¿El próximo síndrome de las vacas locas?

Un brote masivo de tembladera en el Oeste americano se apodera de los temerosos, los inquietos y los agentes de la industria cárnica. [Revista Gourmet, febrero 05]

—Todo va a salir bien. Chsss —dijo el policía, agachándose su lado. Una porra de madera, unas esposas y una pistola que parecía de juguete colgaban de su cinturón. Alargó la mano hasta una bolsa que tenía en la espalda y extrajo un par de guantes de látex desechables—. Todo va a salir bien. Sólo quiero ayudarte, ¿de acuerdo?

Ella asintió con avidez. Sus ojos se abrieron de par en par cuando él le tocó el hombro, explorando con cuidado la herida que tenía allí. Ella se veía en sus gafas de sol de espejo y comprendió parte de la reticencia del policía. Su moreno había desaparecido, había desaparecido sin más, su piel se había vuelto del color y la consistencia del papel viejo y mohoso. Se veían finos trazos de capilares rotos en sus ojos y en la piel que rodeaba sus cuencas oculares, una máscara de mapache de sangre seca. Una prominente arteria que iba de la mandíbula hasta detrás de su oreja izquierda tenía el aspecto de haber sido pintada con lápiz de ojos.

—Has perdido mucha sangre —le explicó él. Su nombre era EMERSON, de acuerdo con la placa identificativa de su uniforme; justo encima de su placa, un bajorrelieve de dos pistolas cruzadas sobre un estilizado pueblo misionero español—. En circunstancias normales, llamaría a una ambulancia, pero creo que será mejor meterte en el coche patrulla. ¿Puedes caminar?

Ella no lo sabía. De la misma forma que no sabía quién era o en qué ciudad estaba. Eso eran abstracciones, fácilmente definibles y clasificables en la categoría de cosas que definitivamente no sabía. Si podía ponerse en pie, era una pregunta abierta, lo cual suponía cierto alivio. Era algo que podía averiguar.

Su cuerpo se estremeció cuando trató de poner algo de peso sobre sus pies, tirando de sí misma hacia arriba, apoyándose en el taburete.

—Despacio. Probablemente te sientes un poco débil. Tal vez también estás un poco mareada. Es bastante común con este tipo de heridas.

«De acuerdo, ya basta, agente», pensó ella, pero mantuvo la boca cerrada. La necesitaba para apretar los dientes mientras cambiaba el peso por completo a las piernas. De algún modo, se las arregló para tambalearse hasta la puerta, valiéndose del brazo de él y a pesar de que sus rodillas seguían trabándose. Notaba los músculos rígidos de una manera que nunca había sentido antes. No era tanto un recuerdo como un instinto, sólo eso, pero era algo, y ella se alegraba.

Fuera, otro policía estaba desviando el tráfico del cruce. Ella echó un vistazo y vio una pila de algo sobre la acera: ropa vieja, quizá hojas caídas de una palmera o la huella de un neumático reventado o… oh. No. Era un cuerpo, un cuerpo humano con una chaqueta azul echada sobre la cara y el pecho.

—Eh —dijo entre arcadas—. Es él…

—Ahora tranquilízate, pequeña —intervino el policía, intentado apartarle la mirada de la escena. Había todavía más: círculos de tiza en el suelo alrededor de piezas de metal. Casquillos usados. Más policía allá donde dirigía la vista: una mujer de mirada severa rellenando un formulario en un portapapeles. Otros, la mayoría hombres, mirando debajo de los coches y los bancos y las macetas de palmeras, con las manos enguantadas, sosteniendo pequeñas bolsas de plástico. Recogiendo pruebas. Un policía estaba sentado en el capó de su coche con la cara entre las manos mientras otro le frotaba la espalda en círculos.

—Sólo has cumplido con tu deber —dijo él, y el del capó apartó las manos del rostro, revelando una expresión de horror absoluto.

Emerson la empujó a la parte de atrás del coche patrulla, presionándole la cabeza hasta que su cuello comenzó a sufrir espasmos. Él y otro policía, PANKIEWICZ, se metieron en la parte de delante del coche.

Pankiewicz la miró a través de la reja que separaba la parte delantera de la de atrás. Ella apenas podía ver su cara al otro lado del enrejado.

—¿Qué tal se encuentra, señorita? ¿Quiere agua o cualquier otra cosa antes de que nos pongamos en marcha?

Ella negó con la cabeza.

—Hambre —dijo con voz ronca. Eso era todo lo que podía articular. La palabra estaba desconectada de lo que sucedía en su cabeza, pero, extrañamente, no en su cuerpo. Se le habían pasado las nauseas y su estómago rugía de forma audible.

Pankiewicz gruñó y se volvió a un lado y a otro, como si estuviera buscando alguna cosa de comer. Abrió la guantera del coche y sacó algo. Tenía que salir del coche e ir a la parte de atrás para dárselo a ella; una caja de galletas para aperitivo. Ella la aceptó agradecida. Una vez estuvo de nuevo en su asiento, Emerson puso en marcha el coche y se dirigieron a la autopista con las luces encendidas, aunque la sirena, no.

Ella se metió una galleta en la boca con los dedos adormecidos y la masticó. En realidad, no podía saborearla, pero sintió una oleada de calor y bienestar invadirla a medida que tragaba. Estaban tan buenas… Introdujo la mano en la caja con brusquedad para coger otra y rompió el cartón.

—¿Tiene seguro, señorita? —le preguntó Pankiewicz, cogiendo el auricular del transceptor—. Necesitamos saber a qué hospital llevarla.

—Da igual —murmuró ella; las palabras distorsionadas por las tres galletas que se había embutido entre los dientes.

—Me temo que hasta que tengamos a un demócrata en la Casa Blanca sí que importa —dijo Emerson siniestramente.

—Dios, ¿puedes parar? —protestó Pankiewicz—. Ahora no es el momento. —Se dio media vuelta para echarle un vistazo a la chica, evaluándola. Buscando algo—. ¿Tengo razón o no, señorita? No cuando las cosas siguen tan jodidas en Iraq. No se cambia de caballo en mitad de la guerra. Necesitamos un líder fuerte ahora más que nunca.

—Estoy de acuerdo —admitió Emerson, riéndose por lo bajo—. Es una lástima que no tengamos uno ahora mismo. ¿No es cierto, señorita? ¿Cómo se llama, por cierto?

Sus manos fueron automáticamente en busca de un bolso o una cartera, pero no tenía nada en los bolsillos, nada que pudiera ayudarla a contestar esa pregunta. Algo en su interior le dijo que mintiera. No era tanto una voz en su cabeza como una creciente oleada de pánico que salió de la nada.

Por desgracia, no tenía ni idea de qué decir.

Mientras ellos habían estado bromeando, ella había devorado la caja de galletas entera. Bajó la vista al paquete vacío que había reducido a tiras de cartón y trozos de celofán. Había rebañado hasta las migas.

—Nilla[2] —dijo ella. Nulo. Nada. A fin de cuentas, no le quedaba nada suyo. Tendría que crear algo nuevo y la caja de galletas, la primera cosa netamente buena que había encontrado, fue la inspiración perfecta.

Sintió el deseo de más. No necesariamente galletas. Más comida, comida de verdad.

Cinco minutos más tarde, llegaron al hospital y descubrieron al instante que la entrada de urgencias estaba bloqueada por dos ambulancias que habían chocado entre sí. Nilla veía el interior de una de ellas a través de las puertas traseras abiertas. No había nadie dentro, pero las luces estaban encendidas. La sangre goteaba por el parachoques trasero.

—Debe de estar sucediendo algo terrible. Este lugar parece una ciénaga —dijo Pankiewicz. Abrió su puerta antes incluso de que el coche patrulla se hubiera detenido. Luego, hizo lo mismo con la de ella y la ayudó a salir. La chica se apoyó en él mientras avanzaban rodeando las ambulancias hacia la sala de urgencias.