Misterioso cadáver hallado en Main Street en Woods Landing, Wyoming
El juez de instrucción afirma que lleva muerto tres meses [AP Wire Service, 17/03/05]
Lirios: el aroma de.
ch-ch-ch-chuhhh/Shwhuhhh
Los tímpanos de la mujer vibraron con el suave sonido del gemido. Notaba la nariz dolorosamente seca.
ch-ch-ch-chuhhh/Shwhuhhh
Abrió los ojos. La parte más baja de su campo visual estaba obstruida por plástico transparente: tenía algo en la cara. El mundo estaba de lado porque tenía la cabeza apoyada en una pieza de madera.
ch-ch-ch-chuhhh/Shwhuhhh
La cabeza la estaba matando. Todo olía a lirios. Plástico en la cara. Levantó un brazo, que pesaba demasiado, y se aplastó la nariz, pero no funcionó. Intentó tocar la cosa que tenía sobre la cara y se dio cuenta de que sus dedos no funcionaban bien. Sentía las yemas dormidas, casi completamente insensibles. No podía coger lo que tenía en la cara, no podía hacer que sus dedos lo tomaran. Empezando a sentir pánico, lo rascó con ambas manos hasta que se cayó, siseando como una serpiente. Colocó las manos sobre la madera de una barra y empujó hasta que estuvo sentada. Sentada en un taburete.
ch-ch-ch-ch
Una mascarilla, parecía una especie de mascarilla de oxígeno, pero estaba decorada con una pegatina de una flor fluorescente. Los tubos iban hasta un tanque de metal blanco fijado a la superficie de la barra. Había otros tanques, otras mascarillas: rojo cromo, azul cobalto, verde tóxico. Levantó la vista, miró en derredor (su cabeza la mataba al moverse adelante y atrás) y estuvo a punto de caerse de espaldas del taburete. El taburete de bar, taburete de bar, así que estaba en un bar. Pero no era un bar normal. Era un bar de oxígeno, evidentemente. ¿Por qué iba ella a…?
ch-ch-ch-ch
Alargó la mano y apagó la mascarilla de oxígeno. La peste a lirios empezó a disiparse. Debía de estar mezclada con gas comprimido.
Puso un pie descalzo en el suelo. Y gritó. O al menos lo intentó. El sonido que salió de su garganta sonó más como una arcada. Trató de levantar el pie para mirar de cerca lo que acababa de pisar, pero se dio cuenta de que no podía levantarlo hasta su cara. ¡Por supuesto que no! La gente normal no podía hacer eso. Ella era una persona normal, estaba bastante segura. Bajó la vista. Su pie estaba cubierto de sangre marrón púrpura.
Así estaba el suelo del bar de oxígeno. Sangre por todas partes, todavía líquida y roja oscura. Un matadero, pensó ella, no era posible ver algo así fuera de un matadero. Se había extendido en un amplio charco en forma de óvalo cuyo centro estaba en su taburete, de unos tres metros de ancho, manchando la alfombra de lana naranja, aplastando las fibras. Oh, Dios.
Quería vomitar, quería vomitar todo lo que había comido en su vida, pero no podía sentir el estómago, tan sólo un vacío helado bajo los pechos, y estaba esforzándose mucho, mucho, muchísimo para no reconocerse a sí misma, pero…
Ésa era su sangre.
Chilló y esta vez funcionó. Estaba cubierta de sangre, que teñía su ropa blanca, que se adhería a su piel. Había salido de una vena perforada en su hombro, había manado en gruesas gotas y ella había corrido, ahora lo recordaba, había corrido al bar, había corrido hasta el bar, pero no había nadie, el lugar estaba desierto y ella ya tenía problemas para respirar, su cuerpo era incapaz de oxigenarse porque ya había perdido demasiada sangre, conocía los síntomas de una persona a punto de desmayarse por anoxia, y la mascarilla de oxígeno estaba allí mismo y…
Y.
El recuerdo terminaba tan abruptamente como había comenzado. Lo estudió, intentó hallar detalles, pero no había ninguno. Sólo que había estado sangrando y había corrido hasta allí y que tenía problemas para respirar, así que se había autoadministrado oxígeno casi puro. Trató de bajarse con cuidado del taburete, era consciente de que tendría que caminar entre la sangre, intentaba no chillar de nuevo. Tenía la garganta tan seca que le dolía.
Su pierna se levantó desde debajo de ella, incapaz de aceptar sus órdenes, y se cayó al suelo con estrépito; sus huesos rebotaron contra la barra, en los taburetes, la alfombra, y ella gritó de nuevo a pesar de que, en realidad, no le dolía, pero gritaba porque parecía que si alguna vez iba a tener una oportunidad de chillar en la vida era ésa: tirada en el suelo, sufriendo un colapso, en un charco de su propia sangre con el pelo sobre los ojos. Gritó hasta que no le quedó aire en los pulmones.
La puerta del bar se abrió y ella dejó de berrear. Volvió los ojos enloquecidos hacia la luz de la calle y vio a dos niños allí, niños negros con sudaderas de baloncesto. Uno era más alto que el otro, tal vez más mayor. Ella no podía hablar, no podía pedir ayuda. El chaval más mayor desapareció, pero el más pequeño se quedó allí, mirándola fijamente, con sus rasgos faciales perdidos en su silueta.
«Ayúdame —pensó ella—, por favor, ayúdame». Pero él se quedó allí, mirándola.