¡Manténganse unidos!
¡Apréndanse el número de su grupo de memoria! [Cartel colgado en los centros de evacuación de Los Ángeles, CA, 02/04/05]
Nilla no podía evitarlo. Llamó a la puerta del pequeño apartamento que había detrás del mostrador de recepción del motel. Nadie respondió, por supuesto. Entró y se encontró el familiar olor del moho y un montón de polvo que se levantaba a su paso en todas partes.
Encontró una cómoda en el estrecho dormitorio y tocó la suave madera de sus cajones durante un instante antes de abrirlos. No se trataba tanto de que se sintiera mal por robar las prendas de otra persona, aunque eso también estaba presente. Era más una cuestión de la falta de familiaridad. No podía recordar su propia cómoda, si es que tenía una. No podía recordar su propia cama, el olor de sus sábanas, si eran ásperas o sedosas, ni siquiera de qué color eran.
Le daba menos la sensación de que estaba invadiendo el dominio de otra persona que de estar inventándose cada gesto: ésta podía ser la primera vez que abría un cajón, la primera vez que se ponía un sencillo conjunto de algodón. Cosas que tenía que haber hecho miles, cientos de miles de veces antes en su vida como viva.
Cada cosa era nueva. Quizá eso era bueno. Quizá su vida había sido trágica y horrible. Quizá eso ni siquiera importaba. Quizá tener una segunda oportunidad, una en la que no tenías conciencia de la antigua vida que habías perdido, quizá eso era algo valioso y bueno en sí mismo.
Las prendas de la cómoda eran de hombre. Tal vez el hombre del árbol, el que se había volado los sesos con una escopeta…
La luz sobrenatural que entraba por las ventanas del apartamento no le permitió regodearse en ese tipo de pensamientos. El pequeño apartamento era demasiado acogedor, el día era demasiado bonito. Borró la imagen de su cabeza. No fue difícil. Se sentía bien, sorprendentemente bien. Quizá no tan exultante como se había sentido en mitad de la noche con las manos cubiertas de la sangre de la osa, pero bien.
Se abrochó unos vaqueros de cintura baja en las caderas y se abotonó una suave camisa blanca de algodón, enrollándose las mangas porque eran demasiado largas. Observó su reflejo en el espejo que había colgado detrás de la puerta y tuvo que pararse un rato para comprenderlo todo. Su piel estaba limpia. Todavía estaba pálida, pero sus ojos eran grandes y cálidos y brillantes. Nada de ojeras, ni bolsas, ni siquiera patas de gallo. Parecía como si le acabaran de hacer un peinado. Se levantó la camisa para comprobar su abdomen, de puntillas para verlo en el espejo, un espejo de hombre que sólo llegaba hasta su cuello, y vio que allí ya no había decoloración alguna. Incluso la herida de su tripa se había cerrado en unas finas líneas de tejido cicatrizado que parecían antiguas y bien curadas allá donde habían seccionado su tatuaje. La única herida de verdad que conservaba era la que lo había iniciado todo: el círculo de marcas de dientes en su cuello y su hombro, donde había sido mordida hasta fallecer. Estaban rojas y frescas, pero no había inflamación alrededor. No parecían infectadas en absoluto.
«¿Qué tal esto?», susurró ella mientras se formaba una sonrisa en sus labios. Labios rosados, no azules. Se rió a viva voz, un simple «ja», pero era natural, espontáneo.
Tenía un aspecto fantástico. Se olió las axilas. Nada.
Todavía estaba contemplándose en el espejo cuando oyó un portazo cerca y alguien aproximándose con un traqueteo por la pasarela del hotel. Charles y Shar.
Y ahora, ¿qué iba a hacer con ellos?