Se recomienda a los viajeros llegar al aeropuerto con cuatro horas de anticipación a la salida del vuelo para llevar a cabo los exámenes médicos obligatorios antes de embarcar. [FlyDenver.com, página de «Consejos para viajeros», actualizada el 31/03/05]
Una estrella había caído a la tierra y se había quedado atrapada allí, todavía brillando con claridad.
Su resplandor plateado iluminaba la cadena de colinas, proyectando enormes haces de luz que creaban sombras en las laderas de enfrente, sombras parecidas a las que hacían las nubes durante el día, imposiblemente grandes, siempre en movimiento. Como olas oceánicas de luz y oscuridad bañando los cantos de las rocas y los árboles en la cima del mundo.
Se dirigió hacia ella, atraído por ella, físicamente empujado. La muerte no había sido amable con sus ojos, pero podía distinguir más detalles a medida que se acercaban. Había edificios en la cadena de colinas, bloques de hormigón de poca altura. También había otras formas allí, como ingentes lagartijas erosionadas por la lluvia y el viento hasta adquirir formas suaves y delicadas. Obstruían el paso de la luz, sus siluetas recaían sobre ellos, sobre él.
Otros, otra gente muerta, se habían reunido en un pedregal que estaba bajo la cresta. Se mantenían alejados unos de otros sobre un terreno plagado de líquenes y pinos enanos que latían de energía, pero no trataban de devorar esa vida. Permanecían inmóviles, con las caras levantadas al cielo para atrapar la fina lluvia de luminosidad de la estrella caída. Cuando se internó entre ellos, no dieron muestras de percatarse de su presencia. Estaban demasiado atareados estudiando el cambiante resplandor, alimentándose de él. Uno de sus rayos tocó a Dick, y aunque era mentalmente incapaz de sorprenderse, su cuerpo todavía podía sentir el impacto. Notó como si le hubieran arrancado algo, como si lo hubieran quemado. El hambre había desaparecido. Cuando esa luz lo alcanzó, se llevó el hambre con ella. Le infundió una corriente de energía firme y constante, la energía que necesitaba para proseguir con su existencia. Más que suficiente.
Era como el resplandor de la mujer en el coche, como el aura dorado de la vida humana. Salvo que… no. Mejor dicho, el aura humana era como la luz de la estrella caída. La radiación que lanzaba sobre él era a la vez más pura y más real. Lo nutría, lo calentaba. Quería correr ladera arriba y saltar al interior de esa luz. Rendirse a ella, fundirse con ella.
Pero cuando se aproximó más, la calidez que sentía se volvió calor. Verdadero calor. Podía notarlo zumbando en su interior, abrasando cada célula de su cuerpo. Dio un paso más y saboreó el humo en la garganta. Veía oscuras siluetas delante de él. Cadáveres carbonizados, achicharrados, trozos de carne renegrida entre andrajosos restos de ropa. Comprendió de una forma primaria, carente de palabras. Lo mismo que lo alimentaba podía consumirlo si se acercaba demasiado. Estaba en una zona gris, un plano entre el confort y la aniquilación instantánea, y permanecer allí significaba dolor.
No importaba. Retrocedió. Era suficiente con quedarse a una distancia respetable y dejar que la estrella caída lo reconfortara. Bastaba para descansar. Descansar y contemplar el espectáculo de luz. Era lo que siempre había querido, lo más hermoso que había visto en vida o muerto.
Estaba tan absorto en las chispeantes formas de la luz, transfigurado como alguien puesto de ácido observando las profundidades de una lámpara de lava, que apenas se percató del momento en que apareció un rectángulo amarillo en los edificios que había más allá de la estrella. Se abrió una puerta, que dejó salir ruidos y movimientos humanos. Un hombre, un hombre vivo, se presentó allí con un micrófono en la mano. Dick mostró los dientes por instinto, pero no tenía necesidad de atacar al hombre. La luz de la estrella caída le había dado eso, una especie de serenidad.
—Buenas noches —dijo, su voz amplificada por altavoces colgados de poleas en el círculo de las estatuas de los reptiles. Algunos de los muertos allí aglutinados, como Dick, levantaron la vista. La mayoría, no—. Esta noche veo algunas nuevas… nuevas caras. Bienvenidos. Ojalá pudiera hacer algo más por vosotros. De verdad. Nunca sabréis cuánto lamento…
Su voz se quebró con un ruido de ahogo. Un gemido. El hombre regresó al interior de su casa. Sonaba música por los altavoces, música clásica ligera, Mozart, aunque Dick no podría haberlo distinguido. La música no significaba nada para él. Él ya tenía todo lo que quería.
El hombre volvió la noche siguiente. Cada noche. La música cambió. Las súplicas no. Dick se irritó con el hombre durante un tiempo. Finalmente, aprendió a ignorarlo, a no levantar la vista cuando se encendían las luces.
Era una especie de existencia perfecta. Se sentía arropado y satisfecho. Dick podría haberse quedado allí para siempre.
En un amanecer sin tiempo, mucho después de que la música hubiera acabado, Dick se quedó petrificado en el mismo lugar donde se había parado la noche anterior a pesar de que el rocío descendía por su cara y sus músculos estaban rígidos y doloridos. Nada lo molestaba. El sol ascendente no podía superar los rayos de vida y felicidad que recibía. No obstante, algo había cambiado, algo sencillo, algo que no costaba echar en falta. Estudió la estrella caída para tratar de detectar de qué podía tratarse y sintió que la estrella lo miraba a él.
Era más que un mero percibirlo. Estaba mirándolo activamente. Tenía una conciencia e incluso una especie de voz, a pesar de que sus palabras estaban hechas de luz. Dick había sido incapaz de comprender el discurso del hombre la noche anterior, pero esas palabras tenían todo el sentido del mundo para él. Al rato, la conciencia de la estrella tomó forma, una cierta forma refulgente que denotaba una figura humana y a la vez estaba hecha íntegramente de rayos de luz. Alargó los dedos que se extendieron sobre la ladera y rozó lo que quedaba de los hombros de Dick.
«Sí», pensó la forma, y Dick la oyó suspirar. Había otros, le dijo. Otros que estaban más cerca, o tal vez mejor equipados para llevar a cabo la tarea (qué tarea era una pregunta y Dick estaba más allá de las preguntas). No obstante, Dick poseía una cierta cualidad en su aspecto. Una fealdad suprema, un aspecto horroroso. Su cuerpo maltrecho podía inspirar miedo, más miedo que cualquier otro cadáver entero.
Dick a duras penas podía ofenderse por la idea. Se sentía más honrado que cualquier otra cosa, honrado de haber sido escogido por esta forma perfecta en el corazón de la estrella caída. En el medio de la Fuente.
La forma había dicho que podía ser útil. Le dijo que abandonara el valle de la estrella. Dick carecía de la voluntad para rehusar la petición, y en cualquier caso la forma no estaba pidiéndoselo. Él haría su voluntad. Hasta el concepto de elección estaba más allá de su alcance.
Una parte de él, una parte profunda, sintió pesar y melancolía, pero eso no le impidió darle la espalda al hermoso y cálido resplandor. Sin una palabra, sin una protesta, se dio media vuelta y abandonó la colina y se dirigió a los valles que había más abajo.