De: BIGSkyPILOT (Moderador)
Re: Consejos para mantener el agua limpia y potable
Hay tanto correo spam del gobierno, ¿es que ya no queda nadie real enviando correos? Sólo tengo electricidad dos horas al día, pero mantendré el servidor funcionando con el generador tanto tiempo como sea posible.
[Artículo de foro de www.bigskypilot.com, 11/04/05]
—Esa mujer es una lunática —afirmó Clark entre jadeos.
El civil se había recuperado del letargo que lo poseía a primera hora y estaba conduciendo a su friki a través de las atestadas calles de Washington. Según había dicho, su intención era invitar a Clark a comer en «un club de striptease verdaderamente asombroso que conozco en la otra esquina». Al parecer las camareras rusas apenas hablaban inglés y todavía no sabían que no estaba permitido que los clientes las tocaran. Clark estaba buscando la manera de declinar cortésmente la invitación, pero entre tanto tenía que apresurarse para seguir el ritmo de las largas zancadas del civil. Comparado con las relajadas calles de Denver, todo el mundo parecía tener prisa en Washington.
—¿Purslane? Oh, está más loca que todas las pelotas de los Boston Red Sox juntas. Pero también es amiga personal de la segunda dama. El vicepresidente adora a Purslane Dunnstreet, y cuando el vicepresidente adora a alguien el secretario de Defensa, también, y bueno, en cuanto a mí, yo adoro a todo el mundo. Odiar a la gente es una pérdida de tiempo. Vamos, el último en llegar paga los lap dances.
Clark siguió al civil a un antro oscuro, sin humo, donde retumbaba la música tecno y las luces estroboscópicas. Una mujer esquelética con un ceñido vestido estampado con hoces y martillos le entregó a Clark un martini en un vaso de plástico.
—Oh, Kapitan, mi Kapitan —suspiró ella, y metió los dedos dentro de la camisa de uniforme de Clark hasta tocar la piel de su plexo solar.
Clark se quedó paralizado por el repentino contacto. No había pensado que fuera posible que nadie se acercara tan rápido a él. El civil se metió entre ellos.
—Estás perdiendo el tiempo, corazón. Él prefería limpiar su propia arma, si entiendes lo que quiero decir. —Condujo a Clark a una barra al fondo de la sala, donde unos cuantos tipos con traje estaban absortos en una conversación. Una mujer que no llevaba más que bragas y un sombrero de piel ruso se balanceaba adelante y atrás lánguidamente sobre sus cabezas.
Clark se recuperó lentamente. Apretó los dientes e intentó de nuevo convencer a su benefactor del peligro.
—Se lo aseguro, el plan que acabamos de oír fracasará —gritó por encima de la música. El civil le hizo una seña con el dedo al camarero de la barra—. He visto cómo luchan esas cosas. Yo mismo he disparado contra ellos. Las ideas de Dunnstreet no nos sirven para nada.
—Palabras duras, Clark, para el gran héroe de Denver. Tú demostraste que era posible resistir contra los muertos, ¿o no? Ni una baja. Deberías estar más orgulloso de tus logros.
Las luces del club de striptease mareaban a Clark. Miró el vaso de martini que tenía en la mano, estaba seco al tacto.
—Se supone que debes llenarlo en la barra y llevárselo otra vez a ella. Eso significa que quieres ir con ella arriba, a la habitación Martini.
—¿Qué sucede en la habitación Martini?
—Muchos hombres desearían saber exactamente eso mismo —gritó el civil—, pero sólo los ricos lo saben. —Su sonrisa se esfumó cuando se dio cuenta de que Clark no lo había comprendido—. Te follan, Clark. Por dinero.
Clark depositó el vaso con cuidado en la barra, fuera del alcance de la bailarina. De repente, con una miríada de punzadas, echó de menos el restaurante del Brown Palace, con su decoro decimonónico y sus filetes de ternera perfectos. Ahora había desaparecido, probablemente para siempre. Con el resto de Denver.
—En cualquier caso —dijo, consciente de las palabras que escogía—, he demostrado que es posible que los veteranos de guerra más armados y mejor entrenados del mundo sobrevivan en medio de esas cosas, y eso dando por hecho que pueden batirse en retirada cuando la situación se calienta demasiado.
El civil le frunció el ceño, con una mirada fría y viperina que hizo que Clark sintiera el desagrado en su piel. Clark tuvo el súbito y repulsivo pensamiento de que finalmente estaba viendo la verdadera cara del civil, la que había detrás de la sonrisa pegada en su cara. Contemplarla era horrible.
—Hablas como si existiera una alternativa.
—¡Puede haberla! Y, en cualquier caso, cualquier cosa sería mejor que las órdenes de batalla de Dunnstreet. ¿Cómo puede tomarla en serio?
El civil le hizo un gesto a una mujer que llevaba un casco blando soviético de comandante de tanque para que viniera y se sentara a su lado. Ella se quitó el vestido y él se apoyó sobre sus pechos, frotando la cara contra su piel, inhalando profundamente, con fuerza.
—Bueno, en realidad existe una buena razón para eso.
—Me encantaría escucharla —respondió Clark.
El civil asintió mientras tomaba un trago de su bebida.
—Porque es el único plan que tenemos —dijo él, metiendo un billete de cincuenta dólares en el tanga de la mujer—. Nadie más lo ha pensado nunca a fondo. Lo digo en serio. No hay ningún grupo político, ningún equipo de planificación estratégica, nadie en el Pentágono o West Point o en una fuerza operativa o ningún otro lugar que se haya tomado de verdad la molestia de sentarse y pensar cómo librar una guerra en suelo norteamericano. Siempre ha sido impensable.
—¿Nadie?
El civil se tomó un vodka solo de un trago. Casi parecía desesperado por introducir todo el alcohol que cupiera en su organismo.
—Ha habido escenarios de juegos bélicos en los que Canadá invade el estado de Nueva York, digamos, o Francia ataca con armas nucleares. No es más que mierda de Dungeons and Dragons, y entre tanto Purslane Dunnstreet estaba trabajando duro ella sola, esperando su gran día, haciendo los amigos apropiados, jugando el juego. Bannerman, a veces tienes que pasar por el aro. Acabas de escuchar lo que tenemos planeado. Es hora de que decidas para qué equipo juegas. Escucha, tengo que ir a mear todos los Red Bulls que me he bebido esta mañana. Procura que las chicas estén calientes para mí, ¿lo harás?
El civil se levantó y se abrió paso entre la multitud. No sin muchas dificultades, Clark pidió un whisky con soda en la barra y se lo tomó a sorbos con una tranquilidad malhumorada. Estudió la multitud; nunca había estado en un club de striptease y sentía curiosidad, bueno, una curiosidad moderada por qué tipo de personas los frecuentaban. Además, escudriñar a los clientes era menos embarazoso que mirar al personal. La visión de tanta carne desnuda lo hacía ruborizarse.
No era el único oficial uniformado del club, ni era el de más alto rango, pero la mayoría de hombres llevaban trajes negros de funcionarios de carrera. Reconoció a bastantes, o eso creyó, no veía con claridad a más de tres metros en la oscuridad interrumpida por las luces estroboscópicas.
A pesar del caos general, Clark se las arregló para sorprenderse de algún modo cuando una joven vestida de pregonera de la época colonial entró en el club tañendo una enorme campana de mano. Llevaba un sujetapapeles de pinza del cual leía sin mucho entusiasmo a la vez que tañía la campana.
—Escuchad, escuchad, buenas gentes, es hora de hacer vuestras apuestas. Todas las apuestas se cerrarán hoy a medianoche. La porra de la muerte hoy es para Cleveland, Ohio. ¡Doblad vuestro capital si Cleveland es tomado antes de la medianoche de hoy! ¡Escuchad, escuchad!
Clark se había ruborizado antes. Ahora palideció. Dejó su bebida en la barra y se abrió paso a empujones entre los clientes; necesitaba salir a tomar aire fresco. Una mujer completamente desnuda con una estrella roja tatuada en cada pezón lo cogió por la cintura, pero él se revolvió hasta soltarse.
Mientras chocaba con los alegres intelectualoides de Washington, finalmente miró a algunos de ellos a los ojos y se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Esta gente no eran meros cínicos hastiados que estaban deseando sacrificar el país por sus propios intereses. Estaban sufriendo el agotamiento de la amenaza, igual que les había sucedido tras el 11-S. Un exceso de horror que requería toda tu atención todo el tiempo. Demasiada exigencia en el sentido de la seriedad y uno se rompía, se destrozaba, se hacía pedazos.
No era excusa suficiente, decidió. Tenían que recuperar la compostura y volver al trabajo. Pero no él no era quién para decírselo.
Fuera, en el aire de la noche, inhaló profundamente y levantó la vista adonde estarían las estrellas si la contaminación lumínica de la capital no las oscureciera.
El civil salió por la puerta detrás de él con una lata de cerveza helada en la mano.
—Queda tan poco tiempo… ¿Lo ha oído?, Cleveland está a punto de caer —le dijo Clark, con las manos apretadas dentro de los bolsillos—. No tengo ninguna duda de que la epidemia ya ha saltado a Asia, al otro lado del Pacífico. Pronto llegará a Europa y habrá cubierto todo el planeta.
—Un hombre muy sabio me dijo una cosa tiempo atrás: «Amigo, el tiempo sólo es valioso para los que lo cuentan». Supongo que eso significa que los muertos no necesitan relojes. Esto es lo que hay, Bannerman, la gran D, la gran A tal vez.
El Día del Juicio Final, quería decir el civil. La gran A podía ser el Apocalipsis o el Armagedón, podías escoger. Clark desdeñó la idea. Tenía un as en la manga.
—Hay una chica en alguna parte. En California quizá, aunque imagino que huyó a tiempo. Está muerta, pero puede hablar.
El civil abrió su lata con un sonido que se quedó a medio camino entre un pedo y un disparo.
Clark prosiguió.
—Denver cayó porque de alguna manera los muertos consiguieron organizar su comportamiento lo suficiente para saltar una alambrada de tres metros. La enfermedad se propaga por los campos de realojamiento más rápido de lo que nuestros modelos pueden plasmar. Aquí hay un juego más serio de lo que pensamos.
—Siempre lo hay —le dijo el civil.
—¿No lo entiende? Ahora sabemos cómo se propaga. Si encontramos a la chica, sabremos aún más. Es una apuesta arriesgada, pero debemos intentarlo.
—¿Quieres que respalde tu jugada? Lo siento mucho —dijo el civil, haciendo una pausa para hipar— si crees que has sido vendido. Pero, dime, ¿cuánto crédito debería conceder a un capitán de la Guardia Nacional, según los datos, que irrumpe aquí diciéndome que él y nada más que él solo puede salvar el mundo? Venga, ponte un momento en mis zapatos. Mmm. —Bajó la vista—. No les vendría mal un lustrado, la verdad. Límpialos mientras te los pones, ¿lo harás? —Él se echó a reír y estuvo a punto de ahogarse con otro hipo—. Venga. Conozco un sitio en el que te hacen pajas con toallas calientes. Mi regalo.
Bannerman apenas fue capaz de superar lo bastante el asco para negar con la cabeza. Miró por el callejón. La gente que había visto dentro, los intelectualoides y los generales, los hacedores de política y la gente que conocían todos los secretos. No tenían un plan. Al menos no uno de verdad.
Él, sí. Tenía que hacer que el civil se diera cuenta. Su benefactor lo veía como una ficha en un juego a más escala. Él lo veía como una forma de cubrir el culo colectivo del Departamento de Defensa. Por mal que se pusieran las cosas, el Pentágono podría aducir que había hecho todo lo que estaba en su mano, y Clark sería el símbolo de ese esfuerzo inútil.
Había llegado la hora de que Clark se convirtiera en un jugador y dejara de ser un peón. Hizo acopio de toda la resolución que poseía.
—Podemos salvar el mundo, pero tiene que creer en mí —dijo él.
La mirada del civil era completamente sobria. Era una mirada fría y calculadora.
—¿Porque una rubia californiana no era tan estúpida como la típica gente muerta?
Clark comprendió lo seria que era la pregunta.
—Sí.
El civil se frotó la cara con sus enormes manos y se echó el pelo hacia atrás.
—De acuerdo. Pero ¿qué se supone que debo decirle al presidente? —preguntó.
—Bueno —respondió Clark, notando su corazón latir en el interior de su pecho—, puede recordarle que soy el héroe de Denver.
La luz se esparció en la cara del civil como un torrente de sangre. Abrió los ojos como platos y también la boca.
—¡El puto fantasma de George Washington! —El civil tendió su cerveza hacia Clark en un saludo.
—Tomaré eso como un sí —dijo Bannerman, suspirando aliviado.
—Demonios, sí. Podemos mandarte de vuelta al Oeste esta noche. Y ¿sabes qué?, voy contigo. —Sonrió satisfecho al ver la expresión que eso había provocado en la cara de Clark—. ¿Tú crees, hip, que quiero quedarme aquí y esperar a que Purslane consiga que nos maten a todos?