¡No vacuna, no paz!

La oficina del sheriff en Clark County tiene algunas, de acuerdo con un testigo ocular infiltrado, pero no planea distribuirlas. ¡Qué cojones! ¿Si fuera BLANCO como TÚ, podría recibir mi dosis, señor AGENTE? [«unDead Amerikkka» boletín de noticias electrónico distribuido por correo electrónico, 09/04/05]

Hombres armados con metralletas y pertrechados con gorras de béisbol marrones patrullaban la Terminal Dos del Aeropuerto Internacional McCarran de Las Vegas. Se movían en equipos de dos o tres. Uno de ellos condujo un par de dobermans justo por delante de donde Bannerman Clark estaba sentado esperando el siguiente vuelo a Washington.

—No llevan placas identificativas —le comentó Clark al hombre que estaba sentado a su lado en el bar. Dio un sorbo a su ginger ale, un poco de azúcar siempre lo ayudaba con el jet lag, y observó cómo uno de los perros metía el morro en una papelera—. Ni insignia. ¿Es algo nuevo? —Nunca había estado en Las Vegas, y ahora estaba allí sólo porque era el único aeropuerto del Oeste que no había sido tomado. Un helicóptero militar lo había llevado hasta allí, pero carecía de la autonomía necesaria para trasladarlo hasta la capital.

El hombre de negocios sentado a su lado se encogió de hombros, arrugando su chaqueta de tweed y miró a Bannerman con cierta sorpresa.

—Ésta la única ciudad en un radio de ciento cincuenta kilómetros que no está atestada de maníacos muertos y usted se preocupa por la identificación. Son vigilantes privados. No hacemos muchas preguntas sobre ellos, y usted tampoco debería. Discúlpeme, tengo un vuelo que coger. —Dejó un billete de cinco dólares en la barra y se fue a toda prisa.

¿Quién había contratado a los vigilantes privados? ¿El alcalde de la ciudad? ¿El crimen organizado? No era la jurisdicción de Clark. Sin embargo, cuando finalmente llegó a Washington doce horas más tarde (tras una parada no programada en Saint Louis en la que no se le permitió desembarcar), descubrió que había más vigilantes privados en el Aeropuerto Nacional Ronald Reagan, aunque éstos al menos llevaban una especie de insignia en la espalda de sus chalecos antibalas: KBR. Un hombre con chaleco de KBR con un largo y ondeante bigote comprobó su carné de identidad antes de que lo condujeran como ganado a la zona de recogida de equipajes, a pesar de que él no tenía maletas que recoger.

Por lo menos el conductor del coche que lo recogió en la terminal era militar, un cabo del ejército regular con el pelo rapado en la nuca. En Georgetown, el cabo le hizo un breve saludo y le señaló la puerta de un edificio que Clark nunca había visto. No era el mismo edificio en el que se había reunido con el civil la primera vez, ni tampoco estaba cerca del Pentágono. No había ningún cartel en la puerta aparte del número de la calle.

En el interior se encontró con lo que en algún momento debió de ser un hotel barato. Había sido convertido en una oficina, las habitaciones de la primera planta se habían dividido en cubículos, pero a Clark le llevó un rato encontrar a alguien allí. Finalmente, un hombre con una camisa blanca abotonada hasta el cuello lo condujo hasta una sala de conferencias y llamó a la puerta. Dentro, el civil estaba sentado, recortado por la luz cargada de polvo y un aire atestado de moscas que filtraba una cortina veneciana, con una caja nueva de Marshmallow Peeps ante él.

—Ampliación de la misión —dijo, y se metió una de las chucherías en la boca.

Clark se quitó la gorra y dio un paso adelante.

—Tengo algo que me gustaría enseñarle —comenzó a decir, pero los ojos del civil no se inmutaron. Parecía inmerso en sus pensamientos.

—Ampliación de la misión —repitió él—. Doctrina Powell. Un millón de Mogadiscios.

Clark avanzó medio paso más.

—¿Discúlpeme? —preguntó.

—Tendrá que perdonarme, Bannerman —dijo el civil, arrastrando las vocales—. Me estoy recuperando de mi dosis vespertina de oxicodona, la heroína de los paletos. Tengo fatal la espalda, entiende. Fatal, de veras.

No le pidió a Clark que sentara, y tampoco había ninguna otra silla en la oficina.

—Es una pena lo de Los Ángeles. Y, oh, lo de Colorado, ¿verdad? Viene de Colorado, zona horaria de las montañas. Tienen algunos paisajes bonitos. Necesito recuperar velocidad en serio. Espere. ¡Marcy! —gritó—. Ni siquiera hay un intercomunicador en esta oficina. ¡Necesito mi estimulante!

Una joven trajo una bandeja y la depositó en el escritorio. Contenía un vaso lleno de hielo y una lata de Red Bull. El civil hizo caso omiso del vaso y bebió directamente de la lata.

—Qué bien que hayas venido, Bannerman. Aprecio las reuniones cara a cara. Escucha, hay algo que necesito presentarte. ¿Estás preparado? ¿Necesitas refrescarte?

—No, yo… —Clark miró su maletín—. Estoy bien, gracias. Sin embargo, le ruego que me disculpe, hay unos papeles que necesito que vea. Es material crucial.

—Lo sé, Bannerman. Oí lo que me dijiste por teléfono. Ahora vamos. Cuento contigo para mi repunte. ¿Sabes que eres el único de los militares que salió de Denver sin perder un solo soldado? —Levantó una mano para pedirle paciencia, a pesar de que Clark no lo había interrumpido—. Es cierto, has perdido a uno de tus subordinados frikis. Lo de la teniente Sánchez es definitivamente una lástima. He leído acerca de ella, ojalá hubiera llegado a conocerla. Vamos. La persona con la que nos reuniremos para comer querrá escuchar lo de tus papeles. —El civil se levantó del escritorio y salió por la puerta. Lo único que Clark podía hacer era seguirlo.

Objetó unas cuantas veces que era realmente importante que primero hablaran en privado, pero el civil se limitó a sonreír. Clark le siguió el juego, necesitaba a ese hombre. Necesitaba la autorización para unir las últimas dos piezas del rompecabezas. Necesitaba tiempo extra.

Y necesitaba encontrar a la chica rubia. Ella podía tener información crucial para él. Podía ser la respuesta que estaba buscando. Estaba más seguro que nunca. Lo que antes había sido una corazonada se había convertido en una pieza fundamental en el rompecabezas. Lo que Sánchez había descubierto lo hacía posible. Al menos, factible.

Necesitaba de veras hablar de ello, pero el civil no paraba. Avanzaron rápidamente a través del laberíntico edificio de oficinas venido a menos, serpentearon entre hileras de cubículos y cruzaron dos puertas de incendios de acero. Finalmente, llegaron a un despacho más grande en la tercera planta del edificio. Habían instalado apresuradamente un lector de tarjetas cerca de la puerta, el yeso de debajo estaba roto y desmigajado. El civil pasó una tarjeta por la ranura y accedieron al interior.

Una mujer entrada en años con un traje de vestir inmaculado se levantó de detrás de un escritorio y se dirigió apresuradamente hacia ellos. Su cara era una máscara de porcelana blanca, inmóvil, tan laxa y carente de sangre que Clark se llevó la mano a la pistola que había dejado en Florence.

—Todavía no estoy muerta, capitán —dijo la mujer, su boca era una ranura inmóvil en el centro de su cara.

—Bótox —susurró el civil con la mano delante de la boca.

—Ésta no es una ciudad que respete las arrugas, ya no. Agente especial Purslane Dunnstreet —dijo ella y estrechó la mano de Clark. Su piel era tan seca como el papel viejo—. Bienvenido —continuó mientras agitaba profusamente un brazo esqueléticamente delgado— a la Sala de Guerra.

Clark miró alrededor de la oficina, una habitación repleta de cosas, de unos cinco por cinco metros. Papel en todas las formas imaginables atestaba la habitación, montañas en la alfombra, hojas enrolladas como pergaminos en casilleros sobre un escritorio sobrecargado, volúmenes encuadernados metidos a presión en estantes de metal repletos. Una pared estaba atiborrada de viejos archivadores grises esmaltados. En suelo, al lado de la ventana, había una hilera de impresoras láser enchufadas a un ordenador de mesa gris. Página tras página traqueteaba a través de su mecanismo, llenando el aire de un olor a tóner caliente, y más y más papel se creaba cada segundo.

—Agente Dunnstreet, le presento a Bannerman Clark, mi metrosexual favorito. Clark, aquí Purslane es una vieja espía, una de las guerreras de la guerra fría originales. Nunca he conocido a nadie que odie más a los comunistas.

El labio superior de la mujer se hundió por la mitad. Tenía que tratarse de una reprimenda.

—Jesús me ha enseñado —replicó Dunnstreet, sus gélidos ojos traspasando al civil— a odiar el pecado, no al pecador. El comunismo es una perversión, una compulsión enfermiza de odio fracasado hacia uno mismo. Los comunistas son personas, y como personas pueden ser reeducados, reorientados, traídos de vuelta al rebaño. La mayoría de ellos. El hecho de que este país tienda longitudinalmente al republicanismo debería valer como prueba.

El civil asintió.

—Sí… De todas formas… lleva aquí de vuelta desde los sesenta. Ella era, ¿qué? ¿De la Agencia Nacional de Seguridad originalmente? Estuvo financiada durante los años de Reagan y luego descapitalizada en los de Clinton. Quiero decir eliminada del presupuesto, le cortaron el chorro por completo. Salvo que nadie se tomó la molestia de comprobar si todavía seguía aquí. Ella venía un día tras otro, su existencia era tan clasificada que los demócratas no tenían ninguna oportunidad de sacarla a la luz, y ella siguió con su solitaria vigilia. Tras el 11-S resurgió de nuevo, o al menos eligió recordar a ciertos individuos bien situados que todavía estaba aquí. Su peculiar campo de conocimiento atraía al Departamento de Seguridad Nacional y fue redirigida bajo Ridge y amigos. Ahora hemos llegado a una especie de punto cumbre en el que se ha convertido en una de las personas más importantes del planeta.

Clark le frunció el ceño a la mujer.

—Disculpe, pero no lo entiendo. ¿Qué hace usted exactamente?

Dunnstreet cruzó los brazos sobre su estrecho pecho.

—Soy una pensadora. Una profeta de lo posible. —Su labio se hundió de nuevo, pero esta vez, basándose en el parpadeo de sus ojos, Clark pensó que debía de tratarse de una sonrisa—. Una soñadora del desastre. Yo trabajo con abstracciones, Clark, intangibles que introduzco en un libro de contabilidad y a cuyo lado copio los números como es debido. Soy una modeladora de hipótesis, una especialista en «y si». Durante los últimos cuarenta años he estado pensando un escenario terrible detrás de otro y tramando maneras de lidiar con ellos en caso de que se produjeran. Específicamente he estado imaginando una guerra terrestre librada en el territorio de Estados Unidos. Éste es Warlock Green, mi obra maestra. —Ella señaló las impresoras que humeaban bajo la ventana—. Éstos son los parámetros operativos y los instrumentos legales necesarios para ganar una guerra de esa naturaleza. Es una estrategia infalible que certifico al ciento por ciento.

El civil sonrió.

—Warlock Green es nuestro protocolo para el fin del mundo.