«Estaba apoyado sin más contra… allí de pie, parecía confundido y cada tanto llamaba a la puerta. Con los puños, ya sabe, quizá estaba intentando tirarla abajo, pero… no era mi marido, ya no… ¡No sabía qué hacer!» [Llamada entrante en «Buzz Linklee Show», 1290 AM KKAR, Omaha, 19/03/05]

Sobre el tejado nevado de la casa de los Skye, Dick tomaba su café a sorbos e intentaba contactar de nuevo con la policía por teléfono. Al no lograrlo, trató de llamar a su oficina y por último a su hermana en Montana. No había cobertura, ni una rayita. Había sido así desde la primera vez que lo había intentado, pero no era capaz de dejar el teléfono sin más.

—Recuerda —dijo Bleu—. Tienes que apuntar a la cabeza. El cerebro. De lo contrario ni se enteran.

Había algo de luz de luna, lo cual era bueno, y muchas armas, lo cual también era bueno, y estaban en el tejado y habían subido la escalera después de subir ellos, que era la mejor idea en opinión de Dick. También hacía un frío gélido y no podían bajar hasta que hubieran despachado a todos los alpinistas. Bleu tenía la pata de un cordero en una cuerda que había colgado del borde del tejado. Pescaban muertos.

El pensamiento hizo que a Dick le diera la risa y se limpió la cara entre carcajadas, quitándose la pasta de saliva seca de los labios. Se le había secado la boca como un trozo de cecina.

—Uf —se lamentó mientras se rascaba la lengua correosa. Bleu le clavó la mirada y él se dio cuenta de que se estaba comportando de manera inapropiada—. Perdón —murmuró.

No estaba llevando bien el miedo.

—No te disculpes. Estate preparado. —Sonaba como algo que le habría dicho a su hijo. Su hijo muerto. Su hijo obsesionado con la supervivencia muerto. Bueno, no había sobrevivido a los muertos vivientes, ¿no? Dick tuvo ganas de reírse otra vez.

—Cuando digo «estate preparado» quiere decir que debes comprobar tu arma, amigo. —Bleu caminó pesadamente hasta el otro lado del tejado. Sus botas de tachuelas habían partido algunos de los listones y Dick tenía miedo de seguirla por allí. En su lugar, quitó el seguro del rifle Weatherby y comprobó que había un cartucho listo para abrir fuego. Por supuesto que la había. Él mismo la había puesto bajo la supervisión de la mujer. Todo se hacía de acuerdo a su plan. Él era el tirador porque se suponía que sus ojos eran mejores, pero ella lo sabía todo sobre armas y en realidad no lo necesitaba. Podría largarse si quisiera. Su coche lo esperaba justo al otro lado de las colinas. Sólo tendría que sortear a dos o tres caníbales horriblemente mutilados quienes podrían tener o no poderes sobrenaturales de supervivencia.

—¡Allí! ¡Venga, prepárate, apunta! —Bleu estaba señalando entre los susurrantes pinos, taconeando repetidamente con la bota sobre los listones. Dick trató de levantar el rifle hasta su cara y estuvo a punto de dejar caer el arma en el proceso.

«Vale, vale, tranquilízate, joder, tranquilo», se dijo a sí mismo.

—¿Lo ves? Está apoyado en un pino. Es un blanco perfecto.

Dick asintió, veía algo que más o menos tenía forma humana. Colocó la mirilla en su ojo. Permitió que se ajustara la visión nocturna hasta que la imagen se aclaró. Sí. Una figura humana, una silueta oscura recortada contra la nieve. El alpinista en cuestión había sido una mujer en su día, a juzgar por la forma de sus caderas. Ahora parecía una calabaza podrida sobre un maniquí con ropa de deporte.

El científico que Dick llevaba dentro tomó el control, tratando de comprender qué era lo que veía, y tenía cierto sentido a su manera. Estar congelados todo el invierno no había preservado tanto a los alpinistas como los había licuado: al formarse cristales de hielo en sus músculos, los cortantes filos de los cristales habían rasgado las membranas, volviendo la carne flácida y viscosa. Se acordaba del alpinista con el que se había peleado. Estaba resbaladizo por la putrefacción.

Estaban muertos. Los alpinistas estaban muertos, por activos que se los viera. Tenían que estar muertos.

Apretó los dientes para aclararse la mente. La observación científica era inmaterial. Lo único que importaba era el disparo. Trató de recordar su época en los boy scouts. Había superado de sobra los requisitos para la insignia de puntería. Coloca el rifle, apunta al blanco, ajusta para compensar la resistencia del aire…

—¡Dispara de una puta vez! —aulló Bleu.

Dick disparó espasmódicamente.

El proyectil impactó cinco centímetros sobre la cabeza de la alpinista. La madera explotó, duchando a la mujer muerta con fragmentos del tronco y astillas de corteza. Bleu no les atribuía mucho voltaje mental a los alpinistas, pero parecía que comprendían qué quería decir que el árbol en el que estabas apoyado explotara. Sin mirar atrás, la alpinista se internó en la oscuridad.

Les había llevado tres horas tener algo a tiro y había fallado. Dick se limpió la boca de nuevo. No se sentía bien.