No lo ves, pero sabes que está allí, sientes su presencia. A través de la pared puedo sentirlo… vida, en glorioso abstracto. En mitad de las pruebas de esta mañana ella ha empezado a vomitar sangre, y para cuando la había aseado y sedado, la extrusión debería haber colapsado pero… no lo hizo. Justo al otro lado de la pared, y yo lo sabía de algún modo, le susurré. Creo que ahora se está fortaleciendo. He reventado todos los fetiches e instrumentos, pero… todavía está aquí, por supuesto, los sensores no muestran nada, pero… yo puedo notarlo. [Notas de laboratorio, 06/11/04]
—Saldrá de ahí en cualquier momento —prometió Clark, aunque sabía que se equivocaba.
Vikram y él miraron el acceso de la escalera que daba a la prisión. Se suponía que el sargento Horrocks debía salir por esa puerta en cualquier momento, a la cabeza de los soldados que quedaban.
Habían pasado siete largos minutos desde su última llamada. En ese momento se oía mucho ruido de fondo, muchos disparos y gritos procedentes del piso de abajo. Todo había parado desde entonces.
—En cualquier momento —repitió Clark, y Vikram murmuró dándole la razón. Detrás de ellos el helicóptero Pave Low haría girar su rotor inútilmente. Tenían un tiempo limitado para esperar. El combustible para el aparato escaseaba.
—Oh, Bannerman, ahí está —anunció Vikram cuando apareció una silueta humana en la puerta de la escalera—. No hay de qué preocuparse, yo… —Vikram se quedó silencio durante un instante, luego dejó escapar un grito aterrorizado. Levantó su pistola y descargó tres tiros rápidos hacia la puerta. Las balas colisionaron con la carne muerta e hicieron que la figura girara sobre sí misma.
—Eso no hacía falta —anunció la figura oculta en las sombras.
Era la chica. Se puso en pie y avanzó hasta el helipuerto iluminado. Un orificio de bala en su cuello rezumaba sangre seca pulverizada, tan seca que ni siquiera era brillante. Se apretó la herida con un dedo no muerto.
Era tan sencillo olvidar que ella no era uno de los vivos. Que no era exactamente lo que aparentaba, una inocente e indefensa superviviente de este horror. Clark tenía que recordarse de vez en cuando que ella era parte de la epidemia, no víctima de ella.
—¿Qué has hecho con el sargento Horrocks? —preguntó Clark.
La chica se encogió de hombros.
—No sé quién es. No encontrado a ningún vivo de camino a aquí. Vi algunos soldados, pero ya habían muerto.
Clark se dio cuenta de que Horrocks debía de estar muerto. El buen sargento, el excelente soldado, no había sobrevivido a la epidemia. Nadie podría sobrevivir para siempre, ni siquiera el héroe de Denver.
—Creo que podemos asumir que no se reunirá con nosotros. —Clark se enderezó más que antes y la miró con su expresión más autoritaria—. Entonces, ¿vas a devorarnos ahora o tienes otra cosa en mente?
El rostro de la chica se tornó amargo y le hizo un saludo de burla.
—Creía que subiríamos a este helicóptero para volar hasta esa montaña con la que estabas tan emocionado. Ya sabes, lo que íbamos a hacer en un principio.
—No esperarás de verdad que te llevemos con nosotros —farfulló Clark.
—Creo que necesitáis toda la ayuda que podáis conseguir. Escucha, capitán, no sé nada de tácticas militares, ni de política, ni de epidemiología ni de nada. Perdí cualquier conocimiento que pudiera tener al morir. Pero sé que mi destino está allí. Iré a pie si tengo que hacerlo, pero preferiría volar con vosotros.
Clark sintió un dolor de cabeza creciente. No tenía respuestas. No tenía información. Su cadena de mando estaba rota y su superior directo se había puesto en contra de la humanidad. De acuerdo con todas las teorías bélicas que conocía eso significaba que era hora de rendirse y evacuar. Pero el destino lo había colocado en esta posición y le exigía que se le ocurriera algo nuevo, algo que no aparecía en ningún manual técnico.
—Oh, demonios. —Sonó remilgado incluso para sí mismo—. Sube ya. No tenemos tiempo que perder.
Era más que cierto. Su destinación, Bolton’s Valley, estaba a más de ciento cincuenta kilómetros en línea recta. Los pilotos le habían asegurado que podían llegar al epicentro con el combustible que tenían a bordo, pero sólo eso. Una vez hubiera completado su misión tendrían que buscar un medio de transporte alternativo para abandonar el área de operaciones.
Dando por sentado que sobrevivirían. Clark dudaba de que así fuera. Sin embargo, estaba bien. En tanto en cuanto se acercaran al interruptor, en tanto en cuanto lograran apagar esta cosa, sería suficiente.
Así era como se imaginaba el epicentro, como una especie de artilugio de rayos mortales de ciencia ficción. Una enorme arma telescópica de rayos con aletas y rebordes y paneles de control sobresaliendo de una escotilla excavada en la montaña. Imaginaba que tendría dos botones que la controlaban, convenientemente etiquetados con ON y OFF. Se imaginaba apretando este último y luego regresando a Denver, al Brown Palace, y comiéndose al fin ese entrecot jugoso y poco hecho que el destino le había robado. Se imaginaba reservando una habitación en el piso de arriba, una habitación con un elegante papel de pared y cortinas de gasa en las ventanas y una enorme y suave cama con un edredón blanco. Se imaginaba yéndose a dormir durante mucho tiempo y luego despertarse, y descubrir que la humanidad había llevado a cabo la reconstrucción después de que los muertos dejaran de levantarse de la tumba, que mientras él dormía todo había sido despejado, limpiado y renovado. Imaginaba que la población de Estados Unidos se había repuesto y no quedaba nadie que recordara siquiera la epidemia, que ya no habría heridas, ni cicatrices físicas, ni traumas emocionales. Ni pesadillas.
Salvo que estaba seguro de que él seguiría acordándose. Recordaría la cara, y el nombre, de todos los que habían muerto. Los recordaría el resto de su vida. Quizá sería mejor si no volviera, después de todo.
—Todavía es un mundo maravilloso, ¿verdad? —preguntó Vikram, sacando a Clark de su ensoñación. Ni siquiera se había percatado de que el helicóptero había levantado el vuelo, alejándose de la prisión. No se había dado cuenta de que ya estaban cruzando las montañas, que volaban rápido, a unos treinta metros del suelo, siguiendo una cadena montañosa que probablemente marcaba la divisoria continental. Quizá había transcurrido una hora y él había estado sumido en sus pensamientos. Tan próximos al final y él había desperdiciado todo ese tiempo.
Sin embargo, bajó la vista y vio árboles revistiendo las escarpadas faldas de las montañas, álamos y abetos y pinos. Vio agua destellante como un espejo serpenteando entre las cumbres, las estrellas titilando en las profundidades de arroyos y ríos. Oh, Vikram tenía tanta razón. Era hermoso. Todavía era hermoso.
Luego miró a la chica. Estaba sentada muy quieta en su asiento, con el cinturón abrochado e inmóvil. Su pecho no subía ni bajaba con la respiración, no parpadeaba. Podías darte cuenta de que estaba muerta si te fijabas con atención. Si mirabas de verdad. Tenía la piel cérea de un cadáver. Sus ojos ya no enfocaban de verdad a nada en particular.
Ella volvió la vista para mirarlo a él.
—¿Qué pasará si no podemos detenerlo?
Clark no podía dejar de mirarla.
—Como mínimo podré cumplir el deber final de un soldado que ve morir a su país.
—¿Cuál es?
—Vengarme por todos de quien lo haya hecho. —Suficiente. Clark quería cambiar de tema—. ¿Y quién te habló de la montaña? —le preguntó él—. ¿Quién te dijo que tú eras la única que podía ir allí?
Ella se encogió de hombros y miró por la ventanilla.
—Un hombre que se llamaba Jason Singletary. Tenía un don, una especie de poder. Era psíquico, si es que quieres oírme decirlo.
—Psíquico —repitió Clark. La palabra salió de su boca y flotó en el aire como una sucia nube. Se parecía mucho a otras palabras que ahora sabía. Como «no muerto» o «mágico». Sonaba como una de esas cosas que habían salido mal en el mundo.
El piloto interrumpió el silencio que siguió.
—Nos estamos acercando al destino —anunció—. El valle será visible en unos minutos.
Antes de que acabara la frase, la escotilla del compartimento de mercancías comenzó a traquetear.
El copiloto se quitó el cinturón y fue al fondo, adaptándose al movimiento del helicóptero, con una mano en el techo para sujetarse.
—¿Qué llevamos aquí atrás? Sólo comida y munición ligera, ¿verdad? —le gritó al piloto—. ¿Hay algo que haya podido soltarse?
Era como un sueño, un sueño particularmente horrible en el que sabías lo que estaba a punto de suceder, pero estabas tan dominado por la duda y la ansiedad general que no te atrevías a abrir la boca para decirlo, porque se haría real.
El copiloto alargó la mano para coger la maneta lateral de la escotilla, y antes incluso de haberla girado del todo, la escotilla explotó, desperdigando cien kilos de carne en el compartimento de los tripulantes. Hubo sangre, y carne arrancada, y gritos. Durante el primer y terrible segundo, Clark no conseguía atar cabos, no comprendía qué estaba sucediendo. Sólo cuando oyó a Vikram gritando su nombre supo qué pasaba.
Un hombre. Un hombre muerto. Un hombre muerto sin brazos.
Un hombre muerto sin brazos, con el pecho acribillado de agujeros de bala, el rostro deformado por las heridas y el hambre, su cuerpo tan seco y duro como la carne ahumada, se había colado a bordo del helicóptero cuando éste despegó de la prisión. El hombre muerto había matado al copiloto en un movimiento increíblemente rápido y brutal y ahora había hundido los dientes en el gemelo de Vikram. Parte de la sangre que encharcaba el suelo pertenecía al mejor amigo de Clark.
La chica muerta estaba de pie sobre su asiento. Parecía horrorizada y Clark sintió un rápida e irracional oleada de deseo. Quería reconfortarla, decirle que todo saldría bien.
Un momento después le vino a la mente un plan mejor. Estaba al lado de una escotilla exterior que contaba con una apertura de emergencia. Tiró de la palanca roja y la puerta cayó en la oscuridad, el aire frío lo empujó tan rápido y tan fuerte que derribó a todo el mundo. El hombre muerto soltó a Vikram. La chica se cayó del asiento. Clark la cogió del brazo y la arrastró para que se quedara cerca de él.
El hombre muerto no se molestó en levantarse. Clavó los dientes de nuevo en Vikram y siguió masticando. Éste sacó su arma y comenzó a disparar al hombre muerto a la cabeza, pero el helicóptero estaba dando vueltas, inclinado, virando; nadie podía disparar con precisión en esas condiciones, y Vikram no era un tirador.
El piloto siguió mirando por encima del hombro, gritándoles algo. Preguntas. No prestaba la debida atención al aparato.
—¡Soldado —le gritó Clark—, ocúpese de su misión! —Luego se volvió hacia la chica—. Ese psíquico —le preguntó—. Él te dijo… que tú eras la única. La única que podía llegar al epicentro. Te dijo eso, ¿estás segura?
Los ojos de la chica se abrieron mucho. Él la cogió por los hombros y la sacudió, y ella, finalmente, asintió. Era lo que necesitaba oír.
Cogiéndola de los brazos, tiró de ella y la lanzó fuera del helicóptero, por la escotilla exterior, al rugiente cielo.