La neoplasia maligna —oh, qué será de los días que podía llamarlo neoplasia con la cara seria— ahora es como un balón de fútbol, o como un horrible feto creciendo en su interior. Algunas noches, mientras está sedada, coloco una mano sobre su suave borde e imagino que lo noto dar patadas. Llevo tanto tiempo trabajando sin resultados… Debería tomarme un descanso. [Notas de laboratorio, 17/08/04]
Una chica muerta, de unos quince años, bajaba por el pasillo con un costado apretado con fuerza contra los bloques de hormigón pintados de color crema. Había dejado un rastro de sangre tras ella, sangre que había calado su pelo, echado a perder su ropa. No parecía importarle.
Nilla cerró las manos y luego las abrió de nuevo. El dolor en su mano izquierda —se preguntó si se la habría roto mientras se quitaba los grilletes— la mantenía totalmente concentrada. Hora de hacer inventario.
Había disparos por todas partes, le llegaban desde todos los pasillos a oscuras, de cada zona iluminada por las luces de emergencia. El humo llenaba uno de los pasillos. Estaba bastante segura de que la prisión estaba ardiendo.
Los muertos se movían por la prisión como si fueran los amos del lugar. Y ella era uno de los muertos. Caminó tan tranquila como pudo al lado de la adolescente muerta, la chica ni siquiera se abalanzó hacia ella, no perdió un segundo de energía en Nilla, y cruzó una puerta.
El freak sin brazos le cerró el paso.
No tenía tan buen aspecto. La piel se le había caído de la mayor parte del pecho desnudo y le colgaba en largas tiras alrededor de la cintura. Se le había hinchado la cara, que había ennegrecido por la putrefacción, y sus ojos parecían cristal esmerilado. Su olor hubiera hecho huir a los animales.
Sin embargo, no estaba acabado del todo. Le sonrió en la oscuridad, le sonrió de verdad, ¿cómo era posible? No le quedaba cerebro suficiente para disfrutar de intimidarla.
La sonrisa se transformó en malicia mientras ella lo observaba.
—Que te jodan —le dijo. Algo frío y afilado palpitaba en su pecho, quizá su corazón muerto había entrado en paro—. Sólo… déjame en paz. Quítate de en medio.
La sonrisa se abrió y él hizo un obsceno sonido de sorber.
—Nnnnnno —le replicó, y Nilla dio un paso atrás, conmocionada. Él tosió y lo intentó de nuevo—. No —dijo finalmente.
Se le apareció la explicación en la mente y se sintió idiota.
—Mael, déjate de juegos.
—¡Qué casualidad que tú digas eso! —exclamó Mael a través de la boca de Dick. Arrastraba las palabras, que se retorcían en la lengua inflamada del cadáver y se pulverizaban entre sus dientes rotos, pero ella lo entendía sin problemas—. Eres tú quien ha estado tomándome por un tonto todo este tiempo. Todavía tengo planes para ti. Creo que tenemos futuro juntos, pero por el momento creo que lo mejor será que te quedes sentada.
—Una mierda. Esté sitio se está yendo al infierno, ¡quiero salir! —exclamó Nilla.
—Si te hirieran, yo… —empezó él, pero no acabó la frase. Ella había empezado a agacharse por debajo del costado izquierdo de Dick, rodeándolo, y Mael tuvo que inclinarse para tratar de detenerla. Que era exactamente lo que ella quería que hiciera. Levantó los pies y se deslizó por la espalda estirada del monstruo. Estuvo detrás de él antes de que tuviera tiempo de volver a enderezarse.
Después de eso no perdió ni un instante. Ante ella se abría un pasillo, largo y recto y tachonado de ventanas estrechas como lápices. Lo recorrió a toda velocidad, o mejor dicho, cojeó con tanta decisión como fue capaz de reunir. Notaba el peso y la masa de Dick a su espalda mientras Mael empujaba su cuerpo robado a la persecución, lo percibía allí atrás con el vello de su nuca, pero se negaba a volverse. Llegó a una puerta en el extremo más alejado del pasillo y la cruzó derrapando. Intentó cerrarla a su espalda de un portazo para descubrir que algún tipo de mecanismo magnético lo impedía. Al tiempo que intentaba averiguar cómo accionar el mecanismo oyó a Dick chocar con una pared a menos de tres metros.
Se dio media vuelta para internarse en la laberíntica prisión, pero tuvo que frenar en seco. Un soldado estaba de pie en la puerta que había más adelante, mirándola, respirando trabajosamente. Tenía los ojos muy abiertos.
—Señora, tranquila. Puedo protegerla —le dijo él—. Le prometo que saldremos de aquí juntos.
Dick entró a trompicones en el pasillo y se balanceó sobre sus pies un segundo, quizá tratando de orientarse. El soldado se llevó el rifle al hombro y descargó tres disparos en un rápido estallido. El ruido era ensordecedor en el estrecho pasillo, el destello de la boca del rifle, cegador. Los agujeros abrieron el pecho, el cuello y la cara de Dick, que giró sobre sí mismo y cayó al suelo.
El soldado fue lo suficientemente listo para no dirigirse al cadáver de Dick y buscar signos de no vida.
Dick yacía encogido, con la cabeza debajo y alejada del soldado, sus piernas despatarradas ante él. El soldado apuntó de nuevo y vació medio cargador en la espalda del hombre muerto.
—Mierda —gritó y disparó de nuevo. En el pasillo escasamente iluminado no conseguía acertar un disparo a la cabeza.
Dio un paso más, luego otro. Salió a la carrera y le dio una patada a la bota que le quedaba a Dick y regresó al trote, pero no sucedió nada. Humedeciéndose los labios se acercó hasta cernirse sobre la silueta derrumbada de Dick. Se llevó el arma a la cara, preparado para volarle la cabeza de una vez por todas.
—Señora, apártese —le gritó a ella.
Dick se incorporó con la fuerza suficiente para estampar la culata del rifle en el ojo del soldado, haciéndole gritar lo bastante alto como para que a Nilla le dolieran los tímpanos. Pero, por supuesto, ni la mitad de fuerte que cuando Dick clavó sus incisivos en el muslo del soldado y arrancó un grueso trozo de carne.
Nilla no se quedó allí para mirar.