«No, no creo que la gente deba asustarse. ¿Qué tipo de pregunta es ésa? Mire, sencillamente estén preparados para trasladarse. Ya hemos llevado a cabo algunas evacuaciones. Creo que es justo decir que se esperan más». [Jefe de policía de San Francisco, Heather J. Fong, en una conferencia de prensa, 01/04/05]
Nilla deambulaba por un paisaje de tonalidades color blanco hueso. La roca bajo sus pies parecía blanca, más blanca que su pálida piel. Los álamos y las secuoyas del bosque a su espalda habían dado paso a un suelo rocoso. A lo largo de la línea del horizonte lo único que veía eran unos pinos pelados, cosas retorcidas que parecían no muertas bajo la luz de las estrellas. Sus ramas se enrollaban alrededor de los troncos, como gente herida que se abraza a sí misma para consolarse o apuñalando el aire como acusando al gélido cielo. Algunos ya estaban muertos, partidos y astillados. Al parecer no se pudrían tanto como se erosionaban.
Tenía frío. Ya había tenido frío antes y nunca le había importado, pero ahora, desnuda, empapada de rocío, expuesta a la fría noche en la montaña, lo notaba en su esqueleto. Sentía cómo la escarcha penetraba en cada una de sus costillas, en sus rechinantes rótulas y en sus codos.
Quería regresar, pero no sabía qué podría significar. Charles estaría acurrucado con Shar en su habitación, ¿no? Aterrorizado por su culpa.
Charles tenía que saberlo. Debía de haberlo sospechado antes y ahora lo sabía.
Su olor era la peste de la muerte. La decoloración de su abdomen era el primer signo de putrefacción. Su cuerpo y su mente se estaban colapsando y ella no podía hacer nada al respecto, nadie podía hacer nada, y de todas formas, ¿por qué iban a hacerlo? Ella estaba muerta, ¡era un cadáver! Tenía que pudrirse. Su carne se hundiría y se caería a cachos, su piel se transformaría en grasientas tiras. Su cara se desharía hasta que su calavera desnuda sonriera al mundo. ¿Se sentiría mejor entonces?
Un escalofrío detrás de las orejas le hizo levantar la vista. Algo, algo vivo en las proximidades. Ella volvería el rostro, huiría de ello, fuera lo que fuese. Era grande. Cerró los ojos y lo vio, estaba a menos de cien metros. Tal vez era dos o tres veces más grande que ella, su energía era más resplandeciente que ninguna otra energía viva que ella hubiera visto.
Tenía que acercarse. Maldita sea, el hambre se había convertido en una masa sólida en su interior, un tumor en su estómago que tenía el control de sus pies. Ella quería escapar, esconderse, pero el hambre tenía otros planes. Se aproximó.
Su nariz detectó el olor de la muerte de inmediato. Era como su propio olor, sólo que más fuerte. Sus pies gritaron de dolor al tropezar con algo. Al agacharse notó el metal y la madera. Un arma, una escopeta. Levantó la vista y vio un cuerpo humano sin cabeza colgando de las ramas descoloridas de un pino. Le faltaban las extremidades inferiores y la vida, su energía era opaca e inmóvil. Tan sólo era carne muerta. El cadáver debía de ser el propietario del motel, tal vez, que había venido hasta aquí para suicidarse. No tenía forma de saberlo con seguridad.
Algo enorme se movió a su espalda y se dio la vuelta tan rápido como pudo. La energía que había visto, la resplandeciente fuente, estaba justo allí. Se presentó en la forma de un oso negro de unos ciento cincuenta kilos. Una hembra, vieja y canosa, cuyo pelaje negro azabache terminaba en pintas blancas que brillaban a la luz de las estrellas. La osa no hizo sonido alguno, no gruñó.
Era hermosa. Se irguió sobre las patas traseras; sus ojos miraban directamente a los de Nilla. Había algo allí. ¿Comprensión? ¿Reconocimiento? Imposible. Nilla era una no muerta, un ser antinatural, mientras que este majestuoso animal parecía moldeado de la misma tierra sobre la que ella estaba de pie. ¿Sería esto algún tipo de despertar espiritual?, se preguntó Nilla, ¿estaría conociendo su espíritu animal? Quizá éste era el momento en que todo cobraría sentido.
La osa pasó una pata por el estómago de Nilla, las uñas excavaron profundos surcos sin sangre en su abdomen, partiendo su tatuaje. El golpe estaba respaldado por la fuerza suficiente para matar al instante a un ciervo adulto. Derribó a Nilla y la lanzó a los pies del árbol. Al levantar la vista hasta el cadáver, Nilla comprendió al fin. La osa había estado tomando un tentempié de medianoche, el desayuno tras una larga hibernación invernal. Nilla se había entrometido entre la osa y su comida.