—He oído hoy a un tipo en la tele, creo que era evangelista o algo por el estilo.

—Sí.

—Estaba hablando sobre el fin del mundo. Decía…

—Sí.

—… bueno, diciendo que quizá esto…, ya sabes. Quizá esto es todo. ¿El Día del Juicio? Y que estamos siendo castigados por nuestros pecados. Y eso me ha hecho pensar…

—¿Sí?

—Quiero decir que si ya hemos sido juzgados, ¿no?, si Dios ya ha decidido quién es bueno y quién es malo y toda esa mierda…, entonces lo que hagamos de ahora en adelante no importa. Es como un periodo de gracia. Es como que podríamos, no sé, quizá tú y yo podríamos. Bueno.

—Sí.

—¿Sí?

—Sí.

—Estaré allí en un momento.

[Llamada telefónica entre dos clientes locales en Boise, ID, 08/04/05]

Los infectados seguían llegando a cámara lenta. Como si estuvieran nadando en el aire.

—¡Que te jodan!

Con un bebé llorando en el hueco de su codo izquierdo, el superviviente levantó su reluciente pistola y disparó de nuevo. Bannerman Clark se preguntó si el hombre al menos apuntaba. Lo que era seguro era que no le estaba dando a nada.

—¡Que te jodan! —aullaba con cada tiro. Se había puesto afónico de hacerlo.

Con una señal, Clark envió al tercer escuadrón adelante a cubrir al hombre. Los soldados cayeron sobre una rodilla y dispararon al enemigo antes de que alcanzara al superviviente. Los ciudadanos infectados de Fountain, Colorado, giraron y se desplomaron y golpearon la acera con sus talones, uno detrás de otro. Tras la caída de Denver, los soldados habían aprendido a tomarse su tiempo y hacer disparos perfectos a la cabeza. Todo lo demás era un desperdicio de munición.

El hombre con el revólver de níquel no era capaz de bajar el arma. Sobresalía por encima de su hombro como la mitad de un crucifijo. Llevaba una camisa de algodón Oxford azul desabotonada, una corbata con el nudo aflojado y unos chinos color arena manchados con lo que parecía ser grasa de motor. Clark estaba bastante seguro de que no lo era.

—Que alguien… —dijo el hombre con voz ronca—, que alguien coja a este bebé… no es mío, joder. —Cerró los ojos y Clark se apresuró a coger al niño antes de que el hombre lo dejara caer. Conocía esa mirada, la había visto cientos de veces antes—. Joder —chilló el hombre, y comenzó a doblarse, como si las rodillas se le hubieran vuelto de gelatina.

—Que alguien le consiga una manta a este hombre. Está en shock —gritó Clark, pero antes de que nadie pudiera obedecer la orden, Clark oyó el repicante sonido de la carga automática de un arma barata al ser amartillada. Bajó la vista y vio el revólver apuntando a su cara. Notaba el calor procedente del cañón, el olor de la pólvora quemada.

Nadie se movió. Los miembros del tercer escuadrón eran demasiado listos y estaban entrenados para apuntar con sus armas a un asaltante armado. Los movimientos repentinos y las amenazas veladas podían instigar a un hombre desesperado en lugar de convencerlo de que desistiera.

—Soy Richie Wylie. Vivía por allí. —El cañón del revólver apuntó a la izquierda—. Un lugar bonito, ¿sabe? Mantenía el jardín arreglado, lo fertilizaba, lo regaba sin parar. Hay que hacerlo en este clima. Pagaba mis impuestos. ¿Me comprende? Pagaba mis impuestos cada maldito año. Yo he pagado su salario y usted debía venir a rescatarme.

—Estamos aquí ahora —intervino Clark, su voz sonó tan suave y neutra como fue capaz.

Bannerman Clark tenía la pechera de su uniforme de gala repleta de medallas, lo cual no quería decir que podía mirar el interior de un arma cargada sin temblar como una hoja. Estaba a cinco libras de presión de estar muerto y lo sabía.

—Inaceptable —le dijo el hombre.

Clark permaneció inmóvil. No levantó una mano para calmar al hombre. Podía parecer que estaba tratando de coger su pistola. Absurdamente, el principal pensamiento que lo ocupaba no era la posibilidad de morir, sino que esperaba no ensuciar sus pantalones del uniforme de batalla a causa del miedo. Si se cagaba, alguien lo vería, lo que supondría que todo el mundo lo sabría en veinticuatro horas y las mofas le perseguirían para siempre. Clark lo sabía, él también había sido uno de esos chavales sin nada mejor que hacer que intercambiar trapos sucios sobre los oficiales. Aunque sobreviviera nunca volvería a tener el respeto de sus soldados. Sólo por esa razón tenía que mantener la compostura.

—Si baja esa pistola podemos…

—¡Si la bajo, no me escuchará! —Wylie parecía cansado, exhausto incluso, pero eso precisamente lo podía hacer impredecible—. Tan pronto como lo haga sus hombres van a placarme y ambos lo sabemos. No soy imbécil del todo. Tiene que oír esto. Usted viene de Denver, ¿cierto? Sí, lo vi todo en las noticias. Viene de Denver. Estaba allí intentando hacer sabe Dios qué. Disparaba a gente muerta, oh, qué excitante, pero aquí no teníamos a ningún militar para ayudarnos. Aquí teníamos a dos policías ¡y uno de ellos tenía diabetes!

Para Clark no representaba tanto una novedad como una variación del mismo tema. El teniente general había recurrido a todas las tropas que pudo conseguir para la defensa de Denver, dejando el resto del área de Front Range sin una sola línea militar de defensa. Supuestamente, los refuerzos del este estaban en camino, pero durante tres días críticos la población rural de Colorado estuvo sola.

Sin embargo, a Clark le costaba reprobar el razonamiento del teniente general. En el estado de Colorado vivían cuatro millones de personas. Tres millones residían en Denver y sus alrededores. O al menos antes era así. La decisión debió de parecer clara en su momento.

—Quiero que me devuelvan mi vida, pero no pueden…, no estaban aquí… a tiempo… —Un sonido lastimero y muy alto salió de la garganta de Wylie. No le quedaba mucho—. No pueden… parar esto. No pueden detenerlo —dijo él. Se había puesto pálido. El revólver apuntó hacia abajo y luego cayó de su mano repiqueteando sobre la calle. En un instante entró el tercer escuadrón para apartar a Clark hacia atrás, lejos del asaltante. Uno de ellos le quitó el bebé, que no dejaba de llorar. Dos hombres agarraron la camisa de Wylie, sus brazos y su cuello, le pusieron las manos a la espalda y lo inmovilizaron. Todo había acabado en segundos. Clark tragó saliva, aunque no tenía nada en la garganta.

—Puto imbécil —dijo un soldado, y se cargó la boca para soltarle un escupitajo a Wylie. El sargento Horrocks se puso frente al soldado y lo miró hasta que él tragó visiblemente.

Clark se ajustó el gorro y se dio media vuelta.

—Sargento, por favor, encuentre un lugar para este civil en uno de los vehículos —ordenó por encima del llanto del bebé—. Y encuentre a alguien que se ocupe de esto. De este bebé. —No podía oírse pensar. Solo, se alejó caminando de los vehículos y se detuvo en el arcén de la carretera. Miró por encima de los pintorescos y altísimos edificios victorianos las cumbres cubiertas de nieve hasta que los músculos de su abdomen dejaron de latir bajo su camisa del uniforme. Había servido en dos guerras internacionales y en cerca de media docena de conflictos de pequeña escala, y nunca había logrado acostumbrarse a la sensación. Hasta entonces había creído que viviría la crisis actual sin que llegara a suceder. Los infectados tenían los dientes afilados y las manos largas, y él había visto cómo mataban, pero de algún modo había sido un revólver de cincuenta dólares lo que le había enseñado el miedo de verdad.

El convoy se puso en marcha de nuevo antes de que Clark estuviera listo para seguir. Observó pasar el HEMMT y dos vehículos del grupo de asalto. Luego la fila de minifurgonetas, camionetas y autobuses escolares; cualquier cosa que encontraran, cualquier civil que pudiera llevar a unas cuantas personas. El último de los vehículos del grupo de asalto cubría la seguridad a la cola. Clark saltó al compartimento de atrás y se sentó sobre la torreta, sintiéndose mejor a medida que el viento le daba en la cara.

El civil le había ordenado que fuera a un lugar fortificado y esperara. Clark había escogido Florence, el lugar mejor fortificado que conocía, y antes o después llegaría allí. Pero nunca antes de haber rescatado a cada superviviente que encontrara entre Denver y el correccional de máxima seguridad.