Efectos secundarios inesperados, aparece en todas las noticias, yo… ¿Yo he hecho esto? No puedo creer que se haya propagado hasta tan lejos… ¿Yo he hecho esto? Lo hice por ella, sólo por ella… perdóname… [Notas de laboratorio, 02/04/05]
—Siento que esté muerto, ya sé que probablemente lo preferirías vivo.
Vronski puso un plato delante de Nilla. Una rata muerta yacía de costado allí, con un ojo cristalizado en dirección a ella. Se la comió sin pensárselo mucho. Estaba demasiado ocupada intentando no mirar a Charlotte.
El paleontólogo se había preparado un plato precongelado para él. Al parecer, Charlotte ya no comía. En cambio había colocado un jarrón lleno de flores en el lugar donde debería estar su plato. Mientras Nilla se esforzaba por no mirarla, Charlotte arrancaba, lenta y metódicamente, los pétalos de las flores y los arrugaba entre sus dedos.
Charlotte todavía estaba viva. Vronski se lo había asegurado. Costaba creerlo. Los forúnculos y las erupciones cubrían la piel del brazo que le quedaba, y que emergía de una masa indefinida y colgante de carne. Cuando se movía, Nilla casi llegaba a distinguir la forma de una mujer humana en la mole.
La mujer del paleontólogo había sido abogada en su día, le explicó él. Ahora era una abominación. El cáncer de páncreas florecía en su interior, propagándose a todos los rincones de su cuerpo. Debería haberla matado. Vronski la había mantenido con vida a costa del apocalipsis, pero no podía hacer que estuviera sana de nuevo. La Fuente había sido creada para mantenerla con vida, para darle a su cuerpo la fuerza suficiente para combatir el tumor. Por desgracia, no discriminaba. Hacía que el tumor también estuviera antinaturalmente sano. Los dos seguían viviendo, a su manera, incluso mientras el mundo moría.
El cáncer era más grande que lo que quedaba de Charlotte, probablemente en una relación de uno a tres. Su abstracto tejido envolvía la espalda de Charlotte y caía por sus costados. Se arrastraba por el suelo detrás de ella. Cubría sus pechos y caderas y ocultaba por completo su cara. En la mayoría de zonas parecía tejido graso cubierto de piel fina y translúcida, pero en otras había intentado formar por sí mismo partes de un ser humano. Una hilera de cuarenta o cincuenta dientes perfectamente formados salían de la suave superficie donde debía estar el hombro de Charlotte. Le habían aparecido parches de pelo por aquí y por allá, y crecían uñas en lugares que no eran dedos. Se podía observar un único párpado en su abdomen. No se abría, pero a veces temblaba como si hubiera un ojo debajo, atrapado en el interminable movimiento del sueño REM.
Un grueso manojo de cables colgaba desde debajo de un michelín y serpenteaba hasta salir la habitación. Conectaba el sistema nervioso de Charlotte directamente a la Fuente. Sin esos cables, le explicó Vronski, moriría de inmediato. La energía había de ser introducida directamente en sus diferentes sistemas. El tumor parecía extraer su energía del mismo aire que los rodeaba.
—La mantuve con vida —repetía él una y otra vez—. No murió. —Ella era la culminación de la obra de su vida.
Se había esforzado al máximo para intentar recuperar su cara. Con este fin había comprado una máscara de porcelana de carnaval, del tipo se podía encontrar sobre la cama de cualquier niña por todo el país, y se la había atado a la cabeza con un lazo rosa. Cada tanto comenzaba a deslizarse y Vronski se levantaba pacientemente y la volvía a ajustar.
No se había molestado en vestirla, aunque Nilla calculó que sería necesaria la tela de una tienda de campaña para cubrir su masa hinchada.
—¿Al menos nos percibe? —preguntó Nilla, apartando la mirada de Charlotte para mirar al marido de la cosa—. ¿Nos puede oler o algo?
—Por favor, no empieces —susurró él.
Después de cenar aceptó llevar a Nilla a echar un vistazo a la Fuente. En el camino, ella pasó bastante cerca de Charlotte. Se dio cuenta de que en algún momento la máscara se había roto y había sido pegada con mucho cuidado.
Vronski la condujo hasta una habitación que estaba dos plantas más abajo, debajo del museo. En su día se había usado como taller y laboratorio y todavía estaba llena de cajas de fósiles cuidadosamente envueltos. Vronski se ofreció a enseñarle sus mejores especímenes, afirmaba que tenía un arqueoptérix casi intacto, pero Nilla estaba mucho más interesada en los otros contenidos de la habitación. Es decir, la Fuente.
La rodeaban varios objetos. Lo que parecían tikis tallados en madera y cabezas reducidas montadas sobre palos formaban un círculo a su alrededor, mientras que angulosos aparatos científicos parpadeaban y zumbaban y humeaban en las esquinas de la habitación. Un aparato de aspecto complejo recogía la energía de la Fuente y la enviaba a través de los cables negros hasta donde Charlotte esperaba arriba. Vronski intentó describirle cómo funcionaba, pero a Nilla no le importaba en absoluto. La Fuente requería su atención.
Era difícil estipular cuán grande sería, irradiaba fuerza vital con tanta potencia que cuando Nilla cerraba los ojos parecía una estrella ardiente. Podía sentir su poder, literalmente la atraía hacia ella. Le apartaba el pelo de un soplo. Era hermosa, mucho más hermosa de lo que una cosa muerta como ella se merecía. Probablemente era más hermosa que nada de lo que había sobre la Tierra se merecía. En movimiento continuo, sus rayos cambiantes y relucientes giraban a través del aire como si fueran los hilos de una telaraña agitados por una agradable brisa.
Era el comienzo, la estrella de todas las cosas. Podías notarlo si alargabas una mano hacia ella. Te hacía. Te daba forma. Desde un centro que también era un borde llegaba hasta cada célula, hasta cada retorcida cadena de proteínas. Hablaba un lenguaje de elementos químicos que se fusionaban, combinaban y recombinaban, un lenguaje que cantaba más que hablaba, que imaginaba más que cantaba. Conocía tus pensamientos. Te otorgaba tus pensamientos y tus sentimientos.
—Lo siento —dijo Vronski.
Ella levantó la vista hasta él.
—¿Por qué? —preguntó.
—Es sólo que… ya llevas ahí quince minutos y yo quiero seguir adelante con las cosas, si no te importa. Puedes volver a mirarlo después de que me hayas matado.
¿Quince minutos? No existía el tiempo mientras ella contemplaba la Fuente.
—Todavía estoy sopesando qué debo hacer —dijo Nilla. Y era cierto. Tenía alternativas, o al menos una, por primera vez desde… bueno, por primera vez desde que podía recordarlo. Podía matar al hombre que había desatado la epidemia. En el proceso podía asegurarse de que nadie más podría quitarle la Fuente, que su no vida podría perpetuarse para siempre. A Mael le gustaría eso. Por otro lado, podía hacer lo que quería el capitán Clark. Podía apagar esta cosa. Podía acabar con su propia existencia, sin duda. Acabaría también con toda la muerte, el dolor y el horror.
Pensó en la criatura del piso de arriba que Vronski llamaba su esposa. Vronski había iniciado la epidemia con el fin de prolongar su vida, mucho más allá de donde cualquiera hubiera creído que ella quería conservarla. La elección de Nilla era más o menos la misma. Prolongar su propia y miserable existencia o elegir la muerte. La muerte de verdad.
Se quedó quieta.
—¿Qué es esto? —le preguntó ella—. ¿Cómo lo hiciste?
—Es un campo, una especie de campo biológico. Parecido al campo magnético de la Tierra. La vida no puede existir sin él. No lo hice yo. Siempre ha estado ahí, tan sólo saqué al genio de la lámpara.
Ella lo fulminó con la mirada.
—Puedes darme la versión para adultos —le espetó.
Él asintió disculpándose.
—Es parecido al campo magnético de la Tierra, sólo que éste es biológico. La energía, la fuerza vital, está en todas partes, todo el tiempo. Está en cada célula de cada ente vivo. Lo que tú entiendes por energía dorada.
Estaba leyendo su mente de nuevo. No le molestaba tanto como cuando Singletary lo hacía.
—Sigue —dijo ella.
—La energía es lo que hace que las células se dividan. Es lo que hace que los organismos quieran reproducirse. Hace que las cadenas de ADN se enrollen unas alrededor de otras y provee de cierto patrón a los entes vivos. Es la fuerza que conduce la evolución. Sin ella las cosas vivas morirían sin más. Los científicos han estado intentando encontrar esa fuerza durante siglos sin éxito. Es demasiado sutil. Hacen falta otros métodos para verla, los científicos metódicos, entre ellos yo, normalmente la pasan por alto. Sin embargo, una vez que sabes que está ahí puedes sentirla todo el tiempo. Puedes tocarla, moldearla. He liberado parte de energía de ese sistema para evitar que el cuerpo de Charlotte falleciera. Por desgracia, he liberado demasiada. Tú, y otros como tú, son el resultado. El exceso de energía no puede disiparse en el espacio sin más. Tiene que ir a alguna parte. Busca cosas que pueda animar, cosas con sistemas nerviosos a través de los que fluir. Cosas muertas.
—No puedo creérmelo. ¿Has estado jugando con fuerza vital? Para que luego hablen de jugar a creerse Dios. ¿Qué eres, una especie de científico loco?
Vronski se encogió de hombros, incómodo.
—No creo que «científico» sea una palabra apropiada para designar en lo que me he convertido. Pero tienes que comprenderlo. La he mantenido con vida. Ella todavía está viva. —Levantó las manos en el aire y las volvió a bajar—. Me hubiera suicidado hace tiempo. Sé lo que he hecho y lo equivocado que estaba. Pero entonces, ¿quién cuidaría de Charlotte? Siempre está chocando contra las cosas y cortándose por accidente, y necesita a alguien que se ocupe de sus heriditas. Una vez se cayó rodando por una escalera. Cuando todavía tenía boca estuvo a punto de ingerir un producto desatascador porque no podía ver lo que estaba haciendo. Yo la quiero, ¿entiendes? La quiero muchísimo. No puedo soportar la idea de que se vaya.
En ese momento parecía menos humano que su mujer. Parecía como una parte de una persona, una idea que nunca se había superado. Un fragmento de intención sin nada que lo respaldara. Era un científico loco de arriba abajo, pero no en el sentido tradicional. No era una especie de Prometeo caduco descendiendo a las profundidades de los secretos del cosmos. Era un científico que además padecía una enfermedad mental. Eso era todo.
—De acuerdo. Basta. —Nilla había tomado una decisión—. Lo comprendo, pero no importa. Esto no puede seguir. Tú y yo vamos a apagar esta cosa. No me importa lo difícil que sea o lo que le hará a ella. Sencillamente enséñame cómo se hace.
Levantó la vista con una extraña expresión en la cara. Incomprensión, de un hombre acostumbrado a comprender las cosas intuitivamente.
—¿Apagarla?
—Sí. Acabar con esto. Yo caigo muerta, el mundo vuelve a la normalidad. Eso es lo que he elegido. Por dónde empiezo. ¿Hago esto? —preguntó ella. Tiró una de las estatuas tiki, la recogió y la lanzó contra la pared hasta que se rompió—. ¿Qué tal esto? —Cogió un osciloscopio de un carrito con ruedas y lo dejó caer para que reventara en pedazos contra el suelo—. Detenme cuando acierte. —Encontró un hacha en una de las mesas de laboratorio y empezó a romper los equipos.
—Creo que no lo entiendes —le dijo él—. Es una grieta en uno de los elementos más básicos de la naturaleza. Es una singularidad que se retroalimenta. ¡Abastece su propio poder, incrementa su tamaño sin ningún tipo de aportación!
—¿Y? —gritó Nilla—. ¿Y qué?
—Que no puedes apagarlo. Es físicamente imposible. No puedes detenerlo. No puedes volver a meter el aire en un globo pinchado.
Nilla bajó el brazo. Lo miró fijamente. En su interior. Estaba diciendo la verdad. Quería que alguien detuviera la Fuente. Lo necesitaba, aunque significara perder a su mujer, pero no sabía de qué modo podía hacerse.
Se alejó de ella y cogió un fósil de un banco de laboratorio. Un trilobites, algo que se había extinguido, pero todavía era precioso.
—Imagino que ahora me matarás, algo con lo cual, sinceramente, no tengo problemas. Quiero decir que me lo merezco. Merezco algo peor.
—Sí. —Nilla pensó en toda la gente que había muerto para que ella llegara a estar así de cerca. Shar y Charles. Mellowman, Mike Morfina. El Termita. El capitán Clark y todos sus soldados. Jason Singletary, el chico de Las Vegas. El hombre que la mordió en el cuello. Cada una de las personas que había conocido desde que se despertó otra vez había muerto con otros, muchos otros, tantos, tantos millones de otros. Lo que este hombre había hecho estaba más allá del mal—. Sí. Te mereces algo peor.
Ella cogió el manojo de cables que recorrían el suelo. Con el hacha los cortó de un solo golpe.
Oyeron un gritito procedente de arriba, un súbito aullido de dolor, pero nada parecido al habla. Después, algo grande y pesado cayó al suelo.
Los ojos azules de Vronski temblaron en sus cuencas y comenzó a sudar.
Nilla tiró el hacha y se alejó andando, lejos del científico, del museo, de las montañas.
Comenzó a caminar hacia el este, hacia Nueva York. No le pidió a ningún vivo que la ayudara. De todos modos, vio muy pocos vivos.
En algún lugar de Kansas se paró en medio de la carretera porque Mael estaba intentando hablar con ella. Se dio media vuelta y lo vio de pie, desnudo, detrás de ella, con expresión de pedir perdón.
—Tu nombre era Julie —le dijo él, y luego se desvaneció en el aire.