«Esta noche la calle Dieciséis está cerrada a los viandantes. Los coches de policía bloquearon el acceso al popular destino de compras tras recibir informes sobre animales peligrosos en libertad. Nuestro equipo de reporteros está de camino al centro ahora mismo, ofreceremos imágenes en directo tan pronto como estén disponibles. Entre tanto, aquí está Chip con un equipo local de intervención. ¿Chip?» [9News (Denver) Telediario de la noche, 17/03/05]
Largos y delgados estratos tornaron el aire del color del metal bruñido. Cuando avanzó hacia la línea de árboles, el oxígeno escaseaba tanto que Dick jadeaba mientras remontaba la ladera. En lo alto de la cima no crecían los árboles, no había más que parches de liquen que parecían tapetes verdes adheridos a la roca. Afortunadamente, la pista pasaba por la cresta que tenía justo delante y luego descendía por la colina de nuevo, en dirección a un estrecho valle que había debajo, tan poblado de pinos que cuando el viento los agitaba, el valle parecía un recipiente lleno de reluciente agua verde. Había edificaciones engullidas entre los árboles, modestas estructuras de tablas del tipo que se habían construido en las montañas durante casi un siglo. Sobre todo veía los tejados, líneas combadas de tablillas de madera ajadas por el sol hasta perder el color, con vetas plateadas y secas como huesos fosilizados.
Dick hizo una pausa en la cresta para beber un poco de agua de su cantimplora y llamar a su oficina. Contactó con un becario adolescente que le juró que estaba apuntando las coordenadas de GPS de Dick, pero que seguramente no estaba más que haciendo garabatos en los cuadernos del INS. Dick supuso que no importaba demasiado. Era un procedimiento estándar informar de la posición de uno con regularidad —la mejor manera de morir en las montañas era que nadie supiera dónde estabas—, pero se hallaba a menos de quinientos metros de la carretera y aun en el caso de que entrara una tormenta de nieve en las próximas horas estaba seguro de que podría regresar sin problemas. Había sobrevivido a unos cuantos tropiezos serios en las Rocosas y había salido adelante.
—¿Tenemos algún número de teléfono para mi próxima entrevista? —preguntó, bastante seguro de que la respuesta sería negativa: no había líneas telefónicas ni pantallas vía satélite en los edificios del fondo del valle, su próximo destino.
—Oh, oh, no —respondió el becario después de consultar con torpeza la agenda de Dick—. La señora Skye, ¿no? Sí, eh, ella dijo que, eh, no entiendo bien tu letra, pero parece que fue al pueblo a usar un teléfono público.
Dick asintió y colgó. Ahora lo recordaba: él mismo había recibido el mensaje a través del sistema de mensajería de voz de la oficina de campo. Era una llamada por tembladera. La tembladera se estaba convirtiendo en la cruz del negocio de Dick. Tembladera: una peligrosa enfermedad de ovejas y a veces de cabras. Recibía el nombre de la costumbre de las víctimas de arrancarse la piel frotándose contra árboles y rocas entre temblores. La mayoría de los granjeros no se molestaban en denunciarlo cuando lo detectaban; tradicionalmente, la enfermedad no era infecciosa, se propagaba en un periodo de generaciones, no de meses. Para cuando los pastores finalmente se asustaban y llamaban pidiendo ayuda, lo habitual era que la enfermedad ya hubiera contaminado a todo el rebaño.
Estaban recibiendo esas llamadas con más y más frecuencia, lo cual era verdaderamente preocupante para alguien que conocía las cifras como Dick. Cerca del diez por ciento de las ovejas de Colorado estaban potencialmente infectadas, y eso era sólo de los casos conocidos.
La enfermedad de las vacas locas, una enfermedad relacionada, había mermado la población de ganado de Inglaterra unos pocos años atrás y él, sin duda, se esperaba un desastre similar entre las ovejas norteamericanas en la próxima década.
Dick sabía lo suficiente para asumir lo peor y contaba con determinar que la oveja de la señora Skye tendría que ser sacrificada y sus restos incinerados. No se internó en el abrigado valle precisamente brincando. Era difícil ponerse lúgubre en esa pista, no obstante, con la luz del sol colándose entre las ramas en largos haces, con el olor a tierra de las agujas de los pinos cociéndose en la tibieza de la primavera mezclada con el fresco aroma invernal de la nieve en polvo. Tenía una sonrisa en la cara cuando se aproximó a la casa principal.
—¡Hola! —gritó a cien metros—. ¡Hola! —En esta parte del oeste, en un lugar tan recóndito, era imprescindible anunciar tu presencia mucho antes de llegar. Tenías que dar por hecho que cualquier persona a la que visitabas estaba armada hasta los dientes y no le gustaban los intrusos—. ¡Hola! ¿Señora Skye?
La casa había conocido tiempos mejores. Sus paredes de madera parecían lo bastante sólidas, pero las ventanas se habían roto en varios sitios y habían sido reemplazadas con papel de carnicería y cinta de embalar. Las agujas de pino cubrían el porche, donde una pila de leña se había venido abajo y se había desperdigado por el jardín. Colgaban herramientas rotas y oxidadas de las vigas del porche, hoces, mazos y azadas así como algunos elementos peligrosos de hierro específicos para pastorear ovejas, como una sierra para desollar y una amoladora. Las herramientas parecían hechas a mano.
—¡Hola! —gritó Dick tan fuerte como pudo.
Una mujer blandiendo un hacha apareció por el lado de la casa y lo miró con los ojos entrecerrados. Llevaba una chaqueta acolchada desteñida y su largo cabello cano jugueteaba sobre sus hombros en finos mechones. Su rostro parecía un mapa con relieve de las montañas que la rodeaban, lleno de arrugas y manchas oscuras.
—Tú —le gritó ella—. ¿Eres del Departamento de Salud?
—Dick Walters, INS —confirmó él.
—Hazme un favor, Walters —dijo ella, señalando un pino a unos veinte metros—. Corre hasta ese árbol y vuelve.
Dick se echó a reír, pero luego reparó en el hacha. El filo estaba sucio de sangre y cabellos. Esto era una granja, y en las granjas se sacrifican animales continuamente. Aun así, la imagen lo alteró. Tragó y echó una carrera hasta el árbol para luego volver donde estaba en un principio.
La anciana asintió.
—Está bien. Ellos no se mueven tan deprisa. —Dejó caer el hacha sobre la alfombra de agujas de pino y se dirigió con grandes zancadas a la casa, sus botas crujían sobre la nieve. La puerta no tenía cerradura. No sabiendo qué otra cosa hacer, Dick la siguió al interior.