23

Harold Dunmore estaba en Summer Hill, de pie a la sombra de la caña bamboleante de azúcar que crecía en largas hileras rectas hasta donde alcanzaba la vista. Un calor sofocante se cernía sobre los campos, y el crujido de las palmas altas y gráciles parecía la respiración de un ser formidable que gemía y se agitaba con cada ráfaga de aire. Algo más lejos de allí los esclavos trabajaban; en posición inclinada, blandían los machetes recolectando rítmicamente una caña tras otra, cortándolas siempre a una distancia del suelo que permitiera a la nueva brotar pronto para la cosecha siguiente.

Harold adoraba el olor y los sonidos del campo de caña de azúcar. Con frecuencia se pasaba todo el día al aire libre, ayudando en las labores, y se enorgullecía de recolectar tanto como los esclavos fuertes. Evidentemente, no cortaba tanto como los mejores, pues ya no era joven. Sin embargo, tenía aguante y, si se empeñaba, podía mantener el nivel de la mayoría, sobre todo de ese maldito grupo de irlandeses que, siempre que podían, si les era posible, eludían el trabajo en el campo. Los negros eran sin duda los mejores. Mientras que, por lo general, los trabajadores irlandeses sometidos a contrato caían como moscas durante el primer año de prestación de servicio, los negros soportaban sin problemas las inclemencias del clima; de ahí que se sintiera muy satisfecho de haber adquirido en la última subasta diez ejemplares realmente fantásticos. Los precios eran desorbitados, pero todos valían el dinero que Harold había pagado.

Examinó a los esclavos de William Noringham. Todos estaban bien alimentados, pero avanzaban con demasiada lentitud. ¿Para qué trabajar más rápido si no había nadie detrás con un látigo? Como no podía ser de otro modo, en Summer Hill había un capataz, pero estaba gordo y era un blandengue, y prefería pasar el rato con su puta negra en su cabaña de troncos o tocar con su flauta canciones para sus pequeños mestizos. Aquel sonsonete gravitaba por encima del campo y distraía del trabajo a los negros. Algunos incluso se salían de la hilera y brincaban entre risas al ritmo de la música. Sin darse cuenta, la mano de Harold agarró la empuñadura de su látigo. Luego aflojó los dedos, vacilante: aquella no era su propiedad.

Ocioso, siguió paseando hasta el molino de azúcar que tanto envidiaba a Noringham. Apenas hacía cinco años que compartían una prensa con otros terratenientes, pero entonces Noringham adquirió el primer molino propio. Inevitablemente, Harold había tenido que hacer lo mismo: él no podía contentarse con menos. Y ahora el muy hijo de puta había tenido que poner en marcha un nuevo aparato de molienda. La prensa que había en el cobertizo con el techo de paja era completamente nueva; hacía unos días tan solo que había sido puesta en marcha y era evidente que extraía de la caña el doble de azúcar que la de Rainbow Falls. Los dientes de las ruedas de los rodillos denotaban una mayor precisión, y la simetría con que la gran barra cilíndrica central giraba sobre sí misma convertía el prensado casi en un juego de niños. De hecho, los dos animales de tiro atados a los travesaños que sobresalían no tenían que hacer tanto esfuerzo como los de Rainbow Falls, donde la prensa se atrancaba al menor contratiempo, ya fuera porque había entrado demasiado azúcar en la presa o porque uno de los animales de tiro, en su terquedad, se había quedado quieto, o porque los malditos rodillos se salían de sus alojamientos.

Harold contempló el oro líquido que fluía por el conducto e iba de la presa a la caldera de hervor. La fuente de riqueza de la isla. Observó cómo el flujo constante de azúcar se mezclaba con carbonato potásico en un caldero antes de que el zumo fuera cocido en uno de cobre y se retiraran todas las partes de la planta que habían quedado. El líquido se cocía varias veces en otros calderos y se continuaba limpiando hasta que, al final, se llenaban unas artesas de madera de forma cónica y se almacenaba hasta solidificarse. En el nuevo horno de ladrillo el calor era tremendo, quitaba la respiración y hacía brotar el sudor de todos los poros. A Harold eso no le molestaba, estaba acostumbrado. Nada más llegar ya se había quitado el chaleco. Con volver a ponérselo luego, para la asamblea, sería suficiente.

En el cobertizo dedicado al refinado, que constaba solo de unos montantes y un tejado de paja y que estaba abierto por todos los lados, trabajaba media docena de negros. Un esclavo viejo y manco supervisaba la cocción en la caldera. Harold sabía que Noringham, igual que él, elegía a su capataz de refinado entre los negros con más experiencia y que llevaban muchos años en servicio. Noringham siempre actuaba como si quisiera lo mejor para sus esclavos pero, en cuestiones de negocios, era de todo menos un pobre corderito ajeno al mundo.

Harold permaneció un buen rato observando a los operarios, calculó con mirada experta la producción de azúcar, hizo comparaciones y llegó a la conclusión de que él también necesitaba un nuevo molino de azúcar. No podría evitar regatear otra vez con Duncan Haynes porque, cuando se trataba de encargos especiales y caros, los holandeses no eran de fiar. En cambio, Duncan Haynes —así el diablo se llevase su alma negra— sacaría los rodillos de algún sitio, aunque tuviera que encargar que los fabricaran. Eso, evidentemente, a cambio de tanto dinero que debería ser colgado por usurero. Harold lanzó una última mirada amarga al dispositivo de molienda y, tras dar la espalda a la zona de refinado, regresó a la mansión.

Frente a una de las cabañas de esclavos había unos cuantos niños jugando: esa era una estampa poco habitual. Cuando entre ellos había mujeres suficientes, los negros se multiplicaban con regularidad, pero la mayoría de las criaturas morían al poco de nacer. Como inversión de capital no servían de nada. Harold siguió su paseo; sin embargo, al cabo de unos minutos se quedó paralizado, como clavado en el suelo.

Una mujer joven tendía unas prendas mojadas y andrajosas en una cuerda que pendía entre dos palmeras. Iba vestida como los demás esclavos, esto es, con un vestido de algodón blanquecino y sin forma, como un saco que le llegaba por encima de las rodillas y con orificios para la cabeza y los brazos. Llevaba el cabello recogido en la nuca, pero aun así era evidente que no lo tenía crespo como los negros sino ligeramente ondulado. Su piel tenía el color de la canela. Era una mulata, una de las pocas hijas de esclavos nacidas en la isla que habían alcanzado la edad adulta. Harold la había visto en alguna ocasión en Bridgetown, acompañando a Anne Noringham y acarreándole las compras. Por lo demás, trabajaba en la casa de los Noringham. En una ocasión él se le había acercado para ver si era más blanca que negra, pero ni siquiera tras mirarla durante mucho rato atentamente había podido sacar una conclusión al respecto. En ella se mezclaban los colores de las dos razas. Sabía que se llamaba Celia, porque Anne la había llamado por ese nombre. Posiblemente aquel día había sido desterrada a la zona de los esclavos para que no atrajera las miradas lascivas de algún hijo de terrateniente. Al pensar en Robert, Harold torció el gesto con aflicción. Lo ocurrido en la noche de su aniversario todavía lo corroía por dentro como un ácido.

Sin pensarlo, se aproximó a la muchacha. Ella lo oyó y se volvió.

—Señor.

Cabizbaja y con la mirada dirigida hacia el suelo, le hizo una reverencia respetuosa.

—Hoy te quedarás por aquí —dijo él, en un tono que era más una orden que un comentario.

Ella asintió sin decir nada.

—Si mi hijo se acercase por aquí…

Mientras él buscaba las palabras con que terminar su frase, ella se apresuró a decir:

—Me quedaré en la cabaña. Así no me verá.

Él agarró el látigo y, esa vez, lo sacó y lo chasqueó. Hizo restallar la cuerda de piel de búfalo cerca de los ojos de ella.

—Si se te acerca, te cortaré la cara a trizas.

Ella dio un respingo, como tuviera delante una serpiente a punto de atacarla.

—Me cuidaré de él, señor. ¡Lo juro por Dios!

—Si te toca y tú se lo consientes, te mataré.

Celia se limitó a asentir. Su rostro se había convertido en una máscara de terror.

Harold se dio la vuelta, la dejó allí y prosiguió su camino hacia la mansión. Apenas se había vuelto por completo, y ya tuvo que esforzarse en no pensar en ella. Por clara que tuviera la piel, era solo una negra.

Se frotó el muslo izquierdo, que le dolía un poco. A veces, cuando permanecía mucho rato de pie, aún se resentía de las consecuencias de la rotura de huesos que había sufrido en el Eindhoven. Se apretó con los dedos la zona que, a pesar del dolor que se agazapaba debajo, parecía extrañamente entumecida, como si no formara parte de su cuerpo. Mientras avanzaba, reflexionó sobre la inminente asamblea. Había mucho en juego. Tal vez todo lo que él había conseguido en la isla. Recordó los inicios, los años sombríos de Londres, donde había vivido hasta los diecisiete años con su madre, una prostituta que había enloquecido a causa de la bebida y que había ido pudriéndose poco a poco a consecuencia de la sífilis. Aún se preguntaba por qué había esperado a que ella muriera por su cuenta, porque su hedor, sus lamentos de borracha y los gritos que profería en su delirio habrían podido volver loco incluso a un hombre más fuerte que él.

En aquella época él trabajaba como mozo para un comerciante de tabaco anciano y solitario; también había ayudado en el kontor[2] y, al hacerlo, había aprendido todo lo que podía saberse sobre el negocio del tabaco. Finalmente, por encargo del comerciante, partió en velero como miembro de una expedición a Barbados, pues entonces se decía que allí podían abrirse nuevos y lucrativos terrenos para el cultivo del tabaco. Él exploró la isla junto con otros comerciantes aventurados. El suelo estaba cubierto de jungla espesa y, por consiguiente, era fértil, y el clima húmedo y cálido era ideal para el tabaco. Además, no había aborígenes que pudieran disputársela: Barbados no estaba habitada. Cuando regresó a Londres con la buena noticia, el comerciante había muerto a causa de una fiebre intermitente. El kontor estaba cerrado y las existencias del almacén se habían vendido. Sin embargo, Harold era el único que sabía de las reservas de oro que el comerciante tenía escondidas, las cuales, en opinión de él, le correspondían. A fin de cuentas, él proseguía con la obra de aquel hombre y en este sentido lo tenía todo dispuesto para ello. Tres días más tarde murió la madre de Harold, como si, al menos al final de su vida, ella hubiera querido hacerle un regalo. Al cabo de una semana partió con su oro en el siguiente barco hacia el Caribe.

El consorcio de comerciantes a los que el rey había cedido los derechos de aprovechamiento de la isla estaba formado por un par de docenas de pioneros intrépidos que consideraban a Harold como uno más de ellos. Juntos drenaron los territorios pantanosos; ayudados por un par de docenas de trabajadores sometidos a contrato y esclavos erigieron una serie de cabañas y un puerto fortificado; y convirtieron la jungla de la isla en superficies de cultivo aptas para el tabaco, el índigo y el algodón. Trabajaron noche y día, tomaron posesión cada uno de un prometedor pedazo de tierra y lo cultivaron hasta que, tras unos largos y penosos meses, las primeras cosechas les compensaron al menos una parte de sus gastos.

De todo aquello habían transcurrido ya más de veinte años, y con el paso del tiempo a la mayoría de los terratenientes las cosas no les había ido especialmente bien. Muchos habían muerto, y Harold había ido comprando sus tierras, siempre y cuando estas lindaran con la suya. Martha era la viuda de uno de esos terratenientes; al casarse con ella se había anexado gratuitamente un gran pedazo de tierra. Sin embargo, había habido momentos muy malos, de trabajo duro, en que habían sufrido hambre, miseria y malas cosechas. Algunos de los primeros colonos habían abandonado y habían regresado a Inglaterra por el bien de sus familias. Otros al menos se lo habían planteado. Harold no fue una excepción: Martha había insistido mucho y le había suplicado de forma lastimera que la llevara de vuelta, en sus palabras, «a su patria, a Inglaterra». Pero él había resistido.

La evolución siguiente fue inevitable. Visto en perspectiva, a veces incluso a Harold le parecía que la caña de azúcar había pasado a ser el cultivo principal de Barbados de la noche a la mañana; en realidad, el proceso hasta obtener la primera cosecha de azúcar mascabado aprovechable y digna de mención requirió varios años. En la actualidad él, junto con Noringham, era el terrateniente más rico y poderoso de la isla. Se sentía orgulloso de lo que había conseguido y mataría a cualquiera que intentara arrebatárselo. Había otros que pensaban igual que él. Todos habían trabajado muy duro para tener que abandonar ahora lo conseguido con tantos esfuerzos. Había llegado el momento de preparar la isla para la lucha. Ese día, en la asamblea, hablarían de ello.

Su boca había adoptado ya una mueca feroz cuando llegó al camino que había detrás del último campo de caña de azúcar y se abrió ante él la visión de la gran mansión señorial de los Noringham. Era un edificio amplio, con dos alas más cortas y orientadas hacia tierra. La gran galería exterior en la parte delantera daba al mar. Las columnas, que soportaban el colgadizo, eran de estilo dórico, casi como uno de esos templos griegos que él había visto en cuadros. Los muros del edificio estaban encalados en un blanco tan intenso que deslumbraba cuando el sol incidía directamente sobre ellos. La mansión, desde luego, era grande y hermosa, pero no tenía ni punto de comparación con Dunmore Hall.

Cerca de la casa vio a lady Harriet Noringham, cortando ramas floridas de un árbol, seguramente para hacer un centro de mesa. A ella le encantaban los arreglos florales. De nuevo la mano de Harold se tensó mientras se esforzaba en resistir y no asir la empuñadura del látigo. Era un acto reflejo: le resultaba imposible evitarlo. Se preguntó por un instante si los demás se habían dado cuenta de eso y, si era así, qué pensaban de ello. Sin embargo, con una llamarada de orgullo, se dijo entonces que no le afectaba. ¿Desde cuándo le había importado lo que otros pensaran de él? Era consciente de que nadie le tenía aprecio. ¿Y quién lo necesitaba? Había otros modos mejores de ejercer poder sobre las personas. Una o dos veces en la vida, de joven, había sucumbido al error de creerse capaz de experimentar y dar amor, pero la vida ya se había encargado de remediarlo.

Lady Harriet, constató Harold, había envejecido. De forma fría y desapasionada, eso le causó satisfacción. La vida en la isla no la había tratado especialmente bien. En otros tiempos había sido delgada, pero ahora se la veía esquelética; debajo del vestido de seda se adivinaban unos pechos lamentablemente planos, y la clavícula que se apreciaba en el escote era todo hueso. Tenía el cabello completamente gris. En cambio el rostro, de una palidez primorosamente cuidada, parecía carecer de edad, y eso era algo que tenía admirado a Harold, porque las arrugas en torno a sus ojos y a la comisura de sus labios eran muy notorias. Mientras cavilaba sobre esa extraña contradicción, ella se volvió con una sonrisa hacia la casa y gritó algo que él no oyó. Harold siguió la mirada de Harriet, y vio que Anne y Elizabeth acababan de salir a la galería. Su nuera llevaba ya varios días en Summer Hill, supuestamente para ayudar a Anne con los preparativos de su fiesta de compromiso; sin embargo, Harold era consciente de que ella simplemente había aprovechado la ocasión para alejarse de Bridgetown y, sobre todo, de Dunmore Hall. De hecho, incluso había dejado el pequeño al cuidado del ama de cría, algo que no acostumbraba a hacer. La muerte de su padre y el incidente nocturno de dos semanas atrás la habían afectado profundamente. Durante unos días ni siquiera había sido capaz de abandonar su dormitorio. Harold se prohibió pensar más en ella porque eso, a su vez, le hacía pensar de nuevo en Robert, y eso era más de lo que podía soportar en ese momento. En lugar de ello, se sacó el reloj de bolsillo. Constató con alivio que había llegado el momento. Como para confirmarlo, en ese instante apareció un negro con una campana. «¡Los terratenientes libres de Barbados son llamados a la Asamblea! ¡La Asamblea va a comenzar!». Harold guardó el reloj en su funda y se encaminó hacia la casa.