reprocho ese tremendo error —dijo Elizabeth, angustiada.

Pero Felicity consiguió sorprenderla de nuevo.

—¡No tienes de qué avergonzarte! —respondió con vehemencia—. No, desde luego, por Robert. Conserva sin remordimientos el recuerdo de ese corsario en la medida en que sea para ti un recuerdo feliz.

Elizabeth se notó la sangre en las mejillas.

—Voy a tener un hijo y no sé quién es su padre. ¿Qué puede haber de feliz en eso?

—Mucho —repuso Felicity—. De hecho, eso hace que las posibilidades de que no sea de Robert sean bastante altas.

—¿Pretendes decirme algo sobre Robert? —quiso saber Elizabeth—. ¿Cosas como que, por ejemplo, de noche visita a las francesas?

—¡Oh! Así que ya lo sabes.

—No puedo decir que me alegre, pero agradezco que me deje tranquila.

Felicity volvió su atención a otras cuestiones que, no por carecer de un cariz tan serio, eran menos molestas. Levantó el dobladillo de su enagua y lo olió.

—¡Puag! Creo que no he sido cuidadosa al ir al retrete. Huelo igual que una cloaca. Recuérdame que pregunte al capitán Vandemeer si el cocinero podría calentar un caldero con agua de mar. Necesito lavar algunas cosas, aunque luego tengan una costra de sal. —Suspiró con fuerza y luego se olió el cabello—. ¡Qué daría yo por un baño caliente! —Dejó caer con resignación el mechón de pelo que acababa de oler—. Apesto. Niklas dice que después de un tiempo navegando, la peste ya no se nota. Según parece, acabas embotado. En mi caso todavía no he alcanzado ese punto. Seguramente llegaremos a nuestro destino antes de que yo logre perder el olfato.

Elizabeth estaba en las mismas. Desde la cubierta de popa había observado cómo los marineros se limpiaban para la misa del domingo. Delante del castillo de proa, se arrojaban agua de mar sobre el cuerpo y luego se frotaban los brazos y las piernas con corteza de tocino vieja. Aquel era un buen remedio contra la piel agrietada y, al parecer, también contra el intenso olor corporal. Muy pocos se tomaban la molestia de peinarse el pelo, que llevaban demasiado largo, afeitarse la barba enredada o cambiarse la ropa raída —de hecho, la mayoría no tenía siquiera otra muda—. Prácticamente todos eran nidos andantes de piojos y pulgas. A veces los marineros que sabían nadar se arrojaban completamente vestidos al agua desde el bote que habían arriado, sumergiéndose por completo para sacarse del cuerpo el sudor y la suciedad. Luego se encaramaban contentos al bote y se hacían con algún pez con el que enriquecían su exiguo menú.

Entretanto el Eindhoven seguía cabeceando en la calma chicha que reinaba desde hacía días, con el bote auxiliar en la estela, atado por una soga. Excepto cepillar a diario el suelo de madera, los marineros no tenían mucho que hacer. Algunos reparaban las velas y deshilachaban amarras, los artilleros hacían sus prácticas diarias y, bajo las órdenes del oficial de artillería, disparaban tiros potentes. Sin embargo, la mayor parte del tiempo los hombres permanecían ociosos, sentados al pie de los mástiles y las vergas desgastados. Jugaban a dados, a cartas, dormitaban o se peleaban entre sí, lo cual a veces terminaba en encontronazos sangrientos, por lo que entonces se mandaba azotar a los que habían participado. El chasquido de los latigazos y el grito sordo de los castigados se oía casi a diario procedente de la popa. En una ocasión un marinero murió por una cuchillada. En otra ocasión seis más fallecieron por enfermedad; según explicó el capitán, en este último caso fue por septicemia, tos persistente o una diarrea muy severa. El creciente calor parecía incrementar la mortalidad entre la tripulación; de hecho, ya solo en los últimos tres días cuatro muertos habían sido arrojados al mar.

Felicity se secó unas gotas de sudor que se le deslizaban por el escote.

—Niklas dice que se avecina una gran tempestad.

Con el transcurso de los días, cuando la joven se refería al capitán lo llamaba solo por su nombre de pila aunque, para su desgracia, todavía no había conseguido forjar una relación de mayor confianza con él. En una ocasión, según le había contado hacía poco a Elizabeth con los ojos brillantes, él la había rodeado con el brazo. En otra le había besado la mano y, lejos de detenerse ahí, le había llegado a acariciar las puntas de los dedos con los labios. Finalmente, otra vez, él había estado a punto de besarla. Felicity había llegado casi a sentir los labios de él en los suyos pero, en el último instante, el timonel se había entrometido con una pregunta total y absolutamente insignificante. Siempre había alguien que quería alguna cosa del capitán, incluso con aquella calma chicha, cuando no era preciso hacer ninguna maniobra ni ningún cálculo de rumbo.

—Niklas ha llegado a hablar de una tormenta monumental —prosiguió Felicity.

—Pero si el viento está totalmente en calma… —repuso Elizabeth, dubitativa—. ¿Cómo puede decir que es posible que se desate una tempestad?

—Niklas dice que es algo que la gente de mar nota en la sangre. Dice que es como si estuviera en el aire. Ese tipo de tormentas tropicales acostumbran a surgir como de la nada. El mar está completamente liso y en calma, y al rato sopla un viento que, en un momento, se convierte en huracán.

A Elizabeth le costaba creerlo. Llevaban varios días en un mar pesado y liso como un espejo, que se extendía hasta el horizonte. Desde entonces ni la más ligera brisa había llegado al Eindhoven.

Después de vestirse se dirigieron juntas a cubierta. En el cielo el sol ya no era tan intenso como en los días anteriores y, en efecto, corría de nuevo una brisa algo más fresca. Elizabeth inspiró profundamente mientras observaba cómo los marineros izaban las velas a la orden del capitán. El Eindhoven se puso en movimiento, primero con lentitud y luego fue ganando velocidad. Su avance era cada vez más rápido hasta que prácticamente parecía volar. La proa cortaba las crestas de las olas, y el casco bajaba, subía y crujía con el viento mientras la espuma se elevaba por todas partes.

Niklas Vandemeer se mantenía erguido en cubierta y no dejaba de dar órdenes. Se tomó un momento para acercarse a los pasajeros y les informó de que se estaba preparando algo y que sería bueno que todos afianzaran firmemente sus pertenencias en los camarotes. Robert y Harold Dunmore no vacilaron en seguir el consejo.

—De camino a Inglaterra también tuvimos una tempestad —contó Robert a Elizabeth—. Será mejor que tú y Felicity lo cerréis todo bien, porque cuando la marejada es fuerte no hay nada que quede a salvo del agua.

—¿Me estás diciendo que las olas se levantan hasta alcanzar incluso la cubierta de popa? —preguntó Elizabeth a su marido.

Robert asintió.

—Lo bañan todo y penetran por todos los rincones. A veces el oleaje es tan fuerte que hay que atarse a algo para no ser llevado por el agua. —Robert la cogió de la mano—. Pero tú no te preocupes que yo te protegeré.

La sonrisa de Robert era tan encantadora y tranquilizadora que Elizabeth, sin pensarlo, respondió a la leve presión de su mano. Durante las semanas anteriores lo había esquivado la mayor parte del tiempo, hasta que se había dado cuenta de que él no intentaba aproximarse del modo que a ella tanto le molestaba y repelía. Sin duda aquello era obra de Harold Dunmore, quien vigilaba con cien ojos que su hijo no volviera a forzarla. De todos modos, eso no le resultaba especialmente reconfortante. Tener motivos de peso para esquivar a su propio marido no auguraba nada bueno para el futuro, a lo que había que sumar el remordimiento que sentía por el paso en falso que había cometido con Duncan Haynes. El simple hecho de no saber de quién estaba embarazada la sumía en la desesperación.

Así las cosas, casi era un alivio para ella que por la noche Robert recurriera a los servicios de las francesas. Felicity había dicho una vez con cierto desdén que había hombres que, casados o no, estaban a merced de las más bajas pasiones y que aplacaban con regularidad esos deseos con prostitutas. De todos modos, acto seguido había subrayado que Niklas Vandemeer no se dejaba llevar por esas veleidades inmorales porque, aunque era un hombre hecho y derecho, era también demasiado atento y juicioso para ello.

Elizabeth no quería ni pensar qué significaba para su vida futura con Robert lo que su prima le contaba sobre los hombres e intentaba convencerse de que todo se arreglaría en cuanto se estableciera en Barbados.

En el curso de la mañana, el viento arreció. El barco se sacudía más, y al mediodía se reunieron en el camarote principal con el resto de los pasajeros y, sentados en los bancos que había contra la pared, comieron la habitual y escasa comida, consistente en lentejas, escabeche y bizcocho. El almuerzo se derramaba en las escudillas, y los pasajeros tenían que afianzar los pies y la espalda cuando se producían bandazos a fin de no deslizarse de un lado a otro por los bancos.

El viento se había convertido en un vendaval; las velas se agitaban y el casco crujía mientras el Eindhoven se precipitaba desde las crestas elevadas de las olas hasta las profundidades del valle siguiente.

El barco iba a toda vela. Niklas Vandemeer estaba de pie, inclinado sobre la gran mesa de los planos, mientras calculaba el rumbo con instrumentos náuticos. Explicó que debían aprovechar el viento en la medida en que fuera posible y afirmó que, en ocasiones, se podía esquivar la tormenta de ese modo, aunque no creía que aquel fuera el caso.

—¿Podría convertirse en un ouragan? —preguntó una de las francesas en su inglés balbuceante—. ¿En una de esas tempestades tropicales en las que incluso los grandes barcos pueden sucumbir? —Tenía la mirada aterrada.

—Bueno, no deberíamos pintar las cosas peor de lo que son. Un barco tan bueno como el Eindhoven no se hunde tan fácilmente, y un huracán no es algo que se dé a diario —aseveró Niklas. Sin embargo, la expresión grave de su cara restó credibilidad al tono tranquilizador de su voz.

Los comerciantes se miraron con preocupación.

—Deberíamos ir un momento a inspeccionar la carga —dijo el tío del capitán.

Rápidamente él y su socio se levantaron y abandonaron el camarote tambaleándose.

Elizabeth se asustó.

—¡Mi yegua! —Se incorporó de un salto—. ¡Tengo que ir enseguida a ver cómo está Pearl!

Harold Dunmore la asió del brazo con fuerza.

—Ya he recubierto con paja su cobertizo y le he colocado un cinturón en el vientre que la sostiene por los dos costados. No puede hacerse nada más.

Ella miró a su suegro, sorprendida ante tanta previsión.

—Muchas gracias —dijo con algo de torpeza.

Harold asintió sin decir nada y la soltó del brazo, vacilante. Por un instante el atisbo indeciso de una sonrisa pareció suavizarle la rudeza del rostro; sin embargo, a continuación volvió a sumirse en un silencio meditabundo.

La tempestad se desató más rápido de lo esperado. Apenas el grumete del camarote había retirado los platos sucios y los restos de comida, cuando Vandemeer se apresuró a ir al exterior y voceó la orden de acortar una parte de las velas. Elizabeth era incapaz de permanecer en el ambiente sofocante y asfixiante de aquel camarote. Se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—¿Adónde vas? —quiso saber Felicity.

—Voy a ver a Pearl.

—Vas a guardarte mucho de hacerlo —ordenó Harold Dunmore con voz imperiosa—. Ya te he dicho que he atado la yegua con un cinturón. Además, no deberías ir sola a la bodega de carga. Allí hay mucha chusma.

Elizabeth ya estaba junto a la puerta, firmemente decidida en su propósito.

—Seré precavida.

William Noringham se levantó al instante de su asiento.

—Yo os acompañaré.

Harold le dirigió una mirada furiosa.

—No necesitamos que ningún engreído se encargue de nosotros.

Dicho esto se levantó y, al hacerlo, agarró a William y lo sentó otra vez en el banco. El joven terrateniente frunció el ceño con indignación, pero no dijo nada.

Elizabeth siguió a Harold por la gran escalera que iba de la popa a la escotilla de carga. El viento soplaba con tanta fuerza que le sacudía las faldas. En lo alto, por encima de sus cabezas, la escandalosa tableteaba en el palo mayor, y una parte de la tripulación se había subido a los obenques para recogerla. Otros marineros se afanaban en afianzar con sogas adicionales la pinaza, que estaba atada en el centro del barco.

Harold entró primero en la bodega de la nave y precedió a Elizabeth enarbolando un fanal en alto mientras pasaban junto a las estancias pestilentes de la tripulación y los numerosos bultos y cajas de la carga hasta que llegaron a la bodega delantera, donde estaban los animales en sus compartimientos. Elizabeth se había reprochado más de una vez haber llevado consigo a Pearl. En aquella caseta estrecha la yegua estaba indefensa, a la merced de los bandazos de la embarcación, atrapada día y noche en aquel lugar pequeño carente de luz y sin la posibilidad de seguir su instinto natural que le pedía huir cuanto antes de allí. El animal levantó la cabeza con un resuello cuando Elizabeth se le aproximó. Tenía espuma seca en torno al belfo y en los ollares llevaba sangre adherida. Se había herido la boca con los maderos astillados de su cubículo. La piel no tenía mejor aspecto: estaba hirsuta, mate y roída por los parásitos. Pearl tenía la apariencia de un jamelgo viejo y venido a menos. Elizabeth tuvo ganas de echarse a llorar de rabia y preocupación. Entró en la caseta apretándose contra Pearl y tanteó en busca de la almohaza. Pero su suegro hizo valer su autoridad.

—Ahora ya la has visto. Puedes darte por satisfecha.

—Pero me gustaría…

—No —repuso él con vehemencia—. Iremos arriba. No me apetece quedarme en este agujero apestoso bandeándome de un lado a otro durante horas.

—Yo podría quedarme aquí sola cuidando de Pearl.

—No lo harás. Se espantará y podría hacerte daño con los cascos. Eso si antes no te degüellan esos tipejos salvajes y despiadados que hemos visto aquí abajo. Se arrojarían sobre ti en cuanto estuvieras sola. ¿Qué crees que les pasaría por la cabeza si te encontraran aquí? ¡Muchos llevan meses sin una mujer!

Elizabeth se estremeció, aunque solo en parte, por el tono imperioso de él. Le acudió a la mente el recuerdo sangriento de lo que había sufrido su prima. Ciertamente, no tenía suficiente imaginación para hacerse una idea exacta de aquello; aun así, el relato de Felicity le había quedado tan grabado que prácticamente le pareció oler el peligro que Harold le había sugerido. Él la asió por el brazo.

—Vamos, querida.

El barco, como queriendo subrayar esas palabras, se ladeó con un crujido tras ser alcanzado directamente por una ráfaga poderosa. Pearl relinchó, asustada, al ver que perdía el equilibrio, pero las cinchas que la sostenían impidieron que resbalara a un lado. Harold cerró la puerta de la zona vallada y subió a cubierta arrastrando tras de sí a Elizabeth. Como el oleaje arreciaba, tenían que agarrarse a la barandilla de la escalera, pero eso no impidió que sufriesen sacudidas a uno y otro lado. Llegaron a la cubierta superior con muchas dificultades. El viento había alcanzado ya la fuerza de un huracán. Barría con ímpetu la superficie del barco y le pegaba a Elizabeth el cabello a la cara. La falda se le agitaba con las ráfagas con tal fuerza que casi se las arrancaba. Harold la asía con firmeza por el brazo y la aupó a la cubierta de popa. Tras dar unos cuantos pasos ella se soltó.

—¡Estoy bien, gracias!

La galerna le arrancó las palabras de los labios, pero no la desconcertó. Agarrándose con las dos manos, siguió a su suegro, también zarandeado por el ímpetu del viento, de vuelta al camarote principal.

—¡Me voy a mi cuarto! —gritó Harold para hacerse oír por encima del temporal.

Elizabeth asintió. Quiso darle las gracias, pero él ya se había dado la vuelta sin decir nada y subía la escalera que llevaba a su refugio.

En lugar de regresar al camarote principal, la joven se detuvo en la cubierta cortada. Se agarró a un saliente del cabrestante y dejó que el cabello se le agitara ante la cara. El aire, a causa del viento, era fresco y frío, y sabía a sal y a lluvia. El piloto del barco estaba junto al timón, con el rostro desfigurado por culpa del esfuerzo. Elizabeth observó que el timonel estaba atado con unas sogas por los dos lados. Al verlo se estremeció porque aquello no auguraba nada bueno para las próximas horas; sin embargo, a la vez se sintió presa de una excitación intensa y desconocida para ella. Le sobrevino una incontrolable sensación de libertad. A su alrededor, el mundo se le abría en una inmensidad ilimitada y tempestuosa y, procedentes de la línea del horizonte, se acercaban unos gigantes embravecidos e indómitos, que se elevaban como colosos espumeantes en torno al Eindhoven, como si fueran a engullirlo en cualquier momento.

Niklas Vandemeer, de pie en el alcázar, gritaba órdenes que el contramaestre trasladaba a voces a la tripulación ayudado por su penetrante silbato. Los marineros recogían algunas velas más y afianzaban las otras en los cabilleros. El Eindhoven avanzaba a toda velocidad por aquel valle de olas, y la proa se deslizaba en las aguas revueltas de forma tan pronunciada que Elizabeth tuvo que agarrarse con todas sus fuerzas para no resbalar por cubierta.

Había empezado a llover; chorros de agua procedentes de todas partes se desplomaban sin piedad. Una poderosa ráfaga arremetió por un costado y levantó una cortina impenetrable de lluvia encima de la cubierta, convirtiéndola en una pista deslizante tan lisa como mortal. Una ola gigantesca, mayor que las anteriores, se desplomó sobre la barandilla e inundó la cubierta cortada. Elizabeth permaneció inmóvil un instante con las aguas revueltas a la altura de las rodillas; luego inspiró y profirió un grito, más de sorpresa que de miedo. Las manos le temblaban a causa de la fuerza con que se sujetaba a la barra del cabrestante.

—¡Será mejor que entréis, milady! —gritó el timonel mirándola por encima del hombro.

Sin embargo, ella se sentía totalmente fascinada ante aquel espectáculo de la naturaleza y el mar embravecido. Absorta contempló las tremendas crestas de las olas, que casi doblaban en altura al barco y que, con cada embate, elevaban el navío como si fuera una cáscara de nuez, haciéndolo girar como a un juguete. El palo de trinquete se inclinó entre crujidos de protesta; Vandemeer voceó más órdenes. También él estaba atado con una soga en torno a la cintura.

El cielo tenía un color extraño e inusitado pues relucía en una mezcla de rojo intenso y verde. Y también en verde destelló el gigante veloz y enfurecido que se elevó de pronto del mar y se arrojó ávido contra el Eindhoven con las fauces abiertas y los dientes de espuma.

Elizabeth se apresuró con unas zancadas hasta el camarote principal. En cuanto hubo cerrado la puerta tras de sí el poderoso golpe de mar arremetió con un estallido contra la superestructura del barco. La nave se balanceó con fuerza, y Elizabeth cayó al suelo y atravesó resbalando la estancia, de un lado a otro, incapaz de asirse a nada. Mientras buscaba desesperadamente algo firme a lo que agarrarse, oyó gritar a las francesas. Los hombres renegaron y uno de ellos farfulló una oración. Un estrépito, cuya intensidad amortiguó el fragor del huracán, llenó el aire. Se oyó a continuación un chirrido semejante al de un ser agonizante, al que siguió el retumbo de una ruptura.

—¡Dios mío! ¿Qué ha sido eso? —exclamó Felicity.

El barco escoró a tal punto que el costado pasó a convertirse en suelo, sobre el cual todos fueron a parar rodando o precipitándose. Una de las francesas cayó con un grito sobre Elizabeth, quien seguía intentando, entre gemidos, hallar algo a lo que agarrarse. La puerta del camarote crujió con la presión de la ola siguiente y una avalancha de agua, que bajo la luz del fanal colgado en el techo brillaba en color gris verdoso, se abrió paso en la estancia, envolviendo a las personas, volteándolas y confundiéndolas hasta que ya no supieron dónde estaban el suelo y el techo. Las extremidades se trababan y retorcían unas con otras; los cuerpos chocaban entre sí mientras todos luchaban por mantener de algún modo la cabeza por encima del agua y respirar.

«¡Cortad las sogas! ¡Cortad las sogas!». Los gritos del capitán atronaban por encima del bramido de la tempestad. «¡Hachas, aquí!».

El fanal se apagó con un silbido mientras el agua se retiraba. Aun así lograron ver lo ocurrido a través de la puerta, que se había salido de los goznes. El palo mayor se había roto, había caído a un lado y colgaba de las bogas, amenazando con arrastrar a las ávidas profundidades el barco, que giraba como una peonza, y a las personas que había en él.