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Akin había esperado hasta la llegada de la oscuridad. Los tambores le habían indicado el camino que podía tomar sin ser descubierto, le habían advertido dónde tenía que vigilar y dónde se encontraban los perros y los hombres armados. Se había marchado solo porque era más fácil ocultarse y llamaba menos la atención. Dos de los otros fugados, Ian y Dapo, ya estaban en la ciudad. Ellos le habían precedido y se encontrarían con él más tarde.
Al pasar cerca de las plantaciones, Akin iba con especial precaución. Allí se movía como si fuera un esclavo cansado, con el cuerpo inclinado y arrastrando los pies, algo que a poca distancia no llamaba la atención. En cuanto llegaba al bosque, avanzaba a la carrera. Corría rápido y con ligereza, sin detenerse. Al acercarse a Bridgetown, volvió a ser muy prudente y se mantuvo en las zonas oscuras, asegurándose a cada paso de que, si alguien aparecía, él podía ocultarse de inmediato detrás de árboles o arbustos. Llevaba una camisa de color gris humo que le llegaba hasta las rodillas y unos pantalones cortos del mismo color, y así podía pasar desapercibido en la oscuridad. Portaba en el cinto dos machetes y dos pistolas, que quedaban ocultos por la camisa que le colgaba de forma holgada. Se deslizó sigilosamente desde el carro detrás del cual había buscado cobijo hasta el muro posterior de la cárcel. El edificio se encontraba a unos cuatrocientos metros tierra adentro, alejado del resto de las construcciones de la guarnición: era una casucha de ladrillo deslucida, baja y sin ventanas. Ian, el irlandés, había estudiado durante el día todo el entorno. Disfrazado con un gran sombrero de paja y un saco de judías a la espalda, había observado cuándo se producía el cambio de guardia, cuántos hombres hacían el turno de noche, a qué hora hacían las rondas, cómo iban armados y, sobre todo, quién estaba destinado a vigilar la cárcel.
Akin sabía que los vigilantes se emborrachaban, jugaban a dados, fumaban y prestaban muy poca atención a la vigilancia de los presos de día y, menos aún, de noche. Quizá eso fuera porque, excepto la mulata, no había nadie encarcelado. Tres días atrás habían ocupado las celdas media docena de marineros después de una pelea tremenda, pero ya habían sido puestos en libertad. Hacía dos días había estado en prisión un maleante, que terminó por colgarse en su celda. Los dos ladrones que habían permanecido semanas entre rejas habían logrado escapar el día anterior de un modo milagroso. Lo mismo que una prostituta callejera, que había robado a un cliente y había compartido la celda durante dos días con Celia. El irlandés había descubierto que los vigilantes eran sobornables.
Akin estaba convencido de que lord Noringham había intentado pagar el rescate de Celia. Sin embargo, en su caso, los vigilantes no se atrevían a soltarla, ni siquiera a cambio de mucho dinero. Era una esclava y había matado a un hombre blanco, el hijo de uno de los señores más poderosos de Barbados. Ya se había fijado el día de su ejecución: estaba prevista en dos días. Un par de carpinteros ya habían empezado a reparar el patíbulo que había ante el edificio de la guarnición. El travesaño estaba carcomido y durante la noche se había roto.
Oyó entonces detrás de él, en diagonal, un trino como de pájaro sonando en la oscuridad. No podía ser otro más que el irlandés, que era demasiado tonto para darse cuenta de que ese tipo de pájaros únicamente cantaban por la mañana. Faltaba solo la señal de Dapo, el tercer hombre. Pero antes de advertirla, Akin oyó el grito de Celia. Sin vacilar, y ajeno a la gente que pudiera verlo, se puso en pie, corrió hacia la puerta del edificio y la abrió de golpe. La antecámara estaba vacía. Sobre la mesa había unas cartas desgastadas junto a una botella de ron y una tabla grasienta con restos de comida. Dobló a toda prisa la esquina y entró en el pasillo en el cual estaban las celdas con sus barrotes. La primera estaba vacía; la segunda, también. En la tercera, un hombre rechoncho tenía hincada la rodilla sobre Celia mientras otro le apretaba algo contra la cara.
El hombre que sostenía a Celia levantó la vista y vio a Akin.
—Maldi… —Su exclamación terminó en un borboteo húmedo y la cabeza se le fue hacia atrás. El machete de Akin le había separado el cuello hasta la médula espinal. El cuerpo, proyectando chorros de sangre, se desplomó en el suelo de la celda.
El otro vigilante, que había recibido el impacto del otro machete de Akin, tenía la vista clavada con horror en el muñón sangrante de su brazo; entonces el machete volvió a hendir el aire y el vigilante tuvo el mismo final que su compañero. Mientras el hombre caía también con la cabeza casi despegada del cuerpo, Akin se metió de nuevo los machetes en el cinto, asió a Celia, la tomó entre sus brazos y volvió sobre sus pasos. Ian y Dapo aparecieron y cubrieron la retirada con las pistolas cargadas y a punto para disparar.
Habían contado con una mayor resistencia, incluso con un tiroteo. Sin embargo, nadie se interpuso en su camino. Los demás miembros de la guardia de la guarnición estaban en el edificio principal y en las barracas de descanso, o bien estaban haciendo la ronda. Como máximo había en total media docena de hombres de guardia. Los demás dormían exhaustos, puesto que hacía varios días que se entrenaban de sol a sol esperando la flota de guerra inglesa. Eso, sin embargo, no significó que los fugados no fueran descubiertos: una anciana dobló una esquina con un fanal y escudriñó la oscuridad con la mirada borrosa al advertir su presencia.
—Jamie, ¿eres tú? —preguntó—. ¿Has vuelto a ir de putas?
—No soy Jamie —dijo Ian en tono de disculpa mientras intercambiaba miradas de pánico con Dapo.
La mujer se limitó a murmurar algo para sí y siguió su camino sin más.
Lo habían conseguido. Tras dejar a su espalda los aledaños de la ciudad, emprendieron el camino hacia el norte, en dirección a las colinas del interior. Cuando estuvieron a una distancia segura se detuvieron. Ian encendió la lámpara que llevaba y Akin se sentó en cuclillas con Celia en brazos. La muchacha había vuelto en sí y gemía en voz baja.
—¿Puedes andar? —le preguntó él.
Ella asintió de inmediato y quiso ponerse en pie, pero se desplomó, exánime. Entonces Akin reparó en la sangre que le caía por las piernas desnudas. Aunque ella se había ensuciado con la sangre de los guardianes, esa era más reciente.
—Estás herida —dijo levantándole el vestido y buscando la herida. Al darse cuenta de que la sangre le caía de entre las piernas, renegó.
—¿Qué ocurre? —Ian se acercó. Su rostro juvenil y pecoso dibujó una expresión de preocupación—. ¿La han herido? —Vio la sangre y tragó saliva—. Mmm, ¿esto no es…? Bueno… es el período, ¿verdad?
—Ha sido un aborto —dijo Celia con voz débil.
—Oh, maldita sea. Lo siento. No tenía ni idea de… —Se calló, impresionado.
—¿Esos hombres te han deshonrado? —preguntó Akin—. ¿Y has abortado por su culpa?
Celia asintió sin decir nada.
Akin echó la cabeza hacia atrás, con la cara orientada hacia la luna, casi llena, como una enorme moneda pálida de plata suspendida sobre las colinas. Se inclinó entonces sobre Celia y apoyó la frente en la suya. Ella levantó la mano y le acarició el cabello.
—Sobreviviré —dijo—. Podremos tener más hijos. Cuando seamos libres.
—Van a pagar por ello —le prometió Akin. De pronto el tono de su voz se reveló extrañamente tranquilo—. Morirán todos.
Akin la tomó con delicadeza entre sus brazos y se puso en pie. Ian marchó delante iluminando el camino con la lámpara. Dapo se mantuvo a su lado, con el arma dispuesta para disparar. Prosiguieron a paso rápido hasta dejar atrás los primeros campos de caña de azúcar. En el borde de uno de ellos, Ian provocó un incendio para que ningún perro rastreador pudiera seguirles la pista. Cuando las llamas se levantaron hacia el cielo, y los esclavos y los trabajadores salieron dando voces de sus cabañas cercanas, la noche ya había engullido a los fugados hacía un buen rato.
La huida de la mulata y los cadáveres de los guardianes no se descubrieron hasta el amanecer, ya que otro acontecimiento desvió la atención de todos.
Bajo la luz rosácea con que la inminente salida del sol había teñido el horizonte asomó una hilera de veleros. El vigía del puesto de observación situado en el extremo norte de la isla fue el primero en distinguirlos. Escrutó nervioso a través del catalejo y al final logró identificar sin duda alguna a los barcos como los de la esperada división naval inglesa. Al momento comunicó la noticia al comandante del puesto de guardia, el cual, a su vez, advirtió a los demás bastiones de la isla con disparos de cañón. Al instante, los adormecidos soldados de la guarnición de Bridgetown se apresuraron fuera de sus barracas y se agruparon en la plaza que había frente a la residencia del gobernador para la llamada de formación. Jeremy Winston salió de su casa en camisa de dormir, con aspecto trasnochado y desgreñado, con el pelo, como paja, apuntando en todas las direcciones. Llevaba una daga en la mano y, aturdido, buscaba con la vista a parlamentarios con ansias conquistadoras. Su adjunto tuvo que convencerle de que la flota inglesa apenas había asomado en el horizonte y que faltaba al menos una hora para que llegara a tierra.
George Penn se presentó con un saludo ante él y le dio el parte. Llevaba la guerrera con la que había luchado también en la batalla de Marston Moor y sobre ella, un engendro ennegrecido por la pólvora consistente en una coraza de cuero y, por si fuera poco, un casco de metal, posiblemente pulido por él mismo porque brillaba tanto con la luz del sol que el gobernador, deslumbrado, tuvo que apartarse.
A su lado Penn llevaba a los hombres que había reclutado con vistas al conflicto en ciernes y que durante las últimas semanas habían estado acuartelados en las barracas de la guarnición. Había entre ellos muchos trabajadores libres, varios cientos de trabajadores sometidos a contrato que los terratenientes habían cedido, algunos hijos de los hacendados y una caterva de tipos de aspecto dudoso del muelle que acostumbraban a ganarse la vida de un modo en el cual el gobernador prefería no pensar. Aunque con ellos se incrementaba la tropa en número, la aportación de esos hombres no podía considerarse enriquecedora, más bien al contrario. Desde hacía días Jeremy Winston sentía un temor creciente por el gasto de todo aquello y ya había anunciado que recaudaría una tasa extraordinaria a todos los terratenientes libres para poder cubrir esos enormes gastos adicionales.
En cambio, era evidente que a George Penn esas cuestiones no le inquietaban. Se sentía totalmente en su elemento y sudaba por todos los poros; sin embargo, él, como siempre, soportaba con valentía la prueba a la que lo sometía el clima de la isla. La tropa que Penn había desplegado iba armada de forma dispar: unos con picas, pistolas y mosquetones; y otros con sables, petos y arcos largos. El equipo de protección era igualmente heterogéneo. Había corazas de cuero o metálicas, cascos redondos, borgoñotas e incluso una armadura roja, como las que en su tiempo habían llevado los London Lobsters bajo las órdenes de sir Haselrig. Muchos tenían simplemente el aspecto de lo que eran: granujas zarrapastrosos.
El gobernador fue presa de un leve espanto al observar aquella tropa confusa. En ella los realistas marchaban codo con codo con los partidarios de Cromwell; se trataba, de hecho, de gente que en tierras inglesas se habrían molido a golpes, pero que en Barbados tenían en común un patriotismo nuevo. Y su incompetencia también. El gobernador pidió a su adjunto —que no era otro que Eugene, el inútil de su sobrino, al que llevaba años teniendo que alimentar en su casa— que le alcanzara el catalejo y escrutó el horizonte hasta que tuvo en la lente a la flota de guerra. Contó los barcos, y se descontó cuando llegó a las dos docenas. Tenían que ser unos treinta, la mayoría de ellos grandes fragatas con filas dobles de portas para cañones y armamento pesado.
Sus intestinos revueltos le dijeron qué pensar de esa visión. Con gesto soberano se colocó el catalejo bajo el brazo e hizo una seña a Eugene.
—Si de verdad nos queda tanto tiempo, deberíamos retirarnos media hora para debatir.