Es sabido que los individuos infectados son de una naturaleza altamente peligrosa. Bajo ninguna circunstancia deben intentar, como civiles, someterlos o deshacerse de ellos. La policía está entrenada para esto. Dejémosles hacer su trabajo. [Discurso televisado del presidente de Estados Unidos, 31/03/05]
Kirsty Lang en el canal BBC World News, con aspecto severo mientras un xilófono sonaba in crescendo: «Los temores aumentan en América esta noche a medida que la epidemia se propaga hacia el noroeste del Pacífico. Nuestro reportero Reginald Forless está en Spokane, donde los oficiales de la ciudad y las fuerzas de seguridad…»
Un reportero, con la cabeza agachada, delante de una cola de coches, los faros iluminando sus rostros a medida que pasan a poca velocidad: «… la caótica escena a mi espalda, esta pequeña ciudad donde nadie iba nunca a ninguna parte ha sido movilizada esta noche. Los evacuados se dirigen al sur, hacia San Diego, y…»
Dos hombres de incipientes calvas, uno frente a otro, en sillas exageradamente grandes, con las corbatas desanudadas: «… no se puede ignorar lo que está diciendo el ejército, cuentan con la gente y el equipo para…»
—¡Tonterías! Lo que acabamos de ver estaba muerto.
Emeril Lagasse salió corriendo de un tramo de escaleras con los puños golpeando al aire y una toalla al hombro sobre su uniforme de chef. «Esta noche hablaremos de lomo, hablaremos de buey a la borgoñesa, y miren esta col, ¿eh? ¡Mírenlo! ¡Prepararé una ensalada de col!»
Charles se despatarró en la cama, sin la camisa, moviendo un pie a un ritmo frenético.
—No ponen una mierda —se lamentó, pero no apagó el televisor—. ¿Dónde está el porno y esas mierdas? ¿Sabes a qué me refiero?
En una esquina, Shar se acuclilló contra la pared y se puso una mano sobre la oreja. Con la otra sujetaba el auricular de un teléfono de góndola.
—¿Mamá? No puedo contactar con el tío Phil. Bueno, ¿cuántas veces lo has intentado? ¿Yo? Estoy bien, en una especie de motel…
—¡Joder, no le digas dónde estamos! —gritó Charles. Sus huesudos brazos se levantaron como palos, pero no se incorporó.
Nilla se olió una de las axilas e hizo una mueca ante el olor a podrido que descubrió allí. No era sudor precisamente. Era algo más asqueroso.
—Voy al lado —dijo ella. Salió a una noche llena de insectos que batían las alas de forma suicida contra la única luz del aparcamiento del motel. El Toyota de Charles era el único coche aparcado, los propietarios debían de haber abandonado el lugar y encendido el cartel de COMPLETO al marcharse. Si no hubieran estado tan perdidos, Nilla y los chavales habrían pasado de largo.
Afortunadamente, los propietarios se habían olvidado de cerrar las puertas al irse. Todo estaba abierto de par en par a su disposición. En la tranquilidad y el silencio de una habitación vacía, Nilla se sentó sobre la cama con su colcha demasiado almidonada y miró fijamente el inútil teléfono, deseando tener a alguien a quien llamar. No tenía sentido pensar en eso, decidió, y se quitó la pequeña camiseta. Las mangas apestaban y se preguntó si podría lavarlas en el lavabo con champú. Bajó la vista, observando su piel, y descubrió una zona descolorida, verde, en su abdomen, justo encima del tatuaje. Debía de ser que la camiseta había desteñido, pensó, aunque no correspondía el color. Se puso de pie y fue al baño. Abrió el grifo de la ducha. Se quitó los pantalones anchos y vio que también su entrepierna estaba descolorida. Trató de arreglarlo con jabón, pero no cedía. Entró en la ducha y lo intentó de nuevo con la toalla del motel. Nada.
Había un espejo antivaho para afeitarse en la ducha. Se estudió el rostro. Las magulladuras bajo sus ojos se habían extendido hasta darle el aspecto de un mapache o una gótica con demasiado khol. Tenía un grano tremendo en la mejilla, pero no estaba listo para salir. Se preguntó si debía depilarse las piernas y se dio cuenta de que el vello había dejado de crecer. Eso no podía ser una buena señal.
Aún estaba inspeccionándose cuando oyó que se abría la puerta de su habitación y entraba Charles al trote. Tenía una lata de refresco en cada mano.
—Eh —dijo él—. Shar pensó que a lo mejor querías…
Se detuvo a media frase. Su cara se transformó en una especie de media sonrisa que lo hacía parecer muy, muy estúpido. La estaba mirando fijamente, pero no de la forma malévola en que la había mirado la gente de Lost Hills.
Ella bajó la vista y se dio cuenta de que había salido de la ducha para recibirlo, pero se había olvidado de vestirse. El agua chorreaba por sus codos y su barbilla y dejaba oscuras marcas en la alfombra de lana de color marfil.
¿Qué demonios? ¿Había olvidado el pudor cuando olvidó su nombre? ¿O se le estaba fundiendo el cerebro? ¿No hacía las sinapsis necesarias?
De repente se sintió muy sola y asustada.
—Creo que debería… —sonrió él—. Quiero decir que Shar no…
Estaba dando rodeos. Quería algo. La deseaba y eso significaba mucho. Significaba que todavía estaba entera y era sana y deseable. Significaba que él no veía un monstruo cuando la miraba, sino a una mujer, un ser humano lleno de vibrante vida. Ella se acercó un paso y le cogió la mano. No podía creerse lo que estaba haciendo, pero lo necesitaba tanto…
Ella guió su mano hacia su pecho y dejó que se lo cogiera. Él pellizcó su pezón de inmediato de una forma que normalmente ella hubiera encontrado más irritante que excitante, pero sencillamente no importaba. Él era humano y hombre, y si reaccionaba con ella, quizá podría volver a ser normal.
Él tragó saliva y se aproximó más a ella, como si no estuviera seguro de qué hacer a continuación. ¿Era virgen? Nilla estaba casi segura de que no. Ella habría usado cualquier truco sucio que se le hubiera ocurrido para obtener este sencillo consuelo. Atravesó el espacio que los separaba y frotó sus dedos contra la parte delantera de sus vaqueros.
Nada. No notaba nada ahí abajo, no había erección alguna. Él bajó la vista a su pecho como alguien que no comprendía lo que estaba presenciando.
—Está tan frío —dijo él, su voz sonó débil y asustada.
Ella se estremeció y ésa fue la señal que él estaba esperando. Salió corriendo de la habitación, las latas rodaron por el suelo, donde él las había dejado caer. Nilla fue hasta la puerta y la cerró, ajustándola bien y poniendo el cerrojo.
Ella quería derrumbarse, para llorar, pero ésa era una respuesta humana y su cuerpo se negaba a permitirle incluso eso. Quería cortarse en pedazos, pero no tenía nada afilado a mano. Miró los objetos de la habitación: cama, televisor, lámpara, mesita de noche, Biblia, y ninguno tenía sentido, habían sido sacados de contexto y dejados en un espacio sin significado. Era demasiado.
Abrió todos los cerrojos y se internó en la oscuridad de la noche, escaleras abajo, a través del aparcamiento. Los árboles que había allí la aceptaron sin un murmullo.