JESÚS VENDRÁ para comerse tu pierna [Grafiti en un servicio de hombres en el restaurante Arby’s, Grand Rapids, MI, 08/04/05]
El correccional de máxima seguridad de Florence estaba en medio de una cuenca invadida por la maleza. En los campos que rodeaban la prisión no crecían los árboles, sólo había rocas y malas hierbas. No se permitía que nada ganara altura suficiente para ocultar a un fugitivo. La misma prisión era de poca altura en aquel agujero vacío, la mayor parte de su estructura estaba oculta bajo la tierra, como un animal enterrándose para protegerse de la amenaza del cielo azul. Las nubes pasaban rápidamente, empujadas por vientos que las deshacían en pedazos al llegar aullando desde las montañas.
Clark entró en la prisión de máxima seguridad a la cabeza de un convoy de sesenta vehículos. El lugar tenía un aspecto más espeluznante de lo que le habría gustado; los refugiados de las minifurgonetas y los camiones articulados ya habían pasado por un montón de cosas y le horrorizaba llevarlos a un sitio tan terrorífico, pero no había alternativa. Por lo que él sabía, la prisión podía ser el último emplazamiento seguro en un radio de quinientos kilómetros.
En su ausencia se había hecho un gran trabajo para reforzarlo contra el desastre imperante. Clark asintió complacido cuando vio los cambios efectuados mientras no estaba. Los presos habían sido evacuados y habían limpiado la prisión, los perros estaban otra vez controlando el perímetro, las puertas de acceso reforzadas y bien vigiladas. Los dominios de Desirée Sánchez, la Bolsa, habían sido trasladados al interior de una segunda hilera de alambradas, donde estarían a salvo.
Vikram Singh Nanda lo esperaba en la puerta principal de la prisión. Clark despidió al sargento Horrocks para que organizara a los soldados. Saludó a su viejo amigo con un breve abrazo. Algo repiqueteó contra las cremalleras de su uniforme y levantó la muñeca de Vikram para echar un vistazo. El comandante sij llevaba un brazalete de metal repujado en la muñeca izquierda. No era reglamentario, de ninguna de las maneras.
—Es mi karra, un signo de mi atadura a las enseñanzas de los diez gurús —le explicó Vikram con aspecto casi avergonzado—. Normalmente no la llevo, aunque debería.
—Intentando portarte bien con tu dios, por lo que veo —murmuró Clark, y le dio una palmada en el hombro a su amigo mientras se dirigía a la oficina del alcaide. De momento sería la oficina de Clark. Como había pedido, alguien había instalado un jergón y un especializado sistema de comunicaciones, un ordenador portátil conectado a Washington por la red de satélites. Tenía intenciones de pasar mucho tiempo en esta pequeña estancia.
Vikram cerró la puerta al salir. Clark estaba de repente e inesperadamente solo. Hacía mucho tiempo desde la última vez que se había quedado a solas con sus pensamientos.
Se sentó en la silla de cuero que había detrás del escritorio y colocó su pistola en el cajón de arriba. Unió las puntas de los dedos ante sí y se quedó mirando al infinito. Algo estaba llegando, una terrible conclusión. Notaba cómo se estaba formando en el fondo de su cerebro, en la parte más antigua, donde los miedos merodean como lagartijas en una ciénaga. La conclusión estaba siendo paciente. Esperándolo para que la reconociera. Suspiró un poco, una breve liberación de la presión de su pecho. Y entonces lo golpeó de lleno.
Bannerman Clark había estado fuera poco más de una semana durmiendo siestas de gato y con MRE fríos por todo sustento. En ese tiempo había luchado en una guerra.
Había asesinado civiles.
Civiles inocentes y enfermos que necesitaban desesperadamente cuidados médicos y servicios básicos. Había luchado y echado el resto contra ciudadanos de Estados Unidos desarmados.
Y de todas formas había perdido.
Un frío vacío, como la ausencia de espacio entre las galaxias, se abrió en su estómago y descendió hasta el fondo. Estaba vacío, físicamente vacío, tanto que una suave brisa podría habérselo llevado volando. El agotamiento de sus brazos y piernas se convirtió en parálisis, y el zumbido de su cabeza, el rechinante y gimiente dolor de cabeza, similar al zumbido de una sierra, que siempre sentía durante las operaciones de combate se desplegó en un tormento infligido por todo un almacén de maquinaria. Cada momento de la batalla de Denver lo aguardaba allí, separado y diseccionado, a la espera de su pormenorizado análisis.
Sabía que pasaría el resto de su vida repasando esas trivialidades, esas decisiones aisladas de la batalla. Del mismo modo que había seguido analizando y repensando cada batalla en la que había participado. La mayoría las había ganado con relativamente pocas bajas. Se trataba de batallas sencillas, informes logísticos, listas de números y nombres, tantos hombres desplegados en este lugar, tanto material consumido allí. Las que había perdido eran iguales, salvo que las listas de nombres tenían fantasmas anexados a ellas.
Algo distinto a un fantasma estaba asociado a esta acción. La chica. La chica rubia que tenía que ser la clave de la epidemia.
Ella había escapado mientras él estaba ocupado con la demencial pérdida de tiempo y dinero que comportaba intentar defender una ciudad perdida.
De repente Vikram estaba ante el escritorio, de pie, con aspecto nervioso pero sonriendo. Siempre sonriendo. Clark no había oído entrar a su amigo, no sabía cuánto tiempo llevaba allí. No obstante, Vikram era un veterano. Comprendería el intenso malestar personal en el que uno caía después de una mala acción.
Clark observó el brazalete de la muñeca de su amigo. La presente calamidad había empujado a Vikram a acercarse a su fe.
—Tú nunca has dudado ni por un momento de la existencia de Dios, ¿verdad? —preguntó él, las palabras fluyeron de su interior como si estuviera en el fondo de un oscuro y frío lago.
Vikram se enderezó alcanzando una considerable altura, ya estaba en posición de firmes, pero había hallado en alguna parte un poco más de columna vertebral.
—Las enseñanzas de mi fe me exigen no tratar con alguien que no tiene fe en alguna forma divina —replicó Vikram en un tono correcto y breve—. Eso resultaría difícil en nuestro ramo. ¿Qué debería hacer si mi superior fuera ateo? Me lo he preguntado en muchas ocasiones. Al final he escogido seguir una estricta política cuando se trata de religión. —Su sonrisa se amplió un fracción de centímetro—. No preguntes, no cuentes.
Clark sonrió y se sintió muy, muy bien. Una carcajada a medio hacer salió de su boca como una tos. No reparó en por qué tenía tantas ganas de reír, sencillamente dejó que siguiera.
—Aquí estoy muy lejos de mi jurisdicción. Esto se ha convertido en una misión conjunta. A causa de mi puesto especial como experto en la materia. —No se veía capaz de utilizar el término del civil, «friki»—. He aprovechado tu saber hacer a pesar del hecho de que tú tienes más rango que yo. Si quieres abandonar el barco ahora, estarías en todo tu derecho.
—No hasta que acabe el alboroto, amigo mío —repuso Vikram—. Déjame ponerlo en otros términos: no hasta que haya concluido, señor. —Y eso fue todo—. Tengo un informe de la situación de los preparativos que deberías tomarte la molestia de escuchar.
A Clark no le importaba escuchar. Ya había ingerido suficientes malas noticias para haberse atragantado. «No, ahora no», pensó.
—De acuerdo —dijo—. Qué mejor momento que ahora. —A veces tenías que seguir viviendo sin importar lo mal que te sintieras. A veces la pura obstinación era lo único que funcionaba.
—En Colorado se ha decretado la ley marcial. Los cadetes de la Academia de las Fuerzas Aéreas han sido armados y movilizados. No les ha ido muy bien. Los refuerzos de las tropas regulares del ejército, a saber, la 82.ª División Aérea y la 10.ª División de Montaña, están haciendo cuanto pueden para asegurar el estado. Lo cual quiere decir en general bloquear todas las autopistas de salida. Por lo que se cuenta, el interior del estado está fuera de control.
Clark había comprobado eso por sí mismo. Asintió.
—Nevada y Utah han declarado desastres estatales, pero las autoridades competentes conservan el control. Hablé con un radiooperador muy agradable en Las Vegas y me contó que grandes partes de la ciudad están en cuarentena, pero creen que pueden mantener a los infectados fuera de la región central. Hemos perdido el contacto con California.
Clark abrió una caja de bolígrafos que había encontrado en uno de los cajones de su escritorio. Los había estado colocando en un bote para ese fin. Paró y colocó cuidadosamente el bote en el borde del secante del escritorio.
—¿Qué quiere decir eso? ¿Los Ángeles o San Francisco?
—Quiere decir que todo el estado ha dejado de comunicarse con el mundo exterior. —Vikram no se removió sobre sus pies, ni siquiera parpadeó—. Ha sido un proceso gradual, por supuesto, no sucedió de golpe. Hasta esta mañana todavía quedaban unidades del Cuerpo de Marines en Sacramento con los que podía hablar, a pesar de que estaban muy ocupados. Lo último que he sabido es que estaban esperando refuerzos por mar, un grupo aéreo embarcado, que habían sido convocados para ayudar a mantener el orden. Luego, sólo silencio.
Locura. ¿Qué podía hacer una flota de barcos de guerra contra la anarquía? ¿Habían bombardeado las ciudades, desplegado operaciones antiinfraestructuras para destruir las carreteras y crear embotellamientos? Seguramente no se habían limitado a armar a los marines y mandarlos a pie a la refriega. ¿O sí? Clark se preguntó si a él se le habría ocurrido otra cosa.
Pensar en estrategias lo ayudaba a ignorar el hecho de que Vikram acababa de decirle que el estado de California había sido tomado. Volcar su cerebro en esa trivialidad en particular no lo ayudaba en absoluto.
—La infección se ha propagado hacia el este hasta Ohio. Esperamos tener noticias de Pensilvania en unas horas. Ha habido informes aislados de infección en regiones tan al este como la ciudad de Nueva York, donde barrios enteros han sido puestos en cuarentena. El cuadro en el exterior es, en el mejor de los casos, turbio, pero sabemos que tanto México como Canadá han movilizado tropas y están pidiendo ayuda que en la actualidad no podemos facilitar.
Clark asintió. Cogió de nuevo los bolígrafos y comenzó a ordenarlos por colores.
—Malo, malo, malo, peor. Necesitamos averiguar qué hacer a continuación. ¿Estás en contacto con el gobernador en estos momentos? —Dejó caer los bolígrafos uno a uno en el bote—. En condiciones normales aprovecharía este momento para contactar con el teniente general de Colorado, pero resulta que sé que está muerto. —Lo habían encontrado en la sala de química del instituto. Había sido infectado, tenía la carne de su pierna izquierda arrancada por entero. Estaba gateando por el suelo, dando vueltas sin parar. Clark en persona había puesto fin al sufrimiento del teniente general.
Vikram se encogió de hombros.
—Me temo que el gobernador no está disponible. Se desconoce su paradero actual.
Clark se limitó a asentir.
—Entonces encuéntrame un general en alguna parte. O a un coronel. Alguien que pueda darme una orden. —Vikram negó con la cabeza—. ¿Un teniente coronel?
Vikram se quedó en silencio un momento antes de proseguir. Sus ojos rastreaban la cara de Clark en busca de algo. Una última pizca de fuerza para aguantar un nuevo shock, quizá.
—Bannerman, señor, estoy diciendo que en todo el COARNG no he podido encontrar un oficial que supere a tu humilde persona en rango. Creo que eres tú.
Clark apretó los labios. Eso no era posible, aunque… muchos de los mejores oficiales de la Guardia Nacional, y por lo tanto los rangos más altos, todavía estaban desplegados en Irak. Muchos más habían muerto en Denver. ¿Era posible que no hubiera sobrevivido ni un solo comandante? Bueno, para empezar, tampoco había tantos.
Sin embargo, las implicaciones eran devastadoras. Si un simple capitán estaba al mando de la Guardia Nacional de Colorado, si él había de ser la autoridad suprema a nivel estatal, entonces, sin duda, todo estaba perdido. Clark nunca había sido formado para ese tipo de autonomía. Entonces se acordó de algo. Todavía tenía a su jefe en el Departamento de Defensa. No todos los eslabones de la cadena de mando habían desaparecido. Por la mañana llamaría al civil y averiguaría qué hacer a continuación.
—De acuerdo —dijo. Colocó el bote de bolígrafos en el borde del escritorio, en el lado izquierdo, luego lo cambió al derecho. Quedaba mejor allí—. De acuerdo, estamos metidos hasta el cuello. Si he de estar al mando, al menos voy a permitirme una noche de sueño antes de empezar a ladrar a la gente. A menos que haya algo más que debas decirme —añadió al ver la expresión de la cara de Vikram.
—Bannerman, hay más que contar, pero creo que será mejor si lo ves por ti mismo.
Clark levantó una ceja.
—La teniente Desirée Sánchez desearía robarte un momento. En la Bolsa —le concretó Vikram—. Ha descubierto algo.