Los libros que pedí en Amazon la semana pasada (por un capricho, ¡sólo un estúpido capricho!) han llegado. Debería devolverlos sin pensar. Esto es una estupidez total. Ni siquiera lo pensé, tan sólo seleccioné todos los de la lista con un clic. La llave menor de Salomón, la grande estaba pedida. ¿La boda alquímica de Christian Rosenkreutz? ¿Eh? ¿Mágiak sin lágrimas? Bueno, no nos vendrían mal algunas lágrimas menos por aquí, pero puedo pasar sin esa «k» superflua. Para salvarla tengo que dejar de creer en todo lo que alguna vez me ha importado, tengo que desaprender lo que creía que sabía. [Notas de laboratorio, 09/01/04]

—He estado buscando a esta chica desde que comenzó la epidemia —dijo Clark—. Ahora usted la encuentra ¿y se olvida de contármelo durante casi un día entero?

El civil miraba adelante. Estaba tan fuertemente atado a su asiento de pasajero que no podía volver la cabeza.

—A veces puedo ser un dios iracundo, Bannermann, pero otras veces le tiro un hueso a mi mascota preferida. No hagas preguntas, a mí no.

Clark sabía cuándo desistir. Esta furia era nueva, estaba acostumbrado al cinismo del civil, pero la ira era nueva. Clark se quedó callado. Por desgracia, eso lo dejaba con sus pensamientos como única compañía.

Tan cerca, y algo tenía que salir mal. Bueno, siempre salía mal algo, ésa era la regla general de la guerra. Clark incluso había contado con que algo fuera mal en sus planes, llevaba más hombres y material del que necesitaba para recoger a un prisionero. Sin embargo…

Esto era un fastidio monumental.

El civil le había puesto a Clark la oportunidad de su vida delante. Un individuo relacionado lejanamente con la Cámara de Comercio de Las Vegas había capturado a la chica. Estaba dispuesto a entregársela a Clark a cambio de un billete gratis al este, con escolta militar, y cincuenta mil dólares. El civil lo había arreglado todo. Ésos eran los detalles que Clark tenía y, al parecer, todos lo que el civil estaba dispuesto a revelarle. Tenía que bastar, insistió el civil. Él quería a la chica y ahora la tendría.

Salvo que cuando llegaron, la chica había desaparecido, al parecer tras haber asesinado a todos sus captores. No sabían cuánto tiempo había transcurrido desde su huida. No sabían por dónde se había ido. No sabían adónde se dirigía. Pero ella sabía que la perseguían y, por lo tanto, estaba en guardia.

—Hay dos muertos aquí, señor —dijo un soldado, asomándose por la puerta abierta del helicóptero. Clark cerró su portátil y asintió. Miró más allá del soldado y vio la entrada de una cueva. Una puerta de barrotes estaba arrancada de sus bisagras.

—Uno de ellos parece que ha sufrido una sobredosis —prosiguió el soldado—. El otro cadáver está parcialmente consumido.

Clark exhaló un largo suspiro de insatisfacción. Estar tan cerca…

—Entiendo que no hay señales de ninguna mujer. —El soldado hizo ademán de contestar, pero Clark levantó una mano para detenerlo—. No es una pregunta que requiera respuesta. —La chica había estado allí, literalmente, allí mismo, no hacía ni una hora, probablemente menos. Clark estaba casi preparado para organizar su ofensiva en la localización de las montañas, el epicentro. Tenía las tropas, los recursos. Pero hasta que no comprendiera el papel de la chica en la epidemia, hasta que no supiera qué significaba ella, no estaría psicológicamente preparado. No comprendería los términos del combate. No contaría con un marco de referencia para saber en qué se estaba metiendo. La chica era la clave—. No tiene buenas noticias para mí, ¿verdad? Ella no ha dejado nada que nos pueda ayudar a encontrarla.

—No, señor —respondió el soldado. Nadie esperaba que lo hubiera—. Salvo… Permiso para añadir algo, señor.

—Concedido, por supuesto.

El soldado de la Guardia Nacional se mordió el labio.

—Aquí no hay vehículos, señor, estamos a mucha distancia de cualquier lugar habitado. No sé cómo podrían haber llegado estos dos cadáveres aquí sin un vehículo. Quizá alguien los trajo, pero yo no querría quedarme atrapado en este lugar, tan lejos de la población sin una vía de escape. No con los muertos campando por aquí y demás, señor.

Clark le sonrió al joven. No era muy profesional, pero no pudo evitarlo. Bajó de un salto de la cabina del helicóptero, le dio una palmada al soldado en el hombro y fue a la carrera al área de operaciones. Los soldados estaban ocupados sellando los cuerpos en bolsas para restos humanos tipo II y tamizando la arena en busca de pruebas forenses. Se trataba de un ejercicio estándar de limpieza tras una cita fallida. Estaba a punto de convertirse en algo muy distinto.

Se acercó al grupo de soldados que estaba cerca de la entrada de la cueva y les preguntó si alguno de ellos era cazador. Una lo era, una chica de dieciocho años de Littleton solía ir a cazar con su abuelo.

—¿Ve huellas por aquí, la clase de huellas que dejaría un vehículo? —preguntó él. No era necesariamente el tipo de cosa que un cazador de ciervos sabría cómo buscar, pero necesitaba la información inmediatamente.

Ella se tomó un momento para comprobarlo. Clark esperó, intentando ser paciente.

—Quizá, señor, supongo… Hay algunas huellas de ruedas, son bastante borrosas, por aquí mismo, señor —dijo ella, e hizo un gesto con la mano. Indicaba un camino entre la cueva y la carretera. A su señal, ella siguió la ruta al trote y regresó de inmediato, con la respiración ligeramente entrecortada—. Parece que alguien ha salido quemando las ruedas. Hay caucho en la carretera, en dirección al este.

—Sargento Horrocks —gritó Clark, y el sargento de la sección levantó su enmarañada cabeza blanca para mirarlo—. Prepare a su gente para partir, tenemos un objetivo que perseguir. —No se quedó para ver cómo su subordinado ordenaba el caos. Tenía que regresar al helicóptero, regresar al lugar donde podía estar por encima de las cosas.

Un coche, una furgoneta o un camión, un vehículo terrestre. Estaría atrapado en las carreteras y sólo había una importante en los alrededores, una autopista principal. Los cuerpos que habían encontrado en la cueva todavía estaban calientes, incluso en el frescor de la noche.

Todavía tenían una oportunidad.

Diez minutos más tarde y a treinta metros de la superficie, el civil vertió una pequeña petaca de plata en su boca y miró a través de las ventanillas del helicóptero la oscuridad a sus pies.

—No veo una mierda —dijo irritado.

El copiloto se inclinó hacia atrás para mirarlos a la cara.

—Señores, tenemos confirmación visual del objetivo en la autopista, pero ahora ha desaparecido. Debe de haber abandonado la carretera principal, señores.

—Prepare los equipos de tierra. Haga un barrido de la zona con infrarrojos y el zoom. —Eso no la localizaría, por supuesto. Estaba muerta y no generaba calor corporal, así que los infrarrojos serían inútiles. En cuanto a las gafas de visión nocturna, bueno, te ayudaban a ver cosas en la oscuridad, pero no las cosas que se podían volver invisibles.

Gracias a Dios tenía un as en la manga. En las condiciones actuales iba a ser casi imposible.

La adrenalina se propagó por los músculos de su espalda produciéndole un ligero dolor. No había estado así de nervioso desde la caída de Denver.

—¿Y qué es exactamente lo que ella te dará cuando la encuentres? —preguntó el civil.

—Espero que me lo diga ella. —Una ventana con imágenes, proyectada por las cámaras de infrarrojos, se abrió en el portátil de Clark—. Bájenos en esta localización —dijo Clark, metiéndose entre los asientos del piloto y el copiloto—. Parece que el objetivo se ha parado por completo. —La furgoneta estaba volcada de lado, cubierta de colores en las zonas donde estaba fría y caliente. Parecía que estaba mal, rota. Las llamas danzaban en sus ventanillas.

Cuando la puerta de los pasajeros se abrió, el frío aire nocturno del desierto de Utah mordió la cara y las manos de Clark. Él lo ignoró y descendió a la oscuridad. Le hizo una señal al piloto y oyó el disparo de una bengala a quinientos metros más o menos. Uno de sus Humvees. Unos segundos más tarde el desierto se iluminó con la crepitante luz blanca que brillaba deslumbrante desde el techo abollado de la furgoneta abandonada.

El vehículo se estaba enfriando rápidamente con el aire nocturno. El motor chirriaba de tanto en tanto. Había montañas de cristales rotos alrededor de las ventanillas, pilas de espuma negra chamuscada por el fuego que continuaba en el interior. Clark bajó la vista y vio huellas en la arena que se dirigían al nordeste, la misma dirección en la que viajaba la furgoneta. Echó un vistazo a su alrededor, aprovechando la violenta luz de la bengala, y divisó algo. Parecía un cuerpo. Rezó por que la chica no hubiera muerto en el accidente.

Sacó un altavoz de su cinturón y lo puso en marcha.

—Nilla —dijo él, y el nombre viajó a toda velocidad por el desierto, rebotó en colinas a un kilómetro de distancia—. Nilla, sé que estás aquí, en alguna parte. Tienes que dejar de huir.

A su alrededor los vehículos se desplazaban tomando posiciones. Podían llegar a montar un perímetro bastante fuerte cuando se hubieran desplegado correctamente. Pero ¿qué importaba? Si ella se hacía invisible, podía pasar andando cualquier barricada que ellos establecieron.

—Nilla, sé que me tienes miedo. Sé que la última vez que nos encontramos fue traumática. Créeme, a mí también me marcó. —Un Stryker avanzó a su espalda y se detuvo. Los soldados se abrieron en abanico a su señal, rastreando el desierto. Un par de soldados con sus rifles M4 en alto se acercaron al cuerpo que él había divisado e hicieron una señal con el pulgar hacia abajo. Al menos no era la chica.

—Nilla. Sólo quiero detener esto. Detener la matanza, la violencia.

Uno de los soldados dio un grito. Saltó arriba y abajo cogiéndose el brazo. Clark estaba demasiado lejos para ver si había sangre o no, pero sabía qué significaba. El compañero de batalla del soldado se tiró al suelo e hizo un barrido con el rifle, pero la chica era invisible. Si ella era el enemigo, si estaba demasiado asustada para atender a razones, sería una simpleza por su parte matar a uno de sus hombres.

Tenía que zanjar esto antes de que nadie resultara herido. Se dio media vuelta para hacer la señal al Stryker y su arma secreta descendió por la escotilla trasera, escoltada por sus soldados más corpulentos. Al lado de ellos y sus pesados uniformes antibalas, la adolescente parecía aún más pequeña y más joven de lo que realmente era.

Los soldados la acompañaron hasta su lado y él la rodeó con un brazo por los hombros. Ésta sería la parte difícil.

—Nilla, estoy seguro de que recuerdas a Shar. No quiero herir a nadie. Pero lo haré si me veo obligado. —Desenfundó su pistola y colocó el cañón a unos centímetros de la frente de Shar. Le supuso un verdadero esfuerzo apuntar con un arma a un civil, pero lo consiguió.

—Por favor, Nilla —gritó ella. Se revolvió bajo su brazo y él la sujetó con más fuerza.

Nada. Otro soldado de Clark chilló, pero no porque hubiera sido atacado. Algo lo había rozado. ¿Estaba Nilla intentando escapar?

Clark amartilló la pistola. El sonido del percutor echándose atrás reverberó por todo el desierto.

—No —dijo alguien a menos de una docena de metros—. Por favor.

—Muéstrate —pidió Clark.

Ella lo hizo, no tanto materializándose como apareciendo repentinamente donde antes había estado mezclada con las sombras. Tenía un aspecto diferente del que Clark recordaba, más saludable, contra todo pronóstico, como si hubiera prosperado mientras el país sufría y moría.

Los soldados cayeron sobre ella como un equipo de rugby bien entrenado, inmovilizándole la cara y las manos, derribándola. Ella trató de hacerse invisible de nuevo, pero Clark se lo había advertido de antemano y no la dejaron escapar.

—Oh, Dios —exclamó Shar, apretándose contra él, con los brazos alrededor de su cintura.

—Lo has hecho muy bien —le dijo Clark. Bajó cuidadosamente el percutor de su pistola, atento a una descarga accidental a pesar de que el seguro estuviera puesto—. Te lo prometo, esto es lo último que te vamos a pedir.

—Sí. Vale —dijo Shar—. Sólo… no me hagáis ir en el mismo coche que ella, ¿vale? No quiero volver a estar tan cerca de ella.