SOS HIJA ENFERMA CUALQUIER AYUDA [Mensaje segado en un maizal en Iowa, 12/04/05]
Había ocurrido tan deprisa que Nilla no lo había pensando detenidamente de verdad. Sangre por todas partes. Se había acumulado bajo el chico, echando a perder su ropa. Él temblaba con movimientos espasmódicos debajo de ella y notaba su energía oscura como un paquete de hielo pegado contra su piel.
Nilla recordaba haberse despertado en un charco de su propia sangre no tanto tiempo atrás. Se preguntó qué sentía él, si es que sentía algo.
A su espalda, el perro ladraba una cacofonía irritada. Quería disfrutar de la sensación que le producía la energía del chico, la sensación de estar viva otra vez. El perro no la dejaba. Alargó la mano para coger su collar, con la intención de hacerlo callar, y se detuvo.
Era posible que Mael fuera el dueño de la mayor parte de su alma, decidió, pero no de toda. El perro no había hecho nada con mala intención. No lo mataría sólo porque era molesto.
Aunque el maldito animal no dejaba de ladrar. Alguien vendría a averiguar qué estaba pasando. Tenía que marcharse antes de que eso sucediera.
Se levantó y se puso en marcha, llevándose la gorra marrón del chaval con ella. Pensó que eso le protegería los ojos y la ayudaría a ocultar su cara. Avanzaba deprisa, casi corriendo, más rápida de lo que había sido, más ágil de lo que había estado desde el día que murió. La energía vital del chico latía a través de ella, su curso dorado descendía por sus terminaciones nerviosas. Se mantuvo en las sombras, intentando pasar desapercibida cada vez que cruzaba un trecho iluminado por farolas.
Detrás de ella, en la oscuridad, el perro dejó de ladrar. Ella oyó disparos y pensó en el chico. Habían encontrado al chico que se había comido, lo que quedaba de él, y lo habían sacrificado como a un animal con rabia. Ella sólo esperaba que nadie le hubiera reconocido antes de comenzar a disparar.
Sintió un deseo irracional de regresar y comprobarlo. Una estupidez, lo sabía. Siguió avanzando, a pesar de que echó un vistazo atrás por si alguien la estaba persiguiendo. No había nada excepto lúgubres sombras y los reflejos acuosos de las farolas en las ventanas a oscuras, la intermitencia naranja de una señal de NO CRUZAR que de repente se volvió blanca. Se dio media vuelta para proseguir y…
—¡Eh, tú! ¡Eh, tú, ven aquí!
Nilla se quedó helada donde estaba.
Tres hombres con gorras marrones estaban en la parte de atrás de una camioneta. Habían pintado con plantilla las letras LVCC en la puerta del conductor. Dos de los hombres llevaban mascarillas quirúrgicas y guantes de látex. El otro la miraba con una expresión peligrosa.
—¡Te he dicho que vengas aquí, joder! No voy a esperar toda la noche hasta que te decidas, imbécil. Vamos.
Nilla avanzó hacia ellos. El hombre tenía cicatrices de una enfermedad de la infancia por toda la cara y unas pestañas muy largas. Llevaba una pistola enfundada en la cadera. Si no actuaba deprisa, si no golpeaba lo bastante fuerte, él la mataría, e incluso entonces, incluso si lo derribaba, todavía tendría que preocuparse por sus dos amigos. Esto era todo, la valla al final del callejón. Fin de la partida.
No obstante, antes de que pudiera atacar, él dio un paso hacia ella y extendió las manos.
—Así —dijo él y le puso algo. Una mascarilla y un par de guantes de látex—. Esta noche estás en la Patrulla de Plaga. No me importa qué estabas haciendo antes, pero me faltan tres hombres y tengo un horario que cumplir.
Nilla no tenía ni idea de qué estaba sucediendo, pero se puso la mascarilla sobre la boca y la nariz. Quizá él no sería capaz de darse cuenta de lo que era a través del papel. Manipuló con torpeza los guantes, pero de alguna manera consiguió ponérselos.
—Vale, allí arriba, en aquel balcón. Te encargas de las unidades B hasta la G. Parece que va a ser una mala noche. —Una suave capa de simpatía en su voz la sorprendió—. El hospital dominicano de Santa Rosa ya está lleno. Tenemos que llevar a este grupo hasta el centro médico de la Universidad. —Nilla levantó la vista y vio un complejo de apartamentos de dos pisos con el tejado rojo. Las puertas parecían estar muy juntas, separadas de la siguiente por una sola ventana rectangular. De la mayoría de las ventanas salía una parpadeante luz azul, probablemente el reflejo ondulado de las pantallas de televisión.
—Yo, yo nunca… —tartamudeó Nilla.
—Dios, ¿nunca has estado en la Patrulla de Plaga antes? Bueno, es muy sencillo. Entras allí y si ves a alguien enfermo, lo traes aquí abajo y lo metemos en la camioneta. Si te causan problemas, les dispararemos por ti. ¿Crees que puedes hacerlo?
Nilla asintió, a sabiendas de que no podía hacerlo de ninguna manera, pero también consciente de que no tenía otra alternativa real. Se dio media vuelta sin pronunciar palabra y comenzó a subir la escalera que llegaba a la segunda planta del complejo de apartamentos.
—Joder. La Cámara acepta a cualquiera hoy en día, ¿no es cierto?
No estaba hablando con ella. Nilla se acercó a la puerta con una B y llamó. No hubo respuesta, pero oía la televisión dentro, a todo volumen, así que llamó de nuevo, mucho más fuerte. Finalmente, giró el picaporte y se encontró la puerta abierta.
Al acceder al interior halló una sala enmoquetada de color verde marino llena de pañuelos de papel hechos una bola. Algunos estaban salpicados de manchas rojo oscuro de sangre.
En el televisor había una película antigua de vaqueros. John Wayne o alguien disparando a dos manos desde la grupa de un caballo. Su fantasmagórica luz azul era toda la iluminación que había en la habitación.
Nilla pasó por una cocina repugnante, los platos del fregadero estaban llenos de granos de arroz secos, la nevera traqueteaba infeliz, y atravesó un corto pasillo en dirección al dormitorio.
—¿Hola? —gritó. No hubo respuesta, por supuesto. La mesita de noche estaba cubierta de botes de plástico de medicamentos sin receta.
Mael Mag Och había mencionado el «envenenamiento de agua» con Dick. ¿Era realmente así de terrible, tanto que unos matones armados tenían que llevarse a la fuerza a los enfermos para evitar una propagación masiva de la enfermedad?
A Nilla se le ocurrían pocas cosas peores que los muertos regresando a la vida para devorar a los vivos. Pero una pandemia podía cumplir los requisitos.
Apartó las sábanas de la cama, esperando a medias encontrar a un hombre muerto escondido allí. Nada. Se dio media vuelta para salir del apartamento. Quizá habría alguien en el siguiente. Quizá podría escaparse mientras nadie miraba.
Alguien estornudó justo a la derecha de su hombro.
Nilla giró sobre los talones, abrió con fuerza la puerta de un armario de ropa de cama y encontró a un hombre obeso encajado dentro. Llevaba una camiseta blanca y un par de calzoncillos bóxer a rayas y su mirada era de pavor. También tenía un cuchillo de veinticinco centímetros en la mano, levantado por encima de su cabeza, como si fuera a dejarlo caer y hundírselo en el cráneo.
Nilla se quedó helada, no tenía tiempo de quitarse de en medio, no tenía tiempo de esconderse, de pensar. Tenía las palmas hacia arriba, abiertas, vacías, y él pareció percatarse de ese hecho.
—Usted —dijo ella, las palabras salían de su boca como gas de fermentación— me lleva ventaja, señor.
Él no dijo una palabra. Se quedó allí mirándola. Con su cuchillo.
Nilla asintió para tranquilizarlo.
—Le diré lo que haremos. Yo me marcharé ahora mismo. Pero no puedo salir por la puerta de delante. ¿Hay otra salida?
—Quizá. —Él la miró de arriba abajo. La mano de su cuchillo no se movió—. Si está delgada.
La estrecha y pequeña ventana de su baño daba a un patio trasero. Era una caída de tres metros, pero había una montaña de bolsas de basura debajo.
El hombre obeso la ayudó empujándola a través de la reducida abertura, sus manos apretaban con fuerza su espalda y sus nalgas, hasta que salió volando en la oscuridad.
Nilla aterrizó con un sonido parecido al de la carne y rodó para alejarse. En un segundo estaba de pie y recogió la gorra marrón, que se le había caído a medio vuelo.
La gorra había engañado al hombre de allí delante, el que organizaba la Patrulla de Plaga. Había aterrorizado al hombre obeso. Se dio cuenta de que la gorra era más que un modo de ocultar su cara. Era una insignia que le permitía estar en la calle después del toque de queda, y algo que podía dar un susto de muerte a cualquiera con quien se topara. Se la ajustó con cuidado, bien calada sobre la frente, y se internó de nuevo en la noche.