El centro de Denver se considera una zona segura hasta las 21.00 horas de hoy o hasta nueva orden. Los centros de atención médica y distribución de víveres del centro comercial de la calle Dieciséis permanecerán abiertos hasta esa hora. [Emisión de emergencia, Denver, CO, 04/04/05]

—Shar, sube el aire acondicionado. Cada vez hace más calor aquí dentro. —Charles se enjugó la nuca. Nilla estudió los finos cabellos que tenía allí, la forma en que se alinearon donde su mano los había aplastado. Veía sus poros dilatándose a causa del calor, las diminutas gotas de sudor uniéndose hasta formar chorros que corrían en dirección al cuello de su camiseta. Cada célula de su cuerpo ardía como oro fundido.

—Ya está al máximo —se quejó Shar, pero de todas formas toqueteó los mandos.

En el asiento de atrás, Nilla sentía el calor, pero permanecía totalmente seca. Sus glándulas sudoríparas ya no funcionaban. Intentó bajar un poco su ventanilla, pero el aire que entró de golpe parecía el humo de un alto horno. Demasiado. Estaba cansada de ir en coche, cansada del calor y de estar encogida.

Charles y Shar compartieron una Coca-Cola, el último de los refrescos que habían mangado del motel, pero no se les ocurrió ofrecerle un poco. Apenas le habían dirigido la palabra desde que habían salido por la mañana. Cuando Charles paró para repostar en una gasolinera abandonada en un solitario cruce en lo alto de las montañas, Shar había salido con él, como si no se sintiera segura en el coche sin su compañía.

A duras penas podía culpar a la chica, se dijo Nilla. No con el tipo de pensamientos que había tenido. Mael Mag Och le había dicho que los chavales no eran sus amigos. Había visto por sí misma la forma en que la miraban los vivos, como si fuera algo sucio. El enemigo. ¿Por qué había de pensar en ellos de otra manera? Ya no era parte de ellos. Debería haber tenido eso claro desde el principio.

Mael le había dicho que debía abandonar a Charles y a Shar. Que podía llegar por sí misma al este. Había dicho otras cosas en las que no quería ni pensar, pero había sido muy claro en ese punto. No más confraternización con los vivos. Algo en su interior respondía a ese mensaje, y anhelaba partir sola. No más miradas interrogantes. Sería mucho más sencillo que el juego silencioso que estaban jugando los tres.

No obstante, él estaba en Nueva York, le había dicho. A miles de kilómetros de distancia. No podía atravesar el país a pie. Necesitaba a los chavales.

Si quería recuperar su nombre, tenía que tener un transporte. Seguramente él lo comprendería. Parecía que no dominaba bien la lengua inglesa y había seguido cambiando a la otra lengua, una que ella no reconocía. Quizá no era originario de Nueva York. Quizá no sabía lo lejos que estaba su cuerpo de ella. Tendría que entenderlo.

Sólo para cambiar un poco de tema, Nilla dio un suave codazo a la parte de atrás del asiento de Charles. Él intentó no estremecerse.

—¿Cuándo vais a contarme de qué estáis huyendo? —preguntó ella, intencionadamente críptica, un poco avergonzada de lo que les estaba pidiendo cuando era evidente que ambos tenían pensando guardárselo para sí mismos. A su pesar, estaba lo bastante aburrida para pincharlos.

—Charles —dijo Shar, tranquilizadora, como si esperara que su novio tuviera una reacción violenta en cualquier momento. Tal vez eso era lo que Nilla esperaba, o incluso deseaba. Sería una gran justificación. Sin embargo, el chico no dijo nada.

—En serio, quiero saberlo. ¿Por qué habéis escapado? ¿Os maltrataban vuestros padres o algo así? Eso tendría sentido.

—Prefiero pensar que no acabas de decir nada de mi madre —masculló Charles. No había fuerza en sus palabras, ni rabia. Ahora le tenía miedo. Le daba más rabia que otra cosa. Se había acercado a él en busca de un poco de calor humano y ahora él le tenía miedo. ¿A qué demonios venía eso?

—Por favor, no —rogó Shar. Sonó como si se lo estuviera diciendo a sí misma.

—¿Era el instituto? ¿Lo estabais pasando mal en el instituto? Venga, contádmelo. Ahora somos todos amigos, ¿no? —La necesidad que denotaba su voz la molestó y, frustrada, se tumbó sobre el asiento de atrás, apoyando las plantas de sus pies descalzos contra la ventanilla. El sol parecía un soplete sobre su piel, así que apartó los pies bruscamente. Cuando el chico mantuvo su pétreo silencio, ella se sentó en el asiento caliente y miró por la ventana la tierra montañosa que pasaba rápido, sus pliegues y dobleces dibujados en la superficie de un planeta baldío e inacabado.

—¿Sólo estabais aburridos?

—Shar —dijo él, pero Nilla sabía que le estaba hablando a ella, no a su novia.

—¿Eh? —preguntó—. ¿Qué quieres decir? ¿Por qué has dicho «Shar»?

Sólo pronunciar su nombre tuvo un extraño efecto en la chica en cuestión.

—¡Cállate! ¡Oh, Dios mío, no lo digas! —Shar se encogió en su asiento y enterró la cara entre sus manos.

—Su nombre… —comenzó Charles, manteniendo la vista en la raya amarilla que dividía la carretera por la mitad.

—Mi puto nombre es Sharona, ¿vale? ¿Es eso lo que querías saber? —La chica se volvió en su asiento, con los ojos abiertos como platos y una mirada dura—. Ya sabes, como M-m-m-my Sharona, como en la estúpida canción. Eso te dirá algo de mis padres. Conoces la canción.

Nilla no tenía ni idea de qué estaba hablando la chica.

—Pensaron que era divertido. Volvía a casa y lloraba, berreaba hasta que casi se me saltaba los ojos, joder. Y ellos se reían de mí. Luego, cantaban esa estúpida canción una y otra vez.

—No lo entiendo. ¿Te uniste a Charles en su huida por una canción? —Nilla se abanicó con una mano. ¿Hacía más calor en el coche?

—¡No! No soy yo la que está huyendo. A ellos no les importo. Llamé a mi madre desde el motel y, ¿sabes qué?, estaba tan fumada que ni siquiera me preguntó si estaba bien. Lo he intentado, lo he intentado con todas mis fuerzas, pero cuando cerraron el instituto por esta epidemia no pude aguantarlo más. Acostumbraba a ir al instituto para tener un poco de paz, ¿te lo puedes creer? Me encantaba el instituto y el gobierno me lo ha quitado. Así que acudí a Charles y lo convencí de esto. De que se escapara conmigo. Él se preocupa por mí. Él me quiere.

Nilla no acababa de comprender el estallido de la chica.

—No lo entiendo —dijo—. ¿Huiste por una canción?

—¡Mierda! —gritó Charles—. ¡Mierda! —Señaló el parabrisas mientras pisaba el freno, lanzando a Shar hacia delante, contra su cinturón de seguridad. El cartel decía: PARQUE NACIONAL DEATH VALLEY[7], 3 KILÓMETROS.

Se detuvo justo en lo alto de una colina y se bajó del coche. El aire ultracaliente acabó de inmediato con el confort del aire acondicionado del interior del coche. Nilla saboreó la sequedad del aire cuando le abofeteó la cara y las manos.

Cogió el mapa y salió del coche para unirse a él. Los dos juntos miraron ladera abajo las escarpadas rocas en una depresión del paisaje que parecía descender interminablemente. La imagen titilaba a causa de la ráfaga de calor que ascendía hasta ellos, no tanto aire caliente como una onda dinámica de un cataclismo terrible y feroz.

—Sabía que estaba subiendo la temperatura —dijo Charles.

—Tenemos que continuar —advirtió Nilla. Él se rió de Nilla, y ella se limitó a insistirle para que tuviera paciencia—. No, en serio. Tenemos que seguir hacia el este. Mira, mira aquí —dijo, señalando el mapa—. No es tan ancho como parece y cuando lo atravesemos estaremos en Nevada. Allí estaremos a salvo.

—Se llama Death Valley —enfatizó Charles—. Death Valley —repitió, como si sólo eso fuera a hacerla cambiar de idea—. Es el lugar más tórrido de la Tierra, creo. Lo estudiamos en la clase de geografía. La gente que va allí se pierde y muere. No vas allí sin agua o mueres. No tenemos ni una gota de agua, por si no te has dado cuenta. Así que si vamos…

—¡No vais a morir! —objetó ella. Podían evitar parar. No hacía falta con lo cerca que estaba Nevada. Tampoco podían volver atrás. California era una enorme trampa para ella. Probablemente todo el ejército de Estados Unidos la estaba buscando allí. Si la encontraban, le dispararían y ella no tendría la posibilidad de volverse invisible o escapar—. Death Valley no es más que un nombre. Podemos cruzarlo en un par de horas. Podemos hacer una parada para conseguir agua en un par de horas. —Él comenzó a caminar de vuelta al coche. Vio de refilón una sombra ondeante—. Charles, espera, mira. Hay alguien más aquí.

Él miró hacia donde ella señalaba. Tenía razón, había una camioneta aparcada en el arcén de la carretera, a unos doscientos metros. Los lados estaban tan sucios de polvo y mugre que había adoptado los colores del desierto.

En la titilante atmósfera habría sido fácil no verla, pero una vez que la detectabas su realidad te golpeaba a la fuerza. Algo se movió en la parte de atrás. Parecía que había dos personas tumbadas en el suelo de la camioneta, moviéndose uno contra otro. Amantes aparcados en medio de ninguna parte para una tardecita de diversión, supuso ella. Hacía demasiado calor para eso, pero supuso que las hormonas podían superar el agotamiento del calor si eran lo bastante fuertes.

—Oh, joder —exclamó Charles a la vez que le cambiaba la cara—. Son dos tíos.

—Y qué —protestó Nilla desesperándose. No podían volver ahora, su nombre la esperaba y la muerte estaba demasiado cerca allí atrás—. A lo mejor tienen agua.

Charles no se movió. Ella le sonrió débilmente, pero sabía de sobra que no iría a pedirles agua a los ocupantes de la furgoneta. Vale, pensó, lo haría ella misma. Cubrió la distancia entre los dos vehículos tan rápido como pudo, sus pies resbalaban sobre la grava suelta del arcén. Hacía tanto calor. Cuando llegó a la camioneta se aclaró la garganta un par de veces para advertir a los hombres que se estaba acercando. Ellos no dejaron de hacer lo que estaban haciendo, así que se aproximó más.

—¿Hola? ¿Perdón?

Dio un paso más y olió sangre en el aire. A pesar del calor un escalofrío recorrió su columna. Cerró los ojos sabiendo lo que se encontraría. Había dos personas en la parte de atrás de la camioneta, sí. Uno de ellos se estaba desangrando rápidamente. El otro lo había golpeado.

El necrófago debió de percibir su preocupación. Se enderezó, un bocado de carne oscilaba entre sus labios, se puso en pie, erigiéndose por encima de ella, su cara manchada a tres metros del suelo. Llevaba un chaleco acolchado roto a pesar del intenso calor y sus piernas parecían gruesas como troncos. No obstante, eso no fue lo primero que vio.

No tenía brazos.