EN LA SANGRE: Una atractiva joven llamada Marisol Gonsalvez desperdicia su tiempo y el nuestro actuando como una monja enrollada con, lo habéis adivinado, estigmas. Esta truculenta tomadura de pelo medianamente ofensiva se estrena en «ciudades escogidas», lo que quiere decir que no irá directa al vídeo, pero probablemente así debería haber sido (**, calificada con una R por violencia religiosa excesiva y desnudos gráficos, 81 min). [Roger Ebert, Reseñas de Cine de Un Minuto, suntimes.com, 22/03/05]

El arma había sido utilizada recientemente. Estaba caliente y apestaba a un tufo agrio que descendía sobre su rostro y le provocaba arcadas de pánico. El guardia de asalto del SWAT estaba tan quieto como una piedra con el dedo en el gatillo. Ella no podía ver sus ojos, estaban ocultos tras las gruesas gafas. ¿En qué estaba pensando? ¿Se cuestionaba todo esto de alguna manera? Él podía arrebatarle la vida, su no vida, suponía, en un abrir y cerrar de ojos. Si moría allí, sin recuerdos de su pasado, sería como si nunca hubiera existido.

Quizá fuera lo mejor.

Ya estaba muerta. ¿De verdad deseaba afrontar una nueva no vida en un cuerpo en descomposición? ¿Una nueva esperanza de vida de duración incierta, sin la más remota idea de quién era o qué podría haber perdido?

Entonces, uno de los otros, uno de uniforme militar, cuyos ojos sí veía y estaban cargados de tristeza, tuvo que echarlo todo a perder.

—¿Quién eres? —le preguntó—. ¿Cuál es tu nombre? —En el tono de voz que uno empleaba para hablar a un perro asustado.

Ella farfulló algo, una respuesta, una negación y, de repente, todo era demasiado real. La posibilidad de que pudiera tener un nombre perdido en algún lugar, pero aún intacto, despertó de nuevo en ella la sensación de qué podía perder. Ella todavía tenía algo, un plazo de tiempo, y el temor a perderlo la paralizó. Su cerebro se dio la vuelta en el interior del cráneo a medida que el pánico la abrumó y se apoderó por completo de ella. Su cuerpo tembló, sintió espasmos y se elevó como si fuera a toser y escupir su propio esqueleto en el suelo. Notó algo coagulado y asqueroso emanar de su interior, de su boca, de su nariz, de sus ojos. Intentó escupirlo.

Oyó el clic del arma, oyó la bala avanzar centímetro a centímetro por su engrasado mecanismo de metal, preparándose para el disparo. Cerró los ojos y apretó los párpados, aterrorizada de lo que podía presenciar. Sin embargo, la inconsciencia la rehuyó.

Con los ojos cerrados todavía podía ver a los hombres como antorchas en una tormenta de nieve. Su resplandor, su sabroso y nutriente destello dorado al que ella tanto anhelaba acercarse, consumir, ardía y rugía en sus cuerpos. Se dio cuenta de que era su fuerza vital. Podía percibir la energía, su calor prendía en ella, se centraba en su persona y era consciente de que, de algún modo, ellos podían sentir su energía oscura, esa horrible perversión de la vida. Dios, si al menos pudiera esconderla de ellos, si pudiera hacer que la vieran como uno de ellos o que, sencillamente, la vieran como nada, invisible, transparente…

Algo rechinó en su cabeza, los huesos de su cráneo empujándose unos a otros como placas tectónicas. El dolor que le producía era insoportable, recibir un disparo en el cerebro no podía doler más.

Un gélido escalofrío la recorrió. Abrió los ojos de golpe. Levantó la vista y vio a los hombres, todos y cada uno de ellos tenían la misma expresión de estupor.

—¿Adónde ha ido? —preguntó el guardia de asalto del SWAT—. ¡No la veo!

Era imposible, pero… su deseo se había hecho realidad.

No podía durar: notaba el agotamiento de su cuerpo, la mente confusa. El exiguo espacio vital que se había procurado le había costado toda la energía, y lo perdería en un momento, perdería ese control. Dentro de un segundo la verían. El hombre del arma la vería de nuevo y nada lo detendría esta vez.

Tenía que huir.

Tenía las manos inmovilizadas a la espalda con una cinta de plástico, así que rodó sobre su costado y se empujó hacia arriba, con el hombro contra el cemento, hasta que se levantó sobre los pies, un movimiento que no creía que los huesos humanos permitiesen, pero a ella le funcionó. Debió de ser profesora de yoga en su vida anterior, ¿de qué otra manera se podía explicar lo ágil que era, incluso con los músculos rígidos y muertos? Tan rápido como pudieron llevarla sus pies (que no era rápido en absoluto; maldita sea, tenía que correr) corrió directa hacia los hombres, esquivándolos, cuidándose de no tocarlos, porque eso podría romper el hechizo. Ya estaban empezando a parpadear y mirar a su alrededor, su vista desenfocada cuando pasaba sobre ella, pero eso cambiaría en un instante. Tenía que escapar. Allí vio un hueco, un estrecho espacio entre dos coches patrulla aparcados, sus luces rojas y azules salpicaban su bata, corre, corre, corre, vale, sólo paso ligero, lo que fuera. Se agachó, su cuerpo se tensó y protestó. Se abrió camino a empujones entre unos setos. A su espalda oía disparos, disparos a un volumen mucho más alto de lo que esperaba y su torso se encogió dolorosamente, su estómago se cerró.

Para entonces ya estaban en movimiento, buscándola. Eligió una dirección y avanzó sin más, no le requería ningún esfuerzo consciente, el instinto de fuga puro la dominaba. Pero ¿hacia dónde correr? Todas las direcciones parecían igualmente llenas de peligros. Esconderse, podía esconderse. Encontró un agujero en el que meterse a gatas, una alcantarilla en el borde de una cuneta, lo suficientemente ancha para que pudiera acurrucarse dentro. Se puso a resguardo, desesperada por no ser descubierta. Frotó la cuerda de plástico contra un borde irregular de cemento hasta que se partió: el sonido la dejó petrificada. Le hizo pensar que los tendría encima en un momento.

No la encontraron.

Los perros aullaban mientras ella permanecía inmóvil hecha un ovillo. Un helicóptero zumbaba en el cielo, su foco iluminaba las malas hierbas que había fuera de la entrada de la alcantarilla, anulando su color. Los hombres pasaban de largo corriendo, con las armas tintineando, excitados por la matanza, anhelando su sangre. El hambre creció en su interior, era la única forma de medir el paso del tiempo. Quería salir a gatas y marcharse, ir en busca de algo de comer, pero no podía arriesgarse. En su lugar, se mordió las uñas, lo que sólo logró que se sintiera más hambrienta. Había perdido la cuenta de los segundos, los minutos, las horas. La noche se alejó de ella en alas de murciélago.

Llegó el alba, un azul vibrante digno de una alucinación caía sobre la hierba hasta que lentamente se convirtió en un pálido destello amarillo limón. Había silencio a su alrededor. Lo había habido durante horas. Ella había estado esperando algo, alguna señal de que era seguro salir.

Pero no hubo manifestación alguna. No obstante, no podía quedarse en la alcantarilla para siempre. Tenía que salir. Tenía que huir. No albergaba ilusiones de que los hombres se hubieran rendido. Todavía seguirían buscándola. Era un monstruo. Algo que tenía que ser apresado. Tenía que correr tan rápido y tan lejos como pudiera para evitarlos. Sin lugar a dudas, tenía que abandonar la ciudad. Pero ¿adónde podía ir? Ella debía de tener familia en alguna parte, gente que la ocultaría, pero no tenía recuerdos de nadie. No sabía ni dónde vivía ella misma.

Rígida a causa del frío y la humedad, se estiró en la alcantarilla y trepó a cuatro patas, cada centímetro le suponía descargas de dolor arriba y abajo de la columna vertebral. Una vez estuvo completamente fuera de la alcantarilla, se puso en pie con infinito cuidado y cautela. El movimiento le produjo un zumbido en la cabeza. El agotamiento y la creciente hambre hacía que todo a su alrededor le resultara inquietante y punzante. Se frotó los ojos con los nudillos y algo oscuro parpadeó en su imaginación.

Tragó saliva y ahogó un grito, manteniéndolo en su interior a duras penas. Allí, en lo alto de una colina más allá del hospital. Era sólo una silueta, una forma humana recortada contra el primer naranja borroso del sol. Aguzó la vista y vio a un hombre desnudo cuya piel estaba cubierta de florituras azuladas y arabescos. Tatuajes. No parecía uno de los muertos. Parecía totalmente sano. Tenía una poblada y gruesa barba y llevaba el pelo recogido en una coleta. No llevaba puesto nada aparte de una cuerda al cuello y un brazalete de cuero alrededor de un bíceps.

El hombre la miraba directamente y ella sabía que no sólo la percibía, estaba físicamente dentro de ella. Estaba poniéndola a prueba, estudiándola. Sintió algunas cosas sobre él, reciprocidad por lo que estaba cogiendo de ella. No eran palabras, no se trataba de nada tan complejo, sólo vibraciones, sensaciones distorsionadas, sentimientos, imágenes. Era muy, muy viejo, y estaba tan no muerto como ella y se lo hizo saber. Era un amigo.

Él le dio la espalda y señaló el sol. Ella comprendió.

En un momento todo se desvaneció. Él había desaparecido. Ella estaba de pie sobre la hierba húmeda, sola, indefensa. Acechada. Sin embargo, tenía algo. Había alguien más, allí fuera había alguien más como ella. No tenía ni idea de si podía confiar en él o no, pero ¿qué importaba eso?

Tenía una dirección. Este. «Ve al este», le había dicho el hombre desnudo. Ella tenía que ir a alguna parte. Ve al este. «Vale», pensó ella.

Vale.